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La economía convencional considera la actividad económica (orientada a la satisfacción de necesidades) como un flujo, sin embargo comporta el uso de stocks de recursos naturales, con diferente “tiempo de producción” y la disipación de energía hacia formas indisponibles (entropía).
Según esta perspectiva la “producción” es en realidad “consumo”. A escala planetaria estamos consumiendo recursos naturales, algunos no son renovables, es decir que los consumimos ahora y para siempre y otros, aun siendo renovables, se consumen a un ritmo mucho mayor al de su capacidad de regeneración. Además se generan residuos en forma líquida, gaseosa o sólida que por su composición o cantidad sobrepasan la capacidad de absorberlos que tiene el medio.
El Mercado, como mecanismo asignador, emite señales para obtener la máxima rentabilidad inmediata aún a costa de esquilmar los recursos, en lugar de distribuirlos con igualdad a lo largo del tiempo, tal como sugería N. Georgescu-Roegen, uno de los padres de la economía ecológica, quien creía que “en lugar de basar nuestras recomendaciones en el principio archisabido de maximizar la ”utilidad“, tendríamos que minimizar el arrepentimiento futuro [...] para afrontar la incertidumbre...”.
Y es que los “costes ambientales” no repercuten por lo general en los precios, ni tampoco en las macromagnitudes económicas. Por ejemplo para calcular el Producto Interior Bruto (PIB) de un país se suman cosas que deberían restarse, como el consumo de recursos naturales no renovables. Además el sistema económico no sólo produce “bienes” sino también “males”, que es necesario reflejar en la contabilidad. Hasta ahora, la generación de residuos, el daño ambiental, la pérdida de recursos, la degradación de la energía, la incidencia de los procesos productivos en la salud... se han conceptuado, cuando eran visibles, como “externalidades” negativas, consecuencias indeseadas que nunca se toman en consideración a la hora de evaluar el “crecimiento económico”, concepto que quedaría cuestionado si tenemos en cuenta los aspectos señalados.
El Mercado se ha mostrado ineficiente para asignar los recursos intergeneracionalmente, puesto que se están dilapidando y no podrán transmitirse a nuestros descendientes, e incapaz de “internalizar” adecuadamente las externalidades del “crecimiento económico”. Así, tendríamos que preguntarnos cual es el “coste” real del uso de materias primas o fuentes de energía no renovables, ya que es evidente que su precio no refleja los costes ambientales de su extracción, transporte y utilización, ni mucho menos el hecho de que son recursos que se consumen ahora y de los que no se podrán servir las generaciones futuras, con las implicaciones éticas que ello conlleva. La asimetría entre valor monetario y coste físico es en el comercio internacional muy evidente, si tenemos presente la “mochila de deterioro ecológico” incorporada en los productos intercambiados. La creciente importancia de la economía financiera oscurece aún más esa relación y la globalización contribuye a que muchas economías “exporten” la insostenibilidad, apropiándose del espacio ambiental ajeno (como fuente o sumidero) y diluyendo la responsabilidad. El dogma de la competitividad dificulta además la necesaria cooperación internacional.
Los gobiernos no han sido conscientes de que era necesario modificar las reglas del juego para impedir que la búsqueda del beneficio crematístico a corto plazo arrase los recursos naturales y comprometa la salud y el bienestar en el presente y en el futuro.
En definitiva el actual modelo de desarrollo económico ha ignorado las consecuencias ambientales del crecimiento y nos ha conducido además a una situación de ruptura social que atraviesa cada sociedad entre “ricos globalizados” y “pobres localizados” (Sachs). Hay una serie de países donde mayoritariamente las rentas son elevadas y también lo es la capacidad de consumo, hay otros, donde vive la gran mayoría de la población del Planeta, en los que se llega a carecer de lo mínimo para subsistir. En ambos casos el daño ambiental es alto, porque tanto la riqueza como la pobreza destruyen el medio, en un caso para mantener o incrementar un determinado nivel de consumo y en otro para subsistir, bien sea obteniendo alimentos o para producir bienes de exportación a bajo precio que socavan la base física sobre la que estos países deberían construir su desarrollo. La dependencia de los países subdesarrollados no sólo conduce a un intercambio desigual por un comercio injusto y la explotación de la mano de obra, el conocido dumping social, sino que hay que añadir el dumping ecológico, es decir la destrucción y esquilmo forzado de los recursos a cambio de precios progresivamente más bajos, para hacer frente al servicio de la deuda externa y poder comprar productos y tecnología de los países más desarrollados a precios elevados.
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