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Las Salesas

—Y a este ¿dónde lo metemos? —pregunta el funcionario.

—Ponlo con el viejo — contesta su jefe, guardando en una bolsa mi cinturón y los cordones de mis zapatos. Poco después el primer funcionario cierra una reja a mi espalda, dejándome en una celda en compañía de un anciano trajeado, de aspecto respetable.

—Buenos días —digo, aprovechando cobardemente que es por la mañana, sin estar muy seguro de cuál es la etiqueta aplicable a la situación. El anciano devuelve el saludo. A partir de ahí nos vamos apañando para que la conversación avance, aunque a trompicones. El hombre está muy dispuesto a charlar: le gusta la música, conoció al maestro Guerrero, al que admiraba mucho…

La fluidez acostumbra mejorar cuando se establece cierta intimidad entre recién conocidos. Y para lograrlo no hay nada mejor que las preguntas directas:

—Oiga, y usted ¿por qué está aquí?

Con expresión contrita:

—Yo, es que le pegué dos tiros a la hermana de Carrero.

¡La virgen! ¡Me han encerrado con un paisano que le ha disparado a la hermana del presidente del Gobierno! Y no un presidente de Gobierno cualquiera, no, ¡el almirante Carrero Blanco, nada menos! Menos mal que está desarmado y tampoco lleva corbata, cinturón ni cordones en los zapatos.

Obviamente, ahora está autorizado a devolverme la pregunta. Le cuento que me han detenido porque encontraron unos papeles en mi casa.

—Y ¿de qué ideología eran esos papeles?

—Pues… un poco comunistas —respondo: asesino o no, el anciano tiene toda la pinta de una persona de orden, a quien probablemente los comunistas no le caigan bien. Igual suavizándolo un poco…

—Lo persiguen mucho ahora, eso de las ideologías. Ah, los comunistas… los rusos. A mí me caen muy bien los rusos. Fíjese si me caen bien que si no fuera porque no creen en Dios, yo… ¡me hacía ruso! ¡Vamos, hombre! ¡Mira que no creer en Dios! ¡Habiéndole visto yo, como le he visto!

—¿Usted ha visto a Dios? —le pregunto, con una admiración fingida solo a medias: quién sabe el tiempo que me queda de compartir residencia con este señor, vamos a aprovecharlo y quizá me entere de cosas desconocidas.

Me enteré, ya lo creo. Había visto a Dios dos veces, que me describió detalladamente. Tuvo tiempo de hablar de eso,  de Manuel de Falla, de cómo hacía caldo con pastillas compradas en el supermercado y filtraba el producto: a veces había trozos de hueso…

Un par de veces la conversación se interrumpió porque traían algún compañero. Para entonces, yo ya estaba cómodo y hacía las presentaciones, muy formal:

—Mira, Maté, este señor le ha pegado dos tiros a la hermana de Carrero Blanco.

Maté pegaba un bote, y el señor volvía a poner su cara de contrición.

—En la cárcel se convierte mucha gente —reflexionaba, imaginando su futuro inmediato—. Quién sabe, igual Dios ha querido que hiciera esto para que convierta presos a la religión verdadera.

En fin, tuvo tiempo hasta de contarnos cómo le había disparado a la hermana de Carrero Blanco. Vivían en pisos enfrentados de la misma planta, en la Avenida Reina Victoria, una zona cara de Madrid. Según él, su vecina era del Opus, y maquinaba con el resto de la Obra echarlo de su piso para quedárselo. De día y de noche había agentes del Opus rondando su casa. Él, que era cazador aficionado, tenía una escopeta. En previsión de que un día tuviera que defenderse de doña Dolores Carrero y sus secuaces, había cargado algunos cartuchos con sal, de modo que no causaran mayor daño.

Una mañana oyó salir a su vecina al rellano, diciéndole a su hija algo sobre «ese viejo de mierda», lo que obviamente se refería a él. Perdió los estribos, fue corriendo al armario de la escopeta, ahí estaban en primera línea los cartuchos cargados con sal, pero los tiró de un manotazo y cargó los de perdigones, salió al rellano donde la vecina estaba a punto de entrar al ascensor, se echó la escopeta a la cara y ¡pum! ¡pum! descargó los dos cañones contra ella…

Volvió a entrar en casa hasta que lo sacó un policía que se conoce pasaba por allí y le avisaron los vecinos. Lo obligó a caminar delante de él a punta de pistola hasta la comisaría («Porque no sabía quién era yo; en cuanto se lo dijeron se acercó a disculparse»).

Vinieron a la celda a buscarlo. Se despidió de nosotros dándonos la mano uno por uno (por entonces ya éramos cuatro allí dentro), recogió un filete que había guardado de la comida sobre la estantería metálica, lo enrolló, se lo metió en el bolsillo de la americana y se lo llevaron, nadie dijo adónde.

No supe más de él, salvo por la prensa días más tarde, que relataba el suceso con su nombre completo: Pedro Campos Cea. La hermana de Carrero fue por su propio pie al hospital, dice la nota del ABC del 22 de junio de 1973, donde le extrajeron decenas de perdigones que habían penetrado superficialmente: debió agradecer muchas veces que su vecino no practicara la caza mayor.

Poco más de un año después, el juzgado de primera instancia número 2 de Madrid dicta sentencia sobre una demanda de doña Dolores Carrero Blanco, mayor de edad, sin profesión especial, contra «todos los demandados incomparecidos en autos y declarados en rebeldía», a los que obliga a pagarle a la demandante 300.000 pesetas. Los demandados son «los ignorados herederos de don Pedro Campos Cea».

Y no queda, que yo sepa, otro recuerdo de su paso por este mundo.

—Y a este ¿dónde lo metemos? —pregunta el funcionario.

—Ponlo con el viejo — contesta su jefe, guardando en una bolsa mi cinturón y los cordones de mis zapatos. Poco después el primer funcionario cierra una reja a mi espalda, dejándome en una celda en compañía de un anciano trajeado, de aspecto respetable.