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Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Tótem

Silo del Puerto de Santander en 1969.

José Antonio Machín

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Los talibanes están derribando mi buda de Bamiyán: bajo ese silo jugué en los barrizales de semillas, agua y arena y compartí alguna que otra paliza con la belicosa mara del barrio. El faro de mi adolescencia, un enorme balcón a 53 metros de altura desde el que, siempre empapado por la lluvia, observaba los afanes de los vecinos: las mujeres de negro tendiendo la ropa: enormes bragas, faltriqueras aún con escamas, buzos manchados de gasoil… las mismas mujeres que rodeaban los charcos en escarpines con las pinzas en la boca. Porque entonces llovía siempre, en verano y en invierno, y la esperanza de que pudiésemos ir a la playa el día siguiente dependía de si la noche anterior el cielo estaba estrellado o no. Era difícil encontrar un lugar interior para jugar que no fuera el interior de uno mismo.

Junto al silo quedábamos los domingos por la mañana para ir “a la matiné” del Sotileza, un Cinema Paradiso en donde estábamos atentos a todo menos a la película: a los cascos de coca cola que lanzaban las pescateras contra la sábana que hacía de pantalla si no les gustaba lo que veían, a los bombardeos de bolsas de pipas y “refrescol” desde el gallinero contra el patio si se cortaba la peli… y todo rodeado de aquel olor acre mezcla de frutos secos y pescado podrido que hacía de ambientador natural.

Cuando acababa la película o nos echaba el Cachuli, yo solía ir al silo, que entonces me parecía mucho más alto, uno lo ve todo enorme en la niñez. Me preguntaba si alguien viviría dentro, imaginaba hombres con rostros de paloma asomados a las ventanas. Desde allí arriba distinguía la grúa que manejaba mi tío, a la que algunas noches atábamos los aparejos para pescar jargos, y el tren mercante al que los chavales solíamos subir para que nos llevase a la Tolva del Marítimo, en Puerto Chico.

Entonces se podía viajar a Nápoles solo con pasar al otro lado de la Avenida Sotileza: un paisaje nocturno de tinglados portuarios en el que de noche los carabineros miraban hacia otro lado cuando las parejas buscaban rincones para besarse o la tripulación de los mercantes se sacaba unos duros con el contrabando de tabaco. Esa zona de la ciudad no era ciudad, era un collage lleno de color y trasuntos en los que participaban guardias, estibadores, consignatarios, pescadores, paseantes con la colilla en el belfo y algún que otro traficante de asuntos ocultos.

Todo eso se acabó a mediados de los 80, cuando cerraron el acceso de los ciudadanos a los muelles, privándoles de su mejor pasatiempo a cambio de garantizar la seguridad del Puerto, exigencia de Europa. Años después, y por si fuera poco, han levantado vallas de cuatro metros para que no las escalen los albaneses que huyen de la miseria. Pero no hay barreras: las mafias siguen trabajando y cada semana una media de entre 20 y 30 pasajeros clandestinos logran entrar en espacio Schengen, los últimos tras hacer un butrón en un almacén del puerto.  

Él ha sido testigo de todas estas transformaciones en los últimos 50 años. Solo por eso deberían haberle perdonado la vida, pero en cuestión de ídolos, el Puerto no quiere rivales. Alfa hizo lo mismo en los últimos trece años con este silo, que jamás almacenó cemento: solamente lo compró para eliminar la competencia. Parte de la historia del barrio se va con él.

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