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Los hilos que nos tejen

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Todos conocemos a alguien que nunca pide perdón, ya sea en nuestro círculo de amistades, en el entorno laboral o en el familiar. Es la misma persona que, generalmente, también es incapaz de dar las gracias. Ese amigo o pariente, que no es el más feliz ni tampoco el más popular, es el arquetipo que, inexplicablemente, lo tiene cada vez más fácil para sentarse en la cima del mundo. Es un tipo especial de estúpido exitoso. Seres con un evidente desorden de la personalidad y fuertes rasgos antisociales, compiten hoy ventajosamente en la carrera por el poder. Quizá es porque solo ese tipo de gente se apunta a esa carrera, pero, dado que el poder, al menos el político, aparentemente se obtiene aquí por la vía democrática, cabe preguntarse por qué una masa creciente de votantes se muestra dispuesta a abrirles el camino a esos cretinos. No los querríamos como yernos, pero los votamos para presidentes. Es un misterio que las características personales que en la vida cotidiana percibimos como malsanas —doy por hecho que mayoritariamente todavía es así—, nos parezcan idóneas para gobernar una comunidad autónoma o una nación. Hace sospechar que los valores por los que se rige la vida cotidiana y la vida política son cada vez más antitéticos. En todo caso, ponen en evidencia que la esfera doméstica y la común, la de los grandes asuntos, más allá de ser ámbitos diferentes, están disociados, siendo que uno debería ser la expresión colectiva del otro. Pedir perdón y mostrarse agradecido es algo positivo e incluso esencial en las relaciones interpersonales. En el entorno cotidiano, quien sabe reconocer sus errores y disculparse inspira confianza y afecto, mientras que el orgullo y la cerrazón convierten a cualquier ser humano en una caricatura y una amenaza, pero a partir de un cierto punto la cosa cambia sustancialmente.

Ahora mismo, el reconocimiento del error, no importa cuáles sean las evidencias, tiene para un gobernante consecuencias fatales, multiplica los efectos de la equivocación en lugar de repararla. Tan solo hay que acordarse del choteo que suscitó nuestro entrañable rey emérito cuando dijo aquello de «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir» (abril de 2012). Ahora sabemos que en aquella época ya habría podido reconocer gallardamente que disfrutaba matando elefantes y poniéndole los cuernos a su mujer. Si hoy hiciera eso, visto lo visto, seguro que obtenía un amplio apoyo popular. En algún tiempo, admitir la falta y hacer gala de humildad lo habría engrandecido, pero ahora, cuando un pez gordo dice eso es que está acabado. Hace trece años, un tipo presumía de que las mujeres, «cuando eres una estrella, te dejan hacerles cualquier cosa: agarrarlas por el coño». Todavía no lo habían investido presidente de EE. UU., pero faltaba bien poco (es lo que dijo Trump en 2005, según reveló el Washington Post en octubre de 2016). En aquella época, el savoir faire todavía se consideraba cosa de caballeros, no de mariquitas, al menos, insisto, entre las altas esferas del poder. A los que se pasaban de mentirosos, o a los que se les daba muy mal mentir, se les echaba en cuanto llegaban elecciones, pero ya empezábamos a chotearnos de los políticos que presumían de talante, y empezaban a molar las condesas barriobajeras, las chonijas, los sietemachos, los chanchulleros, los bocachanclas,… una galería inquietante de personajes que se sienten ganadores, pero actúan como resentidos, que no dicen nunca lo siento ni gracias, porque entonces estarían reconociendo implícitamente que tienen una deuda con alguien y ellos nunca deben nada a nadie. Puede que algunos encuentren saludable esta desfachatez porque, ciertamente, las buenas maneras en la gobernanza no pocas veces ha escondido las sinrazones de la razón de Estado o las acciones ilícitas de la razón de Gobierno, disimulo que ahora parece ya innecesario, pero no es solo una cuestión de formas, sino un asunto medular.

Toda época ha tenido sus fantoches, pero en pocas tantos como ahora han alcanzado tanto poder, lo que sugiere la existencia de un sólido sustrato ideológico que les sirve de plataforma. A comienzos de los años setenta, Ali MacGraw le decía a Ryan O'Neal, y a todos nosotros por vía interpuesta, que «el amor es no decir nunca lo siento» (Love Story, 1970). Era precisamente por entonces cuando el fascista Roy Cohn le enseñaba a su discípulo Donald Trump que para llegar a ser un predador exitoso era esencial no pedir nunca disculpas. Hete aquí la ambición desmedida y el amor convenientemente hermanados por un mismo lema, que en un caso se transmitía en la obscena intimidad de ciertos conciliábulos, y en el otro en los cines, de forma masiva. Las fantasías románticas como camuflaje del saqueo despiadado. Llegaría un tiempo en que a este último no le harían falta tapujos. En 1974 Nixon, obligado a dimitir, todavía se esforzaba por no pasar a la historia como un canalla. Hoy, Trump ridiculiza por sistema a los líderes que piden perdón. «¿Han visto a Trudeau disculpándose otra vez? ¡Patético! Eso es lo que pasa cuando tienes un líder débil», dijo en 2019 durante el transcurso de un mitin, después de que el primer ministro canadiense se hubiera disculpado por pintarse el rostro de negro para una fiesta en la que había participado casi veinte años atrás. «Los débiles pierden tiempo diciendo “lo siento”; yo miro hacia adelante: los ganadores ganan, los perdedores se disculpan», insistió el dos veces electo presidente en una entrevista de 2020 con la Fox. La práctica ha validado la consigna y no solo en lo que a él respecta. Los filtros que suelen o solían segar la trayectoria ascendente de cierta clase de energúmenos están dejando de funcionar. Así que los que todavía estamos convencidos de que todos nos debemos algo mutuamente por el mero hecho de compartir los hilos que nos tejen y el legado cultural acumulado, los que sentimos la necesidad de darnos las gracias o pedirnos disculpas de manera recurrente, más vale que aprovechemos el momento. No tardará en estar tan mal visto como hacer aguas mayores en un callejón o el cante jondo y la blasfemia en los bares.

A propósito de bares, no deja de ser significativo que en Estados Unidos, meca de la meritocracia, la propina haya pasado, de ser reprobable en sus inicios por clasista, a convertirse, en la práctica, en algo indiscriminado y obligatorio. Su razón de ser original ha desaparecido. Hace tiempo que dejó de constituir una recompensa que el cliente dispensa en función de su satisfacción con el servicio recibido. Ya no es un acto de agradecimiento, ninguna relación personal regula ese gesto, ya no hay allí interacción alguna entre quien da y quien recibe, y ese es un patrón que se extiende. Las interacciones personales tienden a desaparecer en todas partes, y con ellas, la necesidad de agradecer o disculparse. No es posible, ni tiene sentido, dar las gracias a un asistente virtual por haberte ayudado en una gestión, a la aplicación del banco por felicitarte automáticamente por tu cumpleaños o a un bot conversacional por haberte sacado de una duda. Y ni mucho menos tiene sentido ponerse a discutir con ellos. Los cajeros automáticos de todo tipo sustituyen a la atención personal, y el teletrabajo o las compras por Internet restringen nuestros ámbitos de convivencia. Todo eso nos va arrebatando la empatía y la capacidad de entendimiento, y nos acerca peligrosamente al arquetipo misantrópico exitoso. Aprovechar las situaciones sujetas a una interacción con otros, las que todavía quedan, en las que es posible demostrar que entre humanos no existen solo transacciones comerciales, relaciones de dominio y sumisión, loosers y winners, sino también modestos afectos entrecruzados que se manifiestan mediante unos elementales gestos cordiales, se ha convertido en una cuestión existencial. Entrenarse en esos menesteres ayuda a percibir el sustrato profundamente antisocial de los grandes depredadores humanos, y aunque no los detiene, mitiga un poco los efectos de su vesania.… Cómo debe estar la cosa —o la cabeza del que escribe— para que la amabilidad se haya convertido en uno de los últimos reductos de la resistencia… En todo caso, gracias y feliz verano.