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El último aplauso

a

Indra Kishinchand López

Los desconsolados se reconocen a sí mismos.

Arundhati Roy

Durante una entrevista con Andreu Buenafuente, Alejandro Jodorowsky relata una de sus reuniones con Dalí. Su propósito era dirigir al pintor y que este representara el papel de emperador loco de la galaxia en una película. Durante la charla, Dalí le contó que cuando él era joven iba con Picasso a la playa en coche, descendía a la arena y siempre encontraba un reloj. “¿Usted ha encontrado algún reloj?”, le preguntó a Jodorowsky. El escritor pensó que si le decía que había encontrado muchos relojes sería un pretencioso, pero si le confesaba que no había encontrado ninguno, quedaría como un pobre diablo. Así fue como se fraguó su respuesta: “Mire, nunca he encontrado un reloj, pero he perdido muchísimos”.

Si se trata de confesiones, yo nunca he encontrado un reloj, ni tampoco lo he perdido. Pero he roto infinidad de ellos. Supongo que por la rareza de hallar un objeto que encierre todo lo que queremos tener. Tiempo para viajar, tiempo para vivir, tiempo para existir. Contar las horas que se trabaja y no dejar de contar el tiempo que se disfruta es casi un insulto para quienes no lo tienen; ni eso ni vida que disfrutar.

Si se trata de revelar lo que se hace mal o lo que no se hace, no solo he roto relojes. Lo que aterriza en mí acaba rompiéndose en mil pedazos sin delicadeza. Como si mi nula habilidad para mantener la inocencia con los años se reflejara también en mi cuerpo. Como si en mis manos resbalaran los cuerpos ausentes para esparcirse en la tierra y no crecer más; ni con la misma fuerza ni con el mismo ímpetu, sino con unas ganas que no se encuentran a ellas mismas.

Cuando hablamos de errores me veo envuelta en pleno misterio. Qué raro y qué natural a la vez ser lo que uno es sin saber bien cómo se proyecta, cómo se mueve, cómo habla. ¿Y si nadie es quien es por no verse como los demás? ¿Y si nadie sabe cómo es el otro por no vivir en el interior de la personas que tiene enfrente? El reto está en mirarse en cada palabra y reconocerse como el propio cuerpo aún cuando los cuchillos cortan de raíz toda esperanza.

Yo nunca he perdido un reloj. Ni lo he encontrado. Sé que los he roto, pero tampoco lo recuerdo. No sé si acabaron por agotarse de tanto futuro o es que ya no querían cargar con el peso de un ayer cada vez más vacío. Ahora solo cuelgo agujas en todas las paredes y las dejo fuera de mi dormitorio cada vez que me voy a dormir. Así todas las mañanas tengo un sitio al que volver del que mi recuerdo es prácticamente inexistente y frágil. Un pasado que no será dueño de ningún mañana y que me acoge cobarde y silencioso.

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