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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

Match

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Leandro Betancor Fajardo

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Hasta ese momento eran dos desconocidos que se sabían hechos el uno para el otro.

La certeza no era pura intuición. Se habían estado escribiendo durante los últimos dos meses a través de una de esas aplicaciones hechas para buscar pareja, especialmente ideada para gente muy tímida, casi sociópatas. Sin embargo habían encajado, según dicha aplicación, con un 99% de compatibilidad.

Vivían en pueblos diferentes aunque no muy distanciados. En un lugar donde los trenes pasaban cada mucho tiempo no era fácil arreglar un encuentro en invierno, pero hoy, primer día sin nieve, era el día que acordaron para verse en la ciudad.

Ella sabía que él trabajaba con su padre, el único relojero de la zona. Sus pequeñas manos eran idóneas para manejar las diminutas partes del mecanismo de los relojes que llegaban al taller. “Siempre habrá relojes que se averían”, le repetía su padre. Escuchaba la radio a todas horas y tenía dos gatos, Dante y Beatriz, a los que adoraba. También leía a Kierkegaard. 

Él sabía que ella era cuidadora en la guardería de su barrio. Sólo con los niños podía disimular su excesiva y paralizante timidez. Vivía sola, también con un gato y una tortuga que, según le contó en su tercer correo, se llevaban muy bien a pesar de que Rufus, el gato, pateaba en ocasiones a Centella, la tortuga. Pero era un juego para ellos. Coleccionaba billetes de 5 de cualquier país que conseguía a través de la red y pagaba por ellos un equivalente, como mínimo, a dos veces su valor real, por eso de los gastos de envío. 

Gustaba de hacer collages con los catálogos comerciales que llegaban a su buzón y tenía unos cuantos pegados con imanes en la puerta de la nevera. 

Vivían su soledad como quien busca y rebusca algo en un bolsillo vacío y siempre sacando nada.

Sabían mucho más el uno de la otra y viceversa y sólo había una cosa que ambos ignoraban del otro, ese 1% restante que les alejaba sólo unos centímetros del 100%.

Habían convenido no enviarse fotos y esperaban reconocerse con sólo mirarse. Y así fue. Pero todavía tardaron más de diez minutos en volver a mirarse. Cada uno en una mesa distinta. 

Distantes. 

Ella reconoció inmediatamente su 1%: ese cigarro. Él lo descubriría una hora después, al pedir la cuenta.

Pero ninguno de esos dos 1% impidió que once minutos después de esta foto superaran la parálisis y la vergüenza y se sentaran juntos en otra mesa, ya dentro. Empezaba a caer la noche y a levantarse rasca.

Una hora después y tras pagar ella los cafés con billetes de cinco, decidieron ir a cenar y continuar, quién sabe, si sólo la noche…

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