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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
Sobre este blog

Empecé a leer cómics a la misma vez que aprendí  a leer y, desde entonces, no he parado de hacerlo. En todas estas décadas he leído cómics buenos, regulares y no tan buenos, pero siempre he creído que el lenguaje secuencial es la mejor -y más idónea- puerta de entrada para leer tanto letras como imágenes. Ahora leo más cómics digitales que físicos, pero el formato me sigue pareciendo igualmente válido y sigo considerando el cómic un arte.

NUNCA ME HABÍA PASADO ANTES

Recuerdo que empecé a organizar algo parecido a una exposición en 1979, justo después de ingresar en un grupo Scout. Lo cierto es que mi intención era la de recopilar fulares de distintos sitios, incluso de distintos países pero, al final, la cosa llegó a mayores. Aquella experiencia me enseñó dos cosas: una, que las exposiciones son un medio ideal para contar algo. Y dos, que es muy fácil que alguien que te rodea se apropie de una idea que le guste, hasta hacerla suya, sobre todo si ocupa una posición de privilegio o es mayor que tú.

Tras aquella primera experiencia, mis inquietudes continuaron en el colegio en el que hice el bachillerato, aunque no fue hasta mi desembarco como profesor ayudante del extinto seminario de lenguaje cinematográfico del I.B. Pérez Galdós cuando pude desarrollar mis propias ideas. Lo mejor del tema es que logré transformar un hueco que surgió como resultado de cerrar con unas puertas de cristal un pasillo que, a su vez, lindaba con parte de unas escaleras. El espacio resultante fue una suerte de cubo, no totalmente regular, pero que ofrecía espacio suficiente como para exponer todo tipo de material, especialmente cinematográfico. En total fueron media docena de exposiciones, algunas de ellas genéricas y otras específicas, como la que se dedicó a jóvenes actores y actrices de los años ochenta o a directores de la misma década.

Una vez me marché a la universidad continué mi devenir expositor en la capital del país, primero en el colegio mayor universitario en el que vivía y, con el paso del tiempo, en media docena más, sobre todo en labores de coordinación más que de organización, justo cuando trabajaba para la universidad y su coordinadora de colegios mayores. Allí fue cuando me di cuenta de las enormes posibilidades que ofrecen las exposiciones temáticas, sin necesidad de que su territorio natural sea, exclusivamente, los museos.

No negaré que los museos ofrecen unas posibilidades que otros espacios no pueden, aunque quisieran. Sin embargo, no es menos cierto que la cultura contemporánea hace tiempo que abandonó los sacrosantos museos y empezó a explorar nuevos territorios.

Por dicha razón, una vez regresé a Canarias, alterné el desarrollo de mis proyectos, una veces en centros públicos, salas de exposiciones oficiales y/ o museos y otras en centros comerciales, o en espacios multifuncionales.

Lo que no cambió en ninguno de estos casos fue mi interés por utilizar cada una de ellas como un medio para contar una historia y, de paso, potenciar la vertiente formativa. Puede que sea un soñador sin conciencia de la realidad, pero sin este apartado, el trabajo vale bien poco.

Todo esto tiene que ver, en parte, no sólo por mi vocación académica -querencia la cual me granjeó muchas burlas cuando era pequeño y que, de paso, me demostró que muchos de mis compañeros de antaño, hoy hombres de pro, daban carta de naturaleza al postulado de Charles Darwin- sino porque los temas que suelo tratar siempre han estado muy ignorados.

De las más de cien exposiciones que he organizado, prácticamente la totalidad ha estado relacionadas con el mundo de la literatura –tanto escrita como gráfica-, el cine, la televisión y distintos elementos de la cultura popular contemporánea. Sobra decir que, aún hoy en día, el mundo del cómic sigue siendo uno de los grandes desconocidos dentro de la sociedad actual, en parte por la cantidad de mentecatos que pretenden enarbolar la bandera del noveno arte cuando mejor se estuvieran callados. Al mundo del fandom le cargan frases lapidarias y tautologías de salón de té decimonónico cuando lo que le hace falta son personas serias, responsables y honestas, poco amigas de las evasiones y victorias mediáticas y zarandajas por el estilo.

Al mundo del fandom -al igual que a quienes presumen de defender el cine y la literatura de género, cuando lo único que hacen es promover los “ghettos” para el grupo de los colegas en vez de tratar de difundir aquello que les gusta- le vendría bien una guía de estilo que olvidara los modos y la maneras de antaño y se pusiera manos a la obra, dejando atrás el glamour que tanto gusta a los amantes de las alfombras de terciopelo.

Si se quiere dejar de ser los estigmatizados de turno –frekkie, en el argot- la única manera de lograrlo es educando a las personas y vendiendo el producto, no con tres pingos puestos en una pared y dos vitrinas montadas sin ningún gusto, sino con una idea clara de lo que se quiere hacer. Además, si no se explican –Y SE RAZONAN LAS COSAS- los visitantes que no conozcan lo que está allí expuesto se quedaran, en su mayoría, como estaban. O lo que es lo mismo, igual de ajenos e ignorantes ante lo que tienen delante de sus ojos. Y hacer una exposición, o todo un evento, sólo para las personas que disfrutan con el tema en cuestión es endogámico y una absoluta pérdida de tiempo.

Detesto todo lo que rodea al mal llamado “deporte rey”, pero no dejo de admirar su capacidad para vender lo mismo que vendían los emperadores romanos, pero sin necesidad de sangre y pan. Estaría bien que quienes se muestran ahora mismo como adalides del mundo del fandom en nuestro país –y yo no me incluyo, no solamente porque no viva en España, sino porque tengo claro que mi tiempo de hacer cosas en suelo patrio ya expiró- dejaran de mirarse el ombligo y se dieran cuenta que sus modos y sus maneras están estancados y no cumplen con el fin para el que estaban pensados.

Seguir con el postulado que dice que: “a una exposición no le hacen falta ni textos, ni una o varias personas que la atiendan” me resulta de un insultante que ganas me dan de llamar al Equipo A, a ver si ellos los meten en cintura. Hasta donde yo sé, primero, las exposiciones no hablan y, segundo, presuponer que todas las personas que acudan a una muestra tienen la misma falta de inquietudes intelectuales que quien la organiza y piensa que nadie va a querer leer, ni siquiera, una cartela de texto, roza una prepotencia ignorante, por parte de esa misma persona, que no le hace merecedor de ser considerado comisario de nada.

Sé, por experiencia, que muchos creen que una exposición es un “mira lo que tengo” y una forma de cobrar favores a empresas del ramo de la comunicación, además de un trampolín para futuros acuerdos comerciales. Cada cual es muy libre de generar réditos con su trabajo y me parece lícito hacerlo, siempre y cuando se respeten unos ciertos parámetros y, sobre todo, se respete al destinatario final; es decir, el visitante. De no hacerlo, todo el entramado es absurdo y la labor de difusión y formación se quedará, como suele ocurrir tanto en España como en otros lugares del mundo, en agua de borrajas y en una nueva oportunidad perdida para lograr dar a conocer un tema cualquiera.

No pretendo y llevo tiempo sin hacerlo, lograr un juicio unánime ante mi trabajo, dado que eso, además de imposible, tampoco me ayudaría a crecer como profesional. Muy distinto es que tener que soportar los desprecios de quienes, primero, se autodenominan defensores de algo y, a reglón seguido, desprecian tu trabajo, porque o no les gusta el tema o consideran que no hace falta explicar y/ o detallar las cosas allí expuestas ante el argumento ¿Quién se va a leer todo eso?

Ello parte, como ya dije anteriormente, de su incapacidad por ver más allá de sus narices, pero, créanme, basta salir de tú país para darte cuenta que las habas no son las mismas en todos sitios, aunque puedan saber igual.

El mismo día en el que inauguraba mi primera exposición en Helsinki, un airado –y un tanto torticero visitante, debo añadir- me criticó duramente porque no había podido encontrar ningún texto en la exposición. Su crítica, teñida de cierto resentimiento por no encontrar aquello que él quería ver o que no supo encontrar, era cierta. Al día siguiente la exposición contó con 165 cartelas de texto y una docena de textos mayores de una páginas, además de una carpeta con una veintena de textos para quien quisiera conocer más de cerca los temas allí expuestos.

¿Les parecen muchos?... Pues les puedo asegurar que no, porque fueron muchos los visitantes que se leyeron los textos, las cartelas y, luego, entraron en la página web o en la página de Facebook y continuaron leyendo los diferentes post que, durante dos meses y medio, se han ido incorporando hasta la finalización del evento. Y las más de 15.000 lecturas son una buena muestra de mis palabras, además de desbaratar el postulado de los petulantes que piensan que un visitante es incapaz de leerse un texto mientras acude a una exposición, dado que no tiene ni tiempo, ni ganas, tal y como me comentó un compañero de viaje, durante el último evento en el que trabajé en España.

Sea como fuere, ésta ha sido la primera vez que alguien me ha recriminado que en la exposición no hubiera ningún tipo de textos, tras más de veinte años ejerciendo de comisario de exposición y/o chico para todo, según sea el caso. Atrás quedan las arengas blogueras de quienes, como el pasado verano, me tacharon de todo por organizar una exposición con 16 paneles de texto y cierto rigor histórico, en vez de llenar las paredes con media docena de originales y dos vitrinas con sendas estatuas ultra-exclusivas, “divinas de la muerte ellas”.

Por extraño que parezca, resulta refrescante no estar tratando con una panda de ignorantes –aunque aquí también los hay, y de qué clase- y, por una vez, alguien te recrimine no hacer bien tu trabajo, esto es dar la mayor y mejor información posible y ser serio, riguroso y exhaustivo.

No obstante, sé que el equivocado soy yo y son los demás los que tienen la razón y siempre lo hacen todo, TODO bien… ¿O no es así?

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Empecé a leer cómics a la misma vez que aprendí  a leer y, desde entonces, no he parado de hacerlo. En todas estas décadas he leído cómics buenos, regulares y no tan buenos, pero siempre he creído que el lenguaje secuencial es la mejor -y más idónea- puerta de entrada para leer tanto letras como imágenes. Ahora leo más cómics digitales que físicos, pero el formato me sigue pareciendo igualmente válido y sigo considerando el cómic un arte.

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