América distópica

Manifestación en Nueva York tras la muerte de Floyd

Juan Manuel Bethencourt

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Las imágenes que estamos viendo estos días en Estados Unidos no resultan inéditas en la, pese a todo, convulsa historia de la república libertaria devenida en superpotencia global. Se parecen mucho a las acaecidas hace poco más de medio siglo, en la previa de las elecciones presidenciales de 1968, que colocaron a Richard Nixon en la Casa Blanca, relevo de un Lyndon B. Johnson destruido por el desastre de Vietnam, incapaz siquiera de competir por un nuevo mandato. Aquello ocurrió por la confluencia entre dos conflictos, uno provocado en el exterior, el citado conflicto armado de Vietnam, y otro interno, el combate por los derechos civiles que trajo algunos momentos luminosos (la protesta en el puente de Selma en 1965 es el más claro) y otros trágicos, como el asesinato de Martin Luther King en Memphis, abril de 1968. Lo que vino después fue una sucesión de altercados cuyo epicentro fue la Convención del Partido Demócrata en Chicago, magistralmente retratada en las crónicas de Norman Mailer. El veredicto ciudadano fue muy claro: el americano medio, sobre todo si es blanco, religioso y amigo de las armas, consideró que los republicanos son mejores garantes del orden público, y desde entonces cualquier presidente o gobernador demócrata es tachado de blando a la hora de abordar tanto disturbios interiores como episodios armados en el exterior.

Todo esto es clave para entender la estrategia dialéctica de Donald Trump ante las protestas por la muerte violenta de un ciudadano estadounidense, George Floyd, a manos de varios agentes de policía en Minneapolis. Trump sabe que presentarse como “el presidente de la ley y el orden” le beneficia electoralmente en una contienda electoral como la de noviembre próximo, en la convicción de que la oposición a su mandato y su estilo de gobierno es peligrosamente heterogénea: desde el centrismo programático de Barack Obama -un presidente simbólico por su raza y su discurso, pero moderado en la gestión- a una especie de neosocialismo muy activo en la población joven, pero tendente a la abstención si el candidato alternativo no le satisface (ejemplo claro, Joe Biden). Por el contrario, la base electoral de Trump se articula en torno a las grandes corporaciones, el conservadurismo social, un poderoso entramado mediático y un racismo soterrado en amplias franjas del país. Hacer pronósticos ahora sobre el desenlace de las presidenciales resulta, pues, tan prematuro como aventurado. Pero Donald Trump está claramente en la pelea.

En estos tiempos formateados por el contenido de las series que triunfan en las plataformas de streaming se ha vuelto a poner de moda el concepto de distopía, referido, en no pocas ocasiones, a la historia política de los Estados Unidos como lo que también es, el gran agente cultural del planeta. Por eso es normal que recurramos al mismo al contemplar escenas de violencia callejera y represión coincidentes, además, con una pandemia global que también ha reventado el tejido sanitario de un país que suma más de 100.000 muertos. Pero todo esto ya lo hemos visto en el pasado, en los disturbios raciales que se repiten con virulencia variable cada cierto tiempo, porque la esclavitud y su derivada, el racismo latente en buena parte del tejido social, es el pecado original de la democracia americana. Ahora es Trump quien coquetea con la categoría distópica al plantear la utilización del Ejército como herramienta para combatir la revuelta actual, es decir, utilizando a la máquina de guerra más poderosa de todos los tiempos contra su propia población. Esto carece de precedentes en la democracia americana salvedad hecha de la Guerra de Secesión en 1860, y además se trata de un ejercicio legalmente restringido (Ley Posse Comitatus de 1878), que Trump trata de sortear apelando a una norma anterior, la Ley de Insurrección de 1807. Sin duda tenía razón Benjamin Franklin, precursor de los padres fundadores de EEUU, cuando dejó escrito que el mayor enemigo de la futura república sería no un enemigo exterior, sino la propia tentación autoritaria del Gobierno. “Un príncipe cuyo carácter está marcado por todos los actos que definen a un tirano no es apto para ser el gobernador de un pueblo libre”. Profético aquel gigante, Thomas Jefferson.

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