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Perder la casa

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Joaquín Copeiro

En Toledo tal vez, o acaso en Guadalajara, puede que en Cuenca o en Ciudad Real, o quizá en Albacete, una de esas 67.189 personas multiplicadas por 3 o por 4 que, según el Consejo General del Poder Judicial, fueron «agraciadas» con un desahucio en 2013, una de ellas, pues, castañeteándole los dientes, se sienta en un banco deslucido de la ccm frente a lo que fue su casa. En la máquina expendedora de la estación vecina ha conseguido un café con algunas de sus últimas monedas. Ahora, tratando de soportar las gélidas temperaturas del anochecer, y sin un pavo, se calienta las manos con el recipiente de plástico.

Reconfortadas en parte sus tripas por el café caliente, pero no su alma, mira fijamente a donde estuvo su hogar. Y siente la quemadura de un desamparo infinito. Allí había sido feliz con su pareja durante la mayor parte de su vida, hasta que la leucemia arrambló con todo, con su amor, con su estabilidad emocional y con la mayoría de sus ingresos, y le dejó el hueco de una ausencia insoportable, una depresión abisal y una hipoteca desproporcionada.

Con el tiempo, el dolor por la pérdida del ser amado se fue mitigando gracias a un montón de recuerdos entrañables colgados de las paredes, o sobre los entrepaños de su librería: fotos enmarcadas y en álbumes, cuadros, pósteres, libros, cedés con la banda sonora de una pasión compartida... Porque, gracias a la capacidad evocadora de tales objetos, revivía diariamente, desde la muerte de su pareja, los mejores momentos de su relación bajo aquellos techos que les proporcionaron la calidez de un cobijo seguro, los mismos que presenciaron cómo escribía sus más sentidos correos a su pareja cuando le tocó pasar varias semanas en la costa por exigencias de su empresa, los techos que ampararon su gozo mientras leía las amorosas respuestas. ¡Dios, y cuántas veces ha releído tales correos en el ordenador de su estudio! Era como oír de nuevo la melodía de su voz, como ver su cuerpo otra vez, su rostro, y saborear sus besos insustituibles, percibir sus caricias más tiernas.

Mirando hacia donde estuvo su hogar, siente que aquellas cuatro paredes fueron un oasis de amor en medio del páramo deshumanizado de un sistema inmisericorde. Y que, cuando murió su pareja, sólo la compañía de cuanto en la casa habían ido atesorando los dos con tanta ilusión le permitió resistir los traidores embates del olvido.

Pero la felicidad nunca es completa; si lo fuera, quizá no podría soportarse. Por eso, en ocasiones, sufría delante de la tele frente al temor, por ejemplo, de perderlo todo porque un incendio tan pavoroso como el que veía en la pantalla acabara con el hogar que tanto esfuerzo y dinero les había costado levantar, o de que una enfermedad, como la de tal o cual famoso personaje, terminara con la pareja.

Y surgió, primero, la desgraciada enfermedad de su pareja, la muerte, la insuficiencia económica. Luego, cuando, por fin, la presencia viva de los objetos compartidos le devolvió las ganas de vivir, ha llegado la pérdida definitiva de su casa con todos sus recuerdos. Pero la causa no ha sido un dramático e indomeñable incendio como el que a veces temió. No. La causa ha sido una hipoteca inasumible, la inmisericordia de unos banqueros, el auto de un juez, la intervención contundente de la policía: el desahucio que no deja títere con cabeza y que te echa a la calle como si fueras la escoria de un incendio.

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