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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

“Abusaron de mí con cinco años y ahora que he roto el silencio me tachan de loca”

Imagen de archivo.

Natalia G. Vargas

Las Palmas de Gran Canaria —

Nuria (nombre ficticio) sufrió abusos sexuales desde los cinco a los quince años por un hombre de su núcleo familiar. Durante diez años, ir al pueblo de sus abuelos en Gran Canaria era para ella un infierno, ya que su agresor vivía a pocos metros. El episodio que recuerda con más repulsa tuvo lugar un Día de Reyes. “Me obligó a ponerme mi muñeca nueva debajo del brazo y a masturbarle. Luego me colocó un par de monedas en la mano y me dijo que no podía contárselo a nadie”. El miedo a destruir su familia y los chantajes de su agresor la obligaron a callar durante 34 años, guardando para sí misma las secuelas de las agresiones: trastorno obsesivo compulsivo, ansiedad, depresión, ideas de suicidio, instintos violentos, y sobreprotección hacia su hija pequeña. Secuelas que rebrotan cada vez que se somete en su trabajo a la autoridad de un hombre mayor que ella.

Una reunión familiar la empujó a romper el silencio con 49 años. La hija pequeña de una de sus primas desapareció durante un rato y tiempo después la encontraron en el coche con el pederasta que destruyó su infancia y que ahora tiene 70 años. “Mi caso ya está prescrito, pero mi objetivo es que ninguna niña más sufra lo que yo pasé”, afirma Nuria, que interpuso una denuncia a través de la Unidad de Atención a la Familia y a la Mujer (UFAM). Hablar le ha costado el desprecio familiar. Solo su madre, su hermana, su marido y su hija la creen. El resto la tacha de “loca”. 

El primer cuadro de ansiedad apareció con 18 años. Un desencuentro con su jefe fue el detonante para que surgieran sentimientos de miedo, fobias e ideas de suicidio. “Ya había pensado incluso en la manera de hacerlo”, recuerda, pero decidió pedir ayuda. Abandonó su trabajo y sus estudios porque su salud mental no le permitía continuar con su rutina. Fue derivada a la Unidad de Salud Mental y acudía a terapia cada semana, aunque aún no era capaz de contar que fue víctima de abusos sexuales en su niñez. Sin embargo, la psicóloga que la atendió insistía en que estaba segura de que le faltaba una pieza de su historia.

Un año más tarde logró sobreponerse y se incorporó a un nuevo empleo, en el que las relaciones con su jefe no eran buenas. “Me trataba con desprecio y con rechazo, y eso me generaba tal angustia que recaí”, afirma. En esta ocasión, sus intenciones autolíticas se transformaron en instintos violentos hacia niñas pequeñas y en una fuerte sobreprotección hacia su propia hija. “No la dejaba salir al cine con sus amigas, teníamos grandes discusiones, por lo que la psicóloga me recomendó que durante un tiempo las decisiones sobre ella las tomara su padre y no yo”, detalla. La baja que le correspondía era de un máximo de un año prorrogado a seis meses. Cumplido el plazo, y a pesar de que los expedientes recogían su mal estado de salud mental, recibió el alta. “Estar mal físicamente está reconocido, pero si por fuera estás bien y por dentro no, a nadie le importa”, valora. 

Pero los profesionales no la dejaron sola, y remitieron a su médico de cabecera un informe de urgencia para que siguiera recibiendo atención a través del Servicio Canario de Salud. Entre los ejercicios terapéuticos que realizó figuran dos cartas que no llegaron a sus destinatarios: una era para su hija y otra para el agresor. En la primera, Nuria pidió perdón a su niña por sus actitudes y le recordó lo importante que era para ella. La segunda fue más difícil de escribir. “No era  capaz, pero la concluí pidiendo que ojalá se pudriera en la cárcel”, señala. En su caso, el delito ya está prescrito, ya que tiene 49 años y el período máximo son cinco años después de que la superviviente cumpla los 30. “Creo que no deberían prescribir nunca, ya que esperar a comprobar que la persona sigue actuando implica que haya otras víctimas”, considera. 

Comprobar en una reunión familiar que el pederasta seguía agrediendo a menores la empujó a denunciar. En este caso, se trataba de la hija de su prima. “Estaban todos los niños jugando y ella desapareció. Después la encontraron con él en un coche”, recuerda. Al ser él un pilar importante y de confianza en la familia, nadie le dio importancia, pero Nuria sabía lo que estaba ocurriendo: “De mí nunca abusó en el vehículo,  pero sí en el baño de su negocio”. 

Con ayuda de la psicóloga, decidió contárselo a su prima, que reconoció que la menor había tenido comportamientos “extraños” en los últimos meses, como orinarse en la cama. Las mismas secuelas que arrastró Nuria durante su adolescencia. Después, la superviviente interpuso una denuncia ante las autoridades a través de la Unidad de Familia y Mujer (UFAM). En la comisaría, le explicaron que el padre del agresor había estado encarcelado por violación. Según Nuria, lo peor vino después, ya que los agentes comenzaron a hacer sus diligencias para cazar al pederasta “en activo” y a contactar con toda la familia, incluso con él mismo. “Desde que denuncié puse rejas en mis ventanas, no dejo nunca la puerta de casa abierta y siempre tengo miedo a que me persigan”, reconoce. Este miedo también explica por qué Nuria prefiere preservar su anonimato. 

Poco a poco, todo el entorno familiar se enteró de lo que le había ocurrido. Incluso una mujer cercana se puso en contacto con Nuria por redes sociales para confirmarle que ella, con ocho años, también había sido víctima del mismo agresor en su coche, un caso que también está prescrito. “No estás sola [...] No puedo olvidar lo que me ocurrió, llevo muchos años con crisis de pánico y depresión. Saldrá todo a relucir. Gracias por tu valentía”, reza el mensaje. 

El perfil de Facebook del agresor llamó la atención de Nuria y de los agentes, ya que ocultaba su rostro y tenía un listado de más de 500 amigos, “casi todos niñas con el velo propio de la religión musulmana”. Unas huellas que los hijos del pederasta se encargaron de borrar una vez interpuesta la denuncia. En esta línea, cuando contactaron con la prima de la superviviente, negó que su hija hubiera aparecido en el coche con el agresor.

“La presión de la familia es muy fuerte, sobre todo de los hijos y la pareja del agresor. Cuando se enteraron de que había denunciado lo que sufrí me tacharon de loca, insistiendo en que me lo había inventado todo. Solo mi hermana, mi madre, mi marido y mi hija se han quedado a mi lado, y muchos otros familiares no me saludan para que no los acusen de traidores”, explica. Aunque le duela, Nuria está tranquila, porque sabe que “ha salvado a esa niña”. “La presión social está encima de él, y aunque digan que no me creen, sé que están alerta”. 

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