LAS GUERRAS CULTURALES / 2

1983: Franco, derribado

Peio H. Riaño

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Ernesto viajaba en la parte de atrás del vehículo. Posiblemente un Ford Escort blanco de cinco puertas. Miraba la ciudad mientras el automóvil camuflado de la Policía municipal de Valencia cruzaba el centro. Pensaba en lo que acababa de hacer y por qué viajaba en aquel coche. Ernesto había sido colaborador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), la organización armada de violencia revolucionaria que actuó hasta 1978, y no iba arrestado a comisaría. De hecho, Ernesto no era su nombre real y los agentes lo llevaban de vuelta a su puesto de trabajo. Nuestro protagonista trataba de ponerle algo de claridad a lo que acababa de pasar. A lo que acababa de hacer. Rebobinaba cuál había sido su papel en un acontecimiento que iba a cambiar las calles del país que luchaba por quitarse de encima los restos de Franco.

Media hora antes del trayecto en el coche que le va a devolver a su puesto de trabajo en la fábrica, Ernesto entró en el Ayuntamiento y se quitó el pasamontañas. En la habitación improvisada como vestuario se desprendió del mono azul que también vestían otros cinco más. Habían dejado las sierras en la entrada y se preparaban para retomar sus rutinas laborales después de haber tirado abajo el monumento que rendía homenaje a Franco desde 1964 frente al consistorio. Era una escultura ecuestre del dictador, a imagen del condotiero Gattamelata que Donatello hizo en 1453 (hoy en Padua, Italia), y que el escultor José Capuz (1884-1964) repitió dos veces para colocar en plazas de Santander y Madrid.

El nueve de septiembre de 1983 arranca en Valencia la madre de todas las guerras culturales españolas: la limpieza de los símbolos franquistas de las calles españolas. Fue en el primer Ayuntamiento valenciano, nacido de las elecciones democráticas donde se acordó a las tres semanas de constituirse, en abril de 1979, que se debía retirar la estatua ecuestre de Franco y su traslado a un almacén de Capitanía. “Solo puede servir para mantener viva la división entre los españoles que impuso el régimen que representa”, acordó el Pleno.

Una monumental herida

Esther L. Barceló, profesora de historia, divulgadora cultural y exdiputada de las Cortes Valencianas por Izquierda Unida, explica que la decisión de retirar el Gattamelata franquista no fue casual, sino gracias a la voluntad de las organizaciones antifranquistas valencianas y al Partido Comunista, que formaba parte del equipo de gobierno municipal. Antonio Montalbán, entonces Secretario General de CCOO del País Valencià, le contaba que personas represaliadas durante el franquismo le pedían que derribaran la imagen porque les hería, les hacía daño verla ahí. Pero el Ayuntamiento tardó cuatro años en cumplir con el plan en el que Ernesto y otros cinco voluntarios fueron decisivos.

“Las cosas había que dejarlas como estaban”, avisó Jaime Milans del Bosch al alcalde Ricard Pérez Casado, sucesor de Fernando Martínez Castellano, primer alcalde socialista e impulsor de la retirada. Ricard había avisado a Milans del Bosch de la intención de hacer desaparecer a su generalísimo del centro de la ciudad. El teniente general de la Tercera Región Militar le amenazó con mandar una compañía para proteger al capitán general de los ejércitos. La amenaza cundió efecto y el alcalde metió en un cajón la iniciativa que se atrevía a tocar el broce de Capuz. Las armas militares seguían fuera del control democrático en los primeros pasos sin la dictadura de los militares.

En al año en que el Pleno del Ayuntamiento de Valencia votó a favor de hacer desaparecer aquel recuerdo del pasado indeseable, la película El crimen de Cuenca, dirigida por Pilar Miró, fue intervenida y todas las copias de la película fueron secuestradas y la directora procesada por la jurisdicción militar, en febrero de 1980. Mientras, el Ministerio de Cultura retuvo la licencia de exhibición de la película, durante más de año y medio. La cinta denunciaba las torturas de la Guardia Civil en un caso real sucedido entre 1910 y 1926. A los militares esto no les pareció bien. Carmina Gustrán, en el ensayo Tinieblas. El franquismo en el cine español (1975-2000), dice que este filme representa un ejemplo paradigmático de las relaciones e interferencias entre cultura e historia. Recuerda que debido a todos estos avatares, la película multiplicó su repercusión en salas, superando los dos millones y medio de espectadores. Es el segundo largometraje con mejores cifras en los estrenos entre 1975 y 2000, por detrás de La guerra de papá, de Antonio Mercero, de 1977, con 3,5 millones de entradas vendidas.

El sueño de los monstruos

La Operación Elefteria (“libertad”) debería haber durado apenas un par de horas y se prolongó once. Una filtración desde el interior del Ayuntamiento alertó a los fascistas que una cuadrilla de operarios descabalgaría al dictador esa noche, de madrugada. Eran las cuatro de la mañana y los franquistas salieron de sus casas a impedir la decapitación. Lo lograron a base de piedras, insultos, amenazas y agresiones. Detuvieron a los primeros voluntarios. Los funcionarios del consistorio se habían negado a participar. Por si fuera poco, la estatua estaba anclada y bien anclada con dos pilares de hierro. Parecía que el franquismo intuía que iba a ser borrado del mapa aunque se resistiera.

El miedo no hizo la Transición, que se fundó sobre la amenaza de un Ejército capaz de volver a las armas, como sucedió el 23 de febrero de 1981. La libertad tenía el freno de mano puesto. Y Adolfo Suárez, los días contados como presidente del Gobierno. La crisis económica abría la puerta al general Armada como posible presidente de un Gobierno de concentración nacional y el 23-F se intentó. España creía que había dejado tan momificado al franquismo y embalsamado a Franco que se creía europea en 1981. La ceguera desapareció cuando Antonio Tejero entró en escena con su bigotazo, su tricornio, sus soldados y su pistola. Quieto todo el mundo, a ver si esto no es Europa. Y Suárez no se agachó, ni Santiago Carrillo ni Manuel Gutiérrez Mellado. No querían otro franquismo. En 1981 todos los militares soñaban con dar un golpe de Estado.

En 1983, con el PSOE en la Moncloa y, sobre todo, con Milans del Bosch entre rejas, Ricard Pérez Casado, de 38 años, ordena aplicar la orden de 1979. Abajo con el burro y el caballo. El burro i l’haca, como llamaban a los protagonistas del monumento, desparecieron gracias a un grupo de seis ciudadanos voluntarios. Ernesto recuerda que en septiembre de 1976 ya rociaron al burro y al caballo con pintura. Y le tiraron un cóctel molotov. “Era repugnante verle ahí, representando tanto odio y tanto crimen. No podíamos echarnos atrás en ese momento”, dice Ernesto. La ciudadanía ajustaba cuentas con el símbolo de bronce desde hacía muchos años. En cada manifestación le tiraban pintura con los colores de la bandera republicana. Tampoco faltaban huevos estampados. Era una diana demasiado fácil que volvía a lucir sin problemas en cuestión de minutos. Había que dar el siguiente paso.

La batalla por la historia

Ernesto es su nombre en clave. Lo usó entonces y sigue haciéndolo y debemos referirnos a él así para recordar aquel día. “Hay mucho loco suelto”, dice por teléfono. El ascenso del fascismo en España tampoco le ofrece tranquilidad como para descubrirse. “Tengo una familia que proteger”, añade. Aquel día tenía dos horas para comer y cuando acabó su primera parte de la jornada laboral fue a la plaza. Había escuchado que estaba en marcha la retirada pero había problemas. Ernesto entró en el Ayuntamiento para ofrecerse voluntario. Allí también estaba Carlos. Tampoco es su nombre real. Había ido por casualidad, a resolver papeleo y se encontró con el jaleo. “Era intolerable que un asesino presidiera la plaza, pero también lo era que el Ayuntamiento tardara cuatro años en ejecutar un acuerdo democrático. Eso era vergonzoso para nosotros”, cuenta Carlos. También formaba parte del FRAP como Ernesto.

Ernesto y Carlos tenían por entonces poco más de 30 años y se reunieron en el despacho del concejal de Cultura, Vincent Garcés. Le planteaban las condiciones para ir a derribarlo: unos monos de trabajo, pasamontañas y sierras de mano. En media hora les compraron el pedido y se cambiaron allí mismo. También tuvieron el apoyo de un par de grúas del parque móvil para amarrar las cadenas a la escultura. Además, pidieron a la Policía municipal que les abriera un pasillo entre la muchedumbre para acceder protegidos. Las fotografías que hicieron José Aleixandre, Francesc i Ciscar y Manuel Molines son la crónica visual con la que hemos reconstruido un hito civil, que prueban la resistencia a la democracia y las ganas de acabar con los restos de la dictadura.

La plaza estaba dividida en dos desde la madrugada: los fascistas y los demócratas. “Aquello fue un caos”, resume José Aleixandre, que documentó la retirada para la agencia Cover (desaparecida en 2008). Le llamaron para que hiciera las fotos de la plaza sin estatua y para averiguar dónde la habían llevado. Pero cuando llegó al lugar, seguía allí.

Los franquistas habían conseguido saltarse el cordón de la Policía Nacional y colocar a la estatua ramos de flores, banderas y cantarle el Cara al sol. El concejal de Alianza Popular, Juan Carlos Gimeno, también le puso flores al dictador. Gimeno era teniente de alcalde del Consistorio y acusó al alcalde socialista de “piratería política” por haber decidido retirar la estatua de noche y sin comunicárselo a los miembros de la corporación. Dijo que el alcalde le había prometido un acto con honores militares y no lo estaba cumpliendo. Muchos años después, en 2011, Gimeno ya en el Partido Popular, fue condenado por cuatro años y medio en el caso EMARSA (Entidad Metropolitana de Aguas Residuales Sociedad Anónima) por “un claro indicio de falsificación de facturas” para cobrar 430.000 euros a la depuradora municipal por trabajos que, al parecer, nunca realizó. De homenajear a Franco a falsificar facturas, en cuarenta años.

Encapuchados con sierras

Los nuevos voluntarios salieron a la plaza alrededor de la una y media del mediodía, vestidos con sus monos azules, armados con las sierras, con sus rostros tapados y protegidos por los agentes. “Íbamos encapuchados y tampoco veíamos mucho”, recuerda Carlos, orgulloso de haber metido el tajo a las patas del caballo bajo una lluvia de piedras y bolas de acero. “También nos tiraban botellas”. Uno de los seis voluntarios recibió un botellazo en la cabeza y tuvo que ser evacuado de la plaza. Entonces la Policía Nacional decidió cargar con pelotas de goma para dispersar a los fascistas que se resistían más que Franco.

“La situación no era segura: los fachas tiraban hasta pilas”, recuerda el fotógrafo José Aleixandre, cuyo trabajo de tres décadas se expone ahora en la Fundación Bancaja de Valencia. Tenía 29 años y no pudo trabajar sin problemas y acercarse a los voluntarios mientras serraban las patas al caballo. Llegó sobre las doce a la plaza y estuvo trabajando hasta las dos y media. Disparó cerca de 12 carretes. Llevaba al cuello una cámara en blanco y negro y otra con película de color. Solo conserva los cinco rollos de blanco y negro, porque la agencia nunca devolvió los negativos de color.

La grúa municipal que remolcaba los autobuses de la SALTUV (precedente de la EMT) tiró de las cadenas y cinchas y arrancó el cuerpo del pequeño general. Ascendió a los cielos sin la parte inferior de su figura ni el caballo. Y el tronco quedó colgando de unos cables, sin piernas. Júbilo, aplausos y alegría. “Parecía como ahorcado”, dice Ernesto. El caballo del tirano se dobló sobre sí mismo y de un tirón el corcel pasó del pedestal al remolque de la grúa.

El arte maniatado

La estatua del caudillo había sido inaugurada para celebrar los “25 años de paz” que Franco se inventó para tapar el asesinato de 150.000 personas que habían cometido sus ejércitos. No representaba sólo al dictador, sino al totalitarismo que se clavó en el espacio público para perpetuar la invasión militar. Ni pareciéndose al Gattamelata de Donatello pudo sobrevivir el símbolo diseñado por Capuz, porque la parafernalia iconográfica de una dictadura no soporta el fallecimiento de su protagonista. Los artistas de Franco hicieron lo que se esperaba de ellos: “El Caudillo, en efecto, es un símbolo para nosotros y aún lo será más para las generaciones futuras que disfruten en toda la plenitud de posesión de la patria grande cuyo resurgimiento él ha dirigido”, escribió en 1944 el escultor aragonés y miembro de la Falange Juan Antonio Bueno Bueno (1913-1991).

El Ayuntamiento de Santander quería una estatua de Franco en la vía pública en cuatro meses. Lo más rápido y más barato era una réplica de la de Valencia y Madrid. Capuz cobró al consistorio cántabro 100.000 pesetas por los derechos de reproducción de la imagen. El alcalde tenía un presupuesto de los escultores Juan de Ávalos y Carlos Ferreira, que ascendía a 1,6 millones de pesetas por una escultura original. Por la fundición, el bronce, el transporte y la colocación de la obra, Santander pagó 485.000 pesetas. En 1981 se retiró la pieza... mientras se hacía un parking. Una vez finalizado volvieron a montarla. Hasta que en 2008, 44 años después, la desmontaron y apartaron de la calle para siempre. Quedaba pendiente la de Franco disfrazado de comandante de la Legión, en Melilla, colocada en 1978. Fue retirada en 2021, en cuestión de minutos y a la la luz del día.

Una vez Aleixandre acabó de hacer fotografías en la plaza de Valencia corrió a su casa a revelar el trabajo. Y con los negativos se acercó hasta el aeropuerto de Valencia. Debía encontrar un pasajero en el vuelo a Madrid que pudiera llevarle los negativos a la agencia. En el aeropuerto de Barajas le estaría esperando una persona con un cartel de Cover. Así mandaban los trabajos continuamente. En ese momento el “telefoto” sólo lo tenían EFE y El País. El día después regresó para fotografiar cómo destruían el pedestal con martillos mecánicos y mucha policía. Recuerda una de las imágenes que tomó, en la que hay dos pezuñas del caballo tiradas en el suelo.

Una imagen para un mito

En ese momento Aleixandre no pensó en la importancia de los acontecimientos de los que había sido testigo. “Pero por la tarde, ya con tranquilidad, entendía que había sido testigo de un hito histórico”, comenta. Con la retirada de aquella estatua los monumentos franquistas empezaron a desfilar de las calles de España. Quizá la nueva Ley de Memoria Democrática remate el trabajo que iniciaron hace 40 años aquellos valencianos. “Para la derecha que cayera la estatua de Franco fue una derrota simbólica muy dura. Por eso fue tan importante para las fuerzas democráticas. La ciudad es un campo de batalla cultural. Franco lo sabía”, cuenta Esther L. Barceló.

En esta guerra cultural importa hacer desaparecer el signo que oprime y falsea la historia. “Suprimir las imágenes de un orden repudiado o de uno autoritario y odiado significa hacer tabla rasa e inaugurar la promesa de la utopía”, escribe David Freedberg en El poder de las imágenes. En ese proceso, las fotografías de todo derribo forman parte de la construcción del nuevo símbolo. El medio cuerpo del tirano volando es, sin duda, la imagen del nacimiento de una nueva era que debería haber puesto punto final a esos homenajes.

Con el trabajo cumplido y el Franco partido en dos mitades, los voluntarios abandonaron el edificio del consistorio metidos en coches camuflados de la Policía municipal. De vuelta a sus lugares de trabajo. Ernesto y Carlos eran conscientes de que habían iniciado.

Esa noche la estatua partida durmió en el remolque de la grúa. Y al día siguiente el alcalde acordó con los representantes del Ejército en Valencia ubicarla en el Museo militar. Pero el Gobierno socialista de Felipe González rectificó la orden y mandó depositarla en la Capitanía General, de forma provisional... más de 30 años. Hasta que el Ministerio de Defensa, con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, ordenó enviarla en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica a un almacén de la base militar de Bétera. Hoy la escultura sigue oculta, restaurada y dentro de una “caja” de chapas metálicas.