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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Ministerio de la Soledad

Sandra López Fernández - Profesora de Sociología de la UCLM

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Este espacio es bien aprovechado por mis colegas para hacerse eco desde una perspectiva sociológica de lo que acontece. Y eso mismo he intentado hacer yo, prometido. Sin embargo, no he sido capaz de hacerme el ánimo de escribir sobre vientres de alquiler, maestros budistas que besan a menores o de los efectos de esta emergencia climática que ha procesionado pasos cristianos a temperaturas infernales esta Semana Santa. Tampoco me atrevo con esa temática. Si me apuras, podría haber ondeado una bandera en pos de hacer frente a las obligaciones tributarias que algunas/os se niegan y negaron a cumplir, y ahora andan en un banquillo pendientes de resolución judicial. Y es que parece que olvidaron que, todavía (espero que siga siendo así) la sanidad y la educación, para muchos de nosotros/as, siguen siendo públicas. Y como no he sido capaz, pues utilizaré este medio para paliar los diferentes estados nerviosos a los que he sobrevivido en la últimas semanas.

Mi vecina tiene 87 años, se llama Encarna y le gustan los rollos de vino que compra los jueves en la panadería del barrio. A veces riega las plantas demasiado y el agua rebosante se precipita sobre mi balcón. Su marido falleció hace veinte años. Cada quince días se tinta ella sola el pelo y cuando la alcanzo en la escalera, observo la amalgama de tonalidades de un cogote pobre de pelo. Al llegar juntas a los últimos escalones, aprovecha siempre para encomendarme alguna tarea o regañarme por algo: mis pantalones, mis zapatillas o las prisas, a Encarna no le gustan las prisas.

El reciente periodo marcado en el santoral y festivo en toda España, lo he pasado peregrinando hacia una tesis doctoral. He estado recluida (y entretenida) con el periplo de una familia extensísima que vino, entre otras cosas, a pasar unos días en “casa de la abuela Encarna” (aunque si sumáramos el tiempo en horas, lo mismo no han pasado tanto). Al fin, el lunes en la mañana (tras un intenso domingo de resurrección entre tambores de plástico y trompetillas odiosas), escuché los ruedines de las maletas marchar por el empedrado de mi calle peatonal hacía la avenida principal, donde imagino (los hijos de Encarna) tendrían aparcados los SUV. He llegado a ver trece caras diferentes estos días y también dos carritos de bebé.

Ahora mientras escribo esto, solo escucho de fondo la radio y ni rastro de trompetillas. Parece que a Encarna no se le despertó arte musical alguno motivada por sus nietos. Ayer salí a última hora a dar un paseo, y esperé escuchar la puerta del primer piso para provocar un encontronazo con mi vecina. Cuando la adelantaba por la derecha me agarró del brazo, me mandó a por naranjas a la tienda del pakistaní, y al volver le dejé la compra en el portal: ella también estaba pendiente de mis pasos. Por un acuerdo tácito no nos timbramos, esperamos a encontrarnos. Abrió la puerta en el momento en que yo rescataba una naranja que tendía a suicidarse por el hueco de la escalera. Me miró y me contó que sus hijos habían dado solución a su soledad. El 1 de mayo (Día Internacional de los Trabajadores), una modista con más de treinta años de experiencia y madre de cuatro hijos, se irá a vivir a una Residencia de Mayores.

Un escenario “heterogéneo” y a veces “peligroso”

Este 2021, Japón dio la noticia de la puesta en marcha de un Ministerio de la Soledad (también está sobre la mesa en Francia o Alemania). El objetivo es lidiar con las situaciones de soledad que han tenido como resultado el registro de casi 21.000 suicidios. Entre sus programas y planes subrayan la necesidad de instaurar medidas para paliar la soledad como problemática en la población mayor de 65 años: por supuesto, mediante instituciones que les(nos) permitan compartir los últimos años de nuestra vida acompañadas/os. De todo esto, en España se encargan las autonomías por competencias delegadas, resultando un escenario estatal heterogéneo y (a veces) peligroso.

En España hay más de 5.500 residencias, el 70,5% de gestión privada. Castilla-La Mancha, según los datos de Envejecimiento en Red, no presenta diferente panorama. No sé dónde comenzará a vivir Encarna esta primavera, pero sí sé que tiene muchas posibilidades de hacerlo en algún centro construido “gracias a la colaboración público-privada”. Esta tendencia no es otro asunto que una venta al mejor postor de la gestión de las plazas residenciales. Los organismos públicos delegan esta competencia a cambio de un módico precio por plaza y día. Y este módico precio, sobre quienes tiene consecuencias directas e irreparables es sobre los propios mayores. A las pruebas me remito si se observan algunas autonomías que nos rodean.

Cuidado, si no queremos repetir los titulares de esto días en parte de la prensa madrileña con relación a la comida y servicios de cientos de usuarios residenciales. Igual, con un Ministerio de la Soledad, poniendo en el centro de veras a nuestros mayores, cabría la posibilidad de revisar los modelos privatizantes (en manos de Vitalia Home, DomusVi o Amavir entre otras) y apostar por sistemas que no permitieran, en detrimento de la calidad y bienestar, la búsqueda del beneficio. La soledad no desaparece al estar con mucha gente en una institución reglada, la soledad es algo mucho más fuerte, que apacigua su presencia cuando quienes nos rodean realmente nos cuidan, y para eso, son necesarios recursos materiales y humanos correctamente mantenidos y pagados. 

Este espacio es bien aprovechado por mis colegas para hacerse eco desde una perspectiva sociológica de lo que acontece. Y eso mismo he intentado hacer yo, prometido. Sin embargo, no he sido capaz de hacerme el ánimo de escribir sobre vientres de alquiler, maestros budistas que besan a menores o de los efectos de esta emergencia climática que ha procesionado pasos cristianos a temperaturas infernales esta Semana Santa. Tampoco me atrevo con esa temática. Si me apuras, podría haber ondeado una bandera en pos de hacer frente a las obligaciones tributarias que algunas/os se niegan y negaron a cumplir, y ahora andan en un banquillo pendientes de resolución judicial. Y es que parece que olvidaron que, todavía (espero que siga siendo así) la sanidad y la educación, para muchos de nosotros/as, siguen siendo públicas. Y como no he sido capaz, pues utilizaré este medio para paliar los diferentes estados nerviosos a los que he sobrevivido en la últimas semanas.

Mi vecina tiene 87 años, se llama Encarna y le gustan los rollos de vino que compra los jueves en la panadería del barrio. A veces riega las plantas demasiado y el agua rebosante se precipita sobre mi balcón. Su marido falleció hace veinte años. Cada quince días se tinta ella sola el pelo y cuando la alcanzo en la escalera, observo la amalgama de tonalidades de un cogote pobre de pelo. Al llegar juntas a los últimos escalones, aprovecha siempre para encomendarme alguna tarea o regañarme por algo: mis pantalones, mis zapatillas o las prisas, a Encarna no le gustan las prisas.