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Durante la mayor parte del siglo XX, Francia ha ejercido de abanderada europea en materia de reformas progresistas y consolidación del Estado del Bienestar. Sin embargo, y como le sucede a la mayoría de países de su entorno, desde la entrada en la crisis allá por 2007, el estado francés no levanta cabeza.
Buena prueba de ello es la sucesión de presidentes muy por debajo del nivel de su ciudadanía. Desde hace una década asistimos a una concatenación de gobiernos que viran desde la cuasi extrema derecha con Nicolás Sarkozy, pasando por la pseudo izquierda de François Hollande -que pasará a la historia como un mandatario gris, sin apenas iniciativa y cuya legislatura ha hecho pocos guiños sociales o ninguno-, hasta llegar a Macron que, sin apenas trayectoria política, se ha convertido en el presidente más joven de la historia del país.
Mucho ruido y pocas nueces para un hombre que, exceptuando la victoria que le ha otorgado su condición de ser “el menos malo” frente a Marine Le Pen, provoca una enorme incertidumbre y desconfianza. Solo hay que reflexionar sobre la realidad detrás de la exagerada euforia que supuso su triunfo electoral: sumados los votos prestados del resto de partidos democráticos, el nuevo presidente alcanzó tan “solo” el 66%, frente al 33% de Le Pen, que únicamente contaba con el voto de sus afines.
El resultado es preocupante si tenemos en cuenta que hace tan solo 15 años Le Pen padre fue barrido en segunda vuelta por el 82% de los votos que aglutinó Jacques Chirac, en lo que fue una contestación masiva de la ciudadanía francesa en contra del Frente Nacional. De ello se podría deducir que, fuera de su nicho de votantes, los franceses no confían especialmente en Macron. Aunque la realidad es que tampoco parecen hacerlo en ningún otro candidato.
Pero no es este el mayor motivo de alarma, si lo comparamos con el hecho de que el nuevo Ejecutivo que va a gobernar los próximos años es el resultado de una mezcolanza de principios, posicionamientos y políticos diversos, heterogéneos y en ocasiones ciertamente incompatibles, sobre los que va a ser muy difícil establecer un proyecto común.
De momento, La República en Marcha parece concentrar sus esfuerzos en contentar a la derecha liberal. A saber: en estas semanas el mandatario francés ha anunciado recortes en derechos laborales y sociales, un importante refuerzo de las medidas de seguridad del país como consecuencia de la alerta terrorista, sendos anuncios sobre medidas económicas de corte liberal (no es baladí que al frente del ministerio de Economía haya puesto a un político de la derecha francesa), y un rápido acercamiento a Alemania y a sus políticas de austeridad.
Ahora además, a punto de vencer la segunda vuelta de las legislativas este domingo, queda claro que el nuevo presidente tendrá manos libres para hacer lo que quiera al menos en la primera parte de la legislatura Esencialmente porque puede hacerlo, pero también porque el resto del mapa político se encuentra fuera de juego.
El Partido Socialista de Benoit Hamon no ha sabido lidiar con el profundo desgaste de la crisis y de un líder impopular como Hollande, lo que le ha llevado a la completa irrelevancia tras las elecciones de mayo. Melenchon por otra parte, supuso una bocanada de aire fresco en el panorama político, pero pronto ha dado muestras de querer reconducir su papel al de outsider del sistema, a sabiendas del confort ideológico que ello le reporta. Y en cuanto a Los Republicanos, tras los escándalos de corrupción familiar de Fillon, pocos esperaban que pudiese defender un resultado aceptable. Y evidentemente no lo ha hecho.
Desactivado por tanto cualquier tipo de oposición, Emanuele Macron va camino de convertirse en el presidente omnipotente y la pregunta que todos nos hacemos es cómo ha podido Francia encontrarse tan desorientada como para decantarse por un dirigente sin perfil ideológico alguno. Un hombre del que únicamente es destacable su precocidad profesional, que le ha llevado a alcanzar todas sus metas a una temprana edad, aunque también, no lo olvidemos, a abandonarlas rápidamente, como ya hizo con su otrora vida como banquero, o su breve pasado de ministro socialista.
Por ello, entre otras cosas, resulta inquietante que sea él quién dirija al país que tradicionalmente atesoraba el liderazgo ideológico de la UE. Hasta la fecha no ha mostrado el mínimo interés en adoptar el papel que ejercieron en este sentido, con mayor o menor tino, sus predecesores. Su única interacción con la política internacional se reduce a una memorable demostración de que si quiere, sabe ponerse a la altura de Donald Trump en aquella lucha por decidir quién daba el apretón de manos más fuerte.
Más allá de la constatación de que el joven le echa el pulso físico y político al viejo, en aquella reunión faltó que Francia defendiese alto y claro el modelo europeo frente a quién venía expresamente con la intención de destruirlo. Algo falla cuando es Angela Merkel quién da la cara contra la espiral de locura de Trump, mientras el país galo y también los demás, claro está, nos limitamos a agachar la cabeza.
Por ello, despierte o no de su letargo la nueva Francia, todos los países europeos deberían despertar del suyo y adoptar sus responsabilidades en la defensa de la UE. Es cierto que la legitimación moral para impartir lecciones de democracia se ha visto seriamente dañada cuando Europa ha permitido episodios como el sangrante castigo económico a los vecinos griegos. Por no hablar ya de la gestión de la crisis de los refugiados, que avergüenza a los europeos, pero no así a sus dirigentes, que siguen mirando hacia otro lado.
Pero a pesar de estos errores, tomar posición y adoptar medidas concretas que contrarresten los efectos de la política norteamericana actual es una obligación moral de todos los estados miembro. Los políticos no parecen entenderlo todavía, pero sí existe concienciación y una gran movilización dentro de la ciudadanía europea, solidaria, comprometida y luchadora, que insta a diario a sus gobiernos a que recuperen la senda social y progresista y a que no se desvíen de los objetivos de solidaridad, igualdad y democracia bajo los que nació esta Unión.
Precisamente por este motivo, porque el proyecto europeo se cimentó sobre la fuerza de sus gentes, es por lo que aún hay mucha esperanza en la UE. También es el motivo por el que confío en que Francia volverá a ser lo que era para Europa, con o sin Emanuel Macron.