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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

La provincia

Banderas autonómicas

Javier Pérez Royo

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Inicialmente el constituyente de 1978 hizo que la permanencia de la provincia dependiera del ejercicio del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones” que integran España. A diferencia de los municipios, cuya existencia no se podía poner en cuestión, la de las provincias se remitía a lo que establecieran los Estatutos de Autonomía. “Las provincias o, en su caso, las circunscripciones que los Estatutos de autonomía establezcan mediante la agrupación de municipios...”, decía el artículo 105.2 del Proyecto de Constitución. Las nacionalidades y regiones, al constituirse como Territorios Autónomos podían decidir sobre su articulación territorial interna, bien manteniendo la provincia, bien sustituyéndola por otra forma de agrupación de municipios de su elección. 

Las Provincias no estaban presentes siquiera en el tránsito del Estado unitario al Estado políticamente descentralizado. “La iniciativa del proceso autonómico corresponde a los Ayuntamientos de una o varias provincias limítrofes...”, decía el artículo 129. Las Diputaciones Provinciales no tenían presencia de ningún tipo. O dicho de otra manera: Las provincias no contaban en la definición de la estructura del Estado. Contarían en aquellos Territorios Autónomos que hubieran decidido mantenerla en su Estatuto de Autonomía y no contarían en los que hubieran decidido lo contrario.

Ayuntamientos. Territorios Autónomos. Estado. Estos eran los tres escalones de la organización territorial del Estado. Todos ellos presididos por el principio de legitimación democrática de manera directa, que se expresaba a través del sufragio universal para la elección de concejales y alcaldes, de diputados de las Asambleas Legislativas de los Territorios que elegían al Presidente de la Comunidad, y de diputados del Congreso que elegían al Presidente del Gobierno de la Nación.

Las provincias eran irrelevantes para la definición de la estructura del Estado. De ahí su ausencia en la definición del Senado, que, de acuerdo con el artículo 60.1 del Proyecto de Constitución, “se compone de los representantes de los distintos Territorios Autónomos que integran España”. La Segunda Cámara era la forma en que se expresaba la proyección territorial del principio de legitimidad democrática. 

La lógica del diseño salta a la vista. La provincia era una circunscripción territorial con el Estado unitario y centralista propio de la “Monarquía Española”, que es como definían a la Monarquía las Constituciones del siglo XIX. No debería ser una circunscripción territorial de la “monarquía Parlamentaria” de una Constitución democrática. Es una institución propia del mundo anterior a la democracia, que no tiene encaje en un Estado democráticamente constituido. Mejor dicho: no puede ser un elemento políticamente definitorio de la estructura de un Estado democráticamente constituido, aunque pueda mantener una existencia puramente administrativa dentro del mismo. 

La estructura del Estado que diseñaba el Proyecto de Constitución era inequívocamente democrática. Estaba presidida toda ella por el principio de legitimación democrática de manera diáfana. La introducción de la provincia en el diseño a lo largo del íter constituyente acabaría desviando esa proyección del principio de legitimación democrática, desnaturalizándose con ello la descentralización política que se pretendía definir constitucionalmente. 

Por eso, Jordi Solé Tura escribiría que “la principal derrota para los partidarios de la autonomía es el reconocimiento constitucional de la pervivencia de las provincias”. Las provincias desvirtuaban el diseño democrático del Estado que contenía el Proyecto de Constitución. 

La expresión del principio de legitimidad democrática en la Constitución acabó siendo mucho más deficiente que la que figuraba en el Proyecto de Constitución. Por varias cosas más, que no caben en este artículo, pero a las que haré referencia en otro futuros.

Esta deficiente expresión del principio de legitimidad democrática debería haberse corregido mediante la reforma de la Constitución. Lo que no se pudo hacer en 1978 porque las circunstancias eran las que eran, se debería haber hecho posteriormente. Es lo que hizo, por ejemplo, la República Federal de Alemania, que se constituyó en circunstancias también muy difíciles en 1949, y cuyos ciudadanos y autoridades consideraron muy acertadamente la Ley Fundamental de Bonn como un punto de partida para la construcción de un Estado Social y Democrático de Derecho que tenía que ser perfeccionado de manera continuada. 62 reformas constitucionales se han introducido a la Ley Fundamental. Por mayoría de dos tercios en el Bundestag y en el Bundesrat. Una Constitución que nace con una muy débil legitimidad de origen ha ido reforzando dicha legitimidad mediante la reforma constitucional, que tiene justamente esa finalidad. Por eso una operación tan difícil como la absorción de la República Democrática tras la caída del Muro de Berlín se pudo hacer sin ningún problema constitucional digno de mención.

En España la Constitución ha sido construida con base en un principio de legitimidad democrática muy débil. A partir de una Ley para la Reforma Política aprobada por las Cortes del Régimen del General Franco y de un Real Decreto-ley de normas electorales aprobado por un Gobierno no democrático, principio de legitimidad que se iría devaluando  incluso a lo largo del íter constituyente. Dicha Constitución se ha convertido en una suerte de corsé  que impide a la sociedad española expresarse políticamente en su complejidad y diversidad. La continuidad de la presencia de la Provincia es un excelente indicador de ello.

En estos días lo estamos viendo. Y con ello no quiero decir que esté en desacuerdo con la decisión del Gobierno y en especial del Ministro de Sanidad respecto del desconfinamiento. No tengo información suficiente para pronunciarme sobre ello. Lo que quiero decir es que el defecto de diseño en la definición de la estructura del Estado acaba dando siempre la cara, sobre todo en los momentos difíciles. 

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