Siete de once (miércoles)

Foto intramuros.

Román Delgado

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No sé si son conscientes pero, a lo tonto, lo tonto, ya estamos a solo cuatro días del primer gran reto. Nuestro unívoco calendario ha dejado caer el número siete de sus once guarismos y todo se empieza a ver más cerca. Tenemos el primer objetivo al alcance de la mano. En breve, a varios cerrar y abrir de ojos, subiremos al podio para recibir la medalla de oro al mérito por el aguante en esta primera cuarentena. Ya estoy celebrando el éxito y sé que aún nos queda una segunda parte exactamente igual, con sus días calcados y sus mismas esperas indeseadas. Lo sé, pero es lo que toca. “No quieres potaje de verdura, pues toma dos platos”. ¡Y a joderse…! Eso vociferaba mi madre en aquella adolescencia lejana, aunque siempre me perdonaba. Por cierto, ¡feliz cumpleaños, doña Evelia!

El chollo del barranco se me ha acabado del todo. Eso creo… Ya no sé nada de los que por allí pululaban. Nada de nada. No asoman, no se les ve. El barranco, que ya era un desierto en toda regla, ha vuelto a ese mismo estado de desidia. La lluvia apenas lo reanimó. Todo se pone cada vez más difícil (o fácil) encerrado en el undécimo y se entiende que con evolución a más llevadero al otro lado del confinamiento, en el mismo frente de atención. Es solo un deseo.

En mis intentos de asomarme al lago anclado a la base de la cascada, al lecho de la cuenca y a las paredes verticales que la erosión ha dejado como huellas de la historia geológica, hoy me tropecé con un señor y su mochila bien colocada a la espalda, hablando por teléfono pausada y entretenidamente, y él, a gustito, sin prisa alguna y bien arregladito, también sin perro, cruzó el nuevo puente peatonal del barranco de Santos desde el estadio hacia Duggi. Lo hizo como si la cosa no fuera con él. No tenía pinta de que viniera de comprar, y lo digo sin saber lo que llevaba en su bolsa trasera de marca. Sus maneras eran de no haber trabajado en la vida, o quizá solo un poco. Él caminaba con su enorme barriga a la vista desde lo más alto, tan hermoso y tan tranquilo: tan poco vertical.

Creo que su travesía la pudo hacer sin percance alguno, sobre todo hasta que le perdí la pista, justo en la esquina sur de mi edificio, donde está el undécimo; que sí, en el barrio de Duggi. Luego ya dejé de controlarlo. Sí les digo que me lo ponen en una ronda de reconocimiento de esas que coloca la policía y sería incapaz de identificarlo, salvo que me eleven hacia el cielo y lo vea de arriba abajo y en ese momento despunte aquella barriga tan picuda. Por ahí si lo hubiera sacado con el cien por cien de posibilidades de acierto. Pero esto no va a ocurrir, como tantas otras cosas en estas tardes de pausa obligada, de burla a la cortedad del tiempo, de ausencia y soledad, deseada, no deseada, de frustración acompañada de responsabilidad necesaria.

Esa persona que caminaba por las tierras del barranco desde el Heliodoro hasta al menos el barrio de Duggi y que yo sería capaz de identificar en un estadio repleto de gente si me ponen a mirar desde un helicóptero hacia el césped…, esa persona no es el maquinista de la pica-pica. Esto no se lo esperaban. Lo entiendo. No tenía ningún sentido que lo fuera; hubiera sido una barbaridad injustificada, algo al margen de cualquier guión razonable. Hubiera sido una auténtica locura. Ese panzudo que vi hoy solo podía ser el maquinista de la pica-pica por la barrigota que produce estar sentado en esa especie de tractor. Solo por eso, que pinta de perras de vino no tenía ni podía desarrollarlas. Tampoco lo veo podando la viña.

En fin, que solo me interesó aquella persona en metros a la redonda porque en el momento de la observación no pude identificar a nadie más. Increíble pero cierto. La calle está despoblada, limpia de todo menos de naturaleza, la que ahora coloniza los espacios antropizados y se termina vengado a su manera.

Al señor que cruzó el barranco por el puente de diseño, solo pensé hacerle una broma. Algo más: planeé hacerle una gran putada; darle un susto de muerte. ¿Cómo…? Muy fácil. Cuando lo vi caer por el Viera y Clavijo arruinado hacia el puente, me dije que esta era la mía y que lo iba a esperar en la esquina del edificio. Ahí, justo ahí, y en el momento preciso, en el instante mejor acompasado, se le hubiese aparecido este que escribe, como ya lo hice, esa vez sin querer, con la joven y su perro junto a los contenedores. El susto que se hubiera llevado ese hombre, que paseaba tan entretenido y hablando por teléfono, tan a su rollo, tenía toda la pinta de conducirlo al síncope. Por eso al final desistí y me quedé quieto en casa.

Es verdad que tampoco me dejan salir de casa con esa excusa, aunque la acción se pudo haber dibujado como un accidente al ir por el otro lado a dejar la basura. Los residuos, quise decir, siempre separados arriba y siempre depositados en sus envases de colores abajo. Todo esto lo pensé, pero no tuve la fortaleza ni la maldad suficiente para ejecutar el plan. Olvidé al momento a ese señor de pipa tan grande, hasta llegar a estas páginas cuando eran solo blanco.

Ufff… ¿Cómo lo llevan…? Yo bien, bien, bastante bien, mejor que lo que pensaba, tan bien que no me acuerdo de terrazas ni solomillos ni citas con los amigos, es todo tan estupendo que hasta duermo como si estuviera cansado, tan fácil todo que ni me da por el vino, todo el día agua, tan, tan maravillosamente bien que hasta sorprendido estoy de que en las últimas veinticuatro horas no haya salido a la calle, tan bien que me miro al espejo y me echo a reír, estoy tan bien y tan relajado que mi barba crece y crece. Esta justo es la prueba de que estoy aburrido y cansado.

Hasta que lleguen nuevas noticias del maquinista solo puedo reportar en este siete de once de la primera cuarentena, 25 de marzo de 2020, que me he quedado sin personajes, que en las cuevas solo veo que ondean las banderas al son de la brisa catabática y que la piscina, el acantilado y el hotel de ahí no se mueven. Estos tres elementos conforman hoy una acuarela hiperrealista. Ahí les puedo asegurar que no pasa nada.

Esta tarde solo me consuela que la vecina de enfrente, la del duodécimo en el edificio gemelo, sigue caminando y caminando en su azotea-terraza mal aprovechada. No sé si contará sus pasos, pero con lo que lleva galopado ya podría haberse escapado al Monte del Agua, un lugar al que yo siempre iría. Estoy quemado y no es del sol, como se decía cuando era pibe.

Sobre la señora del duodécimo solo puedo añadir que es la única que camina en esa casa y que, si esto se alarga mucho mucho, no me extrañaría verla un día haciendo rápel. Todo se andará, nunca mejor dicho. En poco tiempo regresa el momento de los aplausos, cada vez más sonoros, o eso me parece a mí. Estoy entusiasmado porque en nada se pone fin a la primera cuarentena y con ello cuelgo la pluma. Eso preveo.

Hay días en que uno no está para nada, y este es de esos. Hoy me levanté con una magua de dimensiones extremas, pero he calentado en la banda y al final he salido a la cancha con balance de dos asistencias, un penalti bien tirado y bien metido y oleada de aplausos. No suele ocurrirme y no sé si esto aventura que mañana, jueves 26 de marzo de 2020, el ocho de once, igual resulta ser un gran día.

Todo se andará, que le viene al pelo a la vecina del duodécimo, o vamos a vere, que igual sería la expresión de mi gran amigo con buen vino nacido y criado en La Victoria, ese personaje que no hay que inventar porque seguro ya existe.

Sean felices y aplaudan mucho, y que la energía salga a la calle en forma de cariño para toda esa gente que está en el frente de la batalla hoy más solidaria y ejemplar.

Ganas de echar una perra de vino, coño. Siempre ganas. Es lo único que no se me quita de la cabeza.

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