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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El invierno esmerilado: cuando hubo minas en los Picos de Europa

Alfredo Dávila trabaja en la mina 19 de junio desde hace 16 años. (Lydia Molina)

Marcos Pereda

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No hace mucho tiempo leí (no tengo muy claro dónde, así que deben disculparme la ausencia de cita) que la carretera del Desfiladero de La Hermida era una de las más espectaculares del mundo. Allí aparecían imágenes epatantes del esófago galdosiano que bien justificaban tal elección. Imágenes de esas, por cierto, que suelen gustar más a domingueros y turistas urbanitas que a los que viven en la zona, que son quienes deben lidiar con el trayecto cada día, pero esa es otra historia.

Porque de Historia, precisamente, va hoy la cosa. Y es que parte del origen de esta vía de comunicación está en uno de esos recuerdos casi olvidados pero que no hace mucho tiempo formaban parte de la vida de miles de personas. Más aun: eran su vida. Hablamos de las minas en los Picos de Europa.

A lo mejor en la actualidad es algo casi ignorado, pero los Picos de Europa fueron un prolífico yacimiento minero durante siglos. Prácticamente una joya escondida bajo la áspera roca de la superficie, una que se fue vaciando, poco a poco, durante cientos de años. Dejando, por cierto, huellas que aun se pueden contemplar en el paisaje de Cantabria: entradas a minas derrumbadas, edificios abandonados, grietas que surgen aquí y allá (en el año 2013 la Revista Desnivel, la más prestigiosa entre las de informaciones de montaña en castellano, titulaba un reportaje “Caer en una mina abandonada: un riesgo evidente en los Picos de Europa”). Incluso, de forma más dramática, la desaparición de lo que antaño fue el lago más grande de Cantabria, el Lago de Ándara, que literalmente se fue por el desagüe debido a la actividad de algunas sociedades mineras (específicamente la empresa Minas de Mazarrasa) a principios del siglo XX. Por cierto, hoy en día se intenta que este espacio retorne a su antigua naturaleza… pero de eso hablaremos en otra ocasión.

Minas de Mazarrasa… por algunos de los pueblos altos de Liébana aun resuenan los antiguos nombres de las grandes compañías que dieron trabajo en la zona a muchos de sus vecinos (más de mil personas estuvieron dedicadas a la extracción minera en los momentos de mayor apogeo de la actividad), trayendo riqueza, y también un trabajo duro e ingrato, a las gentes del lugar. Seguramente la empresa más recordada sea la Sociedad de Minas La Providencia (paseen, paseen por esos pueblos altos y pregunten por ella), que aparecía con explotaciones aquí y allá y adquiriría la forma de esas empresas paternalistas tan afines al principio del siglo XX, que se ocupaban de proporcionar alojamientos, ocio e incluso educación a sus obreros. Así, quienes acudían a excavar a las minas de Las Manforas, o al Canal de Vidrio, a El Duje, Fuente Dé, Lloroza o Liordes se encontraban allí con poblados casi de película, con barracones, cantinas, capillas y todo lo necesario para poder pasar largos períodos de tiempo aislados.

Porque la mayoría de los mineros vivían allí, junto a la boca que traspasaban cada mañana para mancharse de la cabeza a los pies y rezar por no quedarse atrapados por siempre entre aquellas angostas grutas. Espacios aislados de los pueblos, en lugares difícilmente accesibles. Campañas, sobre todo, estacionales, duras, intensas. Un hogar lejos del hogar. Otra familia lejos de la familia propia.

Desde al menos la Edad Moderna sabemos de la existencia de minas en los Picos de Europa. Yacimientos de oro y plata, nos dicen los documentos, aunque seguramente el metal áureo fuese pirita, muy similar al ojo. Contratos de explotación que hallamos aquí y allá, sobre todo para herrerías de tamaño mediano en las Asturias de Santillana y Liébana. Y el gran cambio, en el siglo XIX. Cuando, casualmente o no, aparecen por los Picos de Europa algunos turistas extranjeros dispuestos a explorar aquellos lugares. Gente vinculada a empresas mineras de capital europeo. Inglesas, belgas. Por allí pasan Saint Saud, o Gadow, u otros. Lean, lean sus historias, merece la pena ver el impacto que el interior montañoso ejercía sobre aquellos cosmopolitas educados en una sociedad casi postindustrial. Pero decíamos que en ese instante todo cambia. Porque se descubre otro mineral en Picos de Europa. El zinc.

Y entonces, al olor de ese tesoro, se multiplicaron las excavaciones. Las más importantes llegaban, como dijimos, de la Sociedad de Minas La Providencia, que sacaba el mineral a través de la ría de Tina Mayor. El problema era que para llegar hasta allí había que bajar por un espacio agreste, casi inhumano, que estrangulaba al Deva sin dejarlo respirar. Se hicieron pruebas para bajar el mineral en lanchas, pero éstas se hacían astillas en el tramo del Desfiladero. Así que la compañía ayudó a hacer la actual carretera. Primero se realizó el tramo en el que estaba más interesada: entre La Hermida y el Puente de Estragüeña. Decir que esta vía fue avanzando a rebufo de las necesidades mineras en Picos de Europa no es, en modo alguno, una exageración…

El momento álgido de la actividad minera en los Picos de Europa fue durante la Primera Guerra Mundial, cuando los productores de armas de todo el continente compraban a un precio altísimo cuanto zinc se pudiera obtener. A partir de ahí, una decadencia sostenida, casi dramática en sus últimos años, hasta el cierre definitivo de las mismas en 1989. Entre medias el subsuelo de la zona quedó completamente estragado: de las 600.000 toneladas de mineral que se calcula existían en las montañas actualmente solamente quedan 50.000.

Pero, sobre todo, quedan recuerdos. Físicos, como los antiguos barracones que se alzan fantasmagóricos cuando uno mira aquí y allá en parajes donde pareciera que solo pueden existir cielo y piedra. Bocas casi cegadas, bostezos neblinosos y desasosegantes que se hunden en lo telúrico, que se retuercen, se cimbrean, se pierden más allá del mirar. Y, sobre todo, recuerdos en la memoria común de los pueblos. De nevadas tempranas que dejaban a cientos de personas aisladas, amparadas tan solo en el silencio de un montaña que, a veces, se ponía caprichosa y devenía en cruel. Recuerdos de la doble actividad, de la mina y las vacas, en sitios donde ya cerraron las minas y cada vez hay menos ganado. Recuerdos de un momento en el que, sí, de las montañas imponentes y aisladoras se obtenían pequeñas joyas en forma de piedras blancas con tonos azules, muy brillantes, que luego salían en barcos a todo el continente y dejaban tras de sí un eco esmerilado de riqueza y también, a veces, dolor.

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