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LAS GUERRAS CULTURALES/ I

1968: un Cristo para ETA

Oteiza junto a Xavier Álvarez de Eulate al lado de uno de los primeros bocetos del Friso de los apóstoles

Peio H. Riaño

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“Cuando subo el uno de noviembre de Aranzazu ya he decidido que pondré en lo alto del muro, el hijo muerto, a los pies de la Madre, que estará mirando al cielo, hablando, no sé”. El escultor Jorge Oteiza cuenta en una entrevista publicada en 1978, cómo decidió que el cuerpo del Cristo yacente de la Piedad que corona la fachada de la basílica sería el símbolo del joven de 23 años Txabi Etxebarrieta, militante de ETA, amigo de Patxo Unzueta y estudiante de económicas, muerto en un tiroteo con la Guardia Civil cinco meses antes de que Oteiza decidiera la conversión del mito religioso en mito político. Etxebarrieta había matado unas horas antes al agente José Antonio Pardines, de 25 años. El primer miembro de ETA que mató fue el primero que murió. 

Todo cambió aquel 7 de junio de 1968 en la historia de España y del País Vasco. Dos Guardias Civiles dieron el alto al coche en el que viajaba Txabi con Iñaki Sarasketa y Eduardo Osa. Ellos lograron escapar. Etxebarrieta fue muerto. La autopsia certificó que recibió un tiro en la espalda cuando estaba bocabajo, en el suelo o cayendo. ETA reaccionó de inmediato. Lo convirtieron en el mártir de su causa. En 'Zutik', el boletín informativo de la organización armada, difundieron su relato: “Txabi ha sido asesinado a sangre fría por un número de la Guardia Civil cuando le conducían maniatado. Un disparo en el corazón bastó para segar la vida de nuestro compañero revolucionario. Ha pagado con su vida el crimen de defender y de luchar por la liberación de su pueblo”. El escrito acababa reclamando que no se compadeciera a Txabi si no se luchaba. “Para nadie es un secreto que difícilmente saldremos de 1968 sin algún muerto”, había dicho un mes antes Etxebarrieta. 

Diez años después del asesinato en Benta Haundi, Oteiza contó a Miguel Pelay Orozco en esa entrevista que Etxebarrieta preparaba un manifiesto para los artistas e intelectuales vascos y quiso comentarlo con el escultor, que hizo un viaje a Madrid y fue allí donde se enteró de la muerte de Txabi. “Sacrificado en Benta Haundi el primero de nuestra resistencia última”, le dijo a Pelay Orozco. El artista Asier Mendizabal (Ordizia, 1973) explica a este periódico que Oteiza defendía la idea de que aquella ETA temprana, que todavía no había empezado a matar, era una “resistencia al franquismo desde la resistencia cultural”, comenta. 

Una ETA temprana

“Oteiza la llamó ”frente cultural“. Y Aranzazu tuvo un lugar importante. Es un monumento en el que la vanguardia vasca reinventa el nacionalismo y se imagina como un proyecto progresista y emancipador, no ligado a los relatos nacionales y románticos. Fue una operación militante e inequívocamente política, pero Aranzazu no está asociada al hecho de la memoria política violenta”, añade Mendizabal, que ha investigado los últimos años de la producción del escultor. Cuenta cómo una imagen abstracta se convierte en una imagen figurativa y narrativa. Fue la sociedad la que se encargó de dar una nueva leyenda a la Virgen y al Cristo muerto.

Dos años antes de que Oteiza declarara en público el homenaje a Etxebarrieta, la sociedad vasca había tomado su Piedad de Aranzazu como imagen para rendir homenaje a Josu Zabala, asesinado a tiros por la Guardia Civil cuando reprimía una manifestación en Fuenterrabía, el 8 de septiembre de 1976. Cubrieron la pared donde fue abatido Zabala con un cartelón que decía: “Zabala hil zuten”. La imagen se extendió por Euskadi, con la frase sobre la piadosa imagen de Aranzazu que ya era otra cosa. La imagen que coronaba la extraordinaria fachada del santuario colgado en los roquedales del municipio guipuzcoano de Oñati se había transformado en un mito cultural, social y político. 

Esta tarde de verano la luz recorta todas las escasas figuras que Oteiza colocó en la fachada. Tan limpia y descubierta, el apostolado de 14 y la Piedad, en un mar de hormigón gris. Las sombras se proyectan sobre el material liso y entre las puntas de diamante del resto del conjunto diseñado por los arquitectos Francisco Javier Sáenz de Oiza y Luis Laorga. La arquitectura de estos treinteañeros no comulgó en absoluto con la absurda idea del régimen de alumbrar una nueva arquitectura imperial. Las puntas recuerdan a una fortaleza más que a un lugar sagrado.

Este revestimiento es una referencia al espino donde se encontró en 1469 a la pequeña virgen tallada en piedra. La patrona de Gipuzkoa apareció en los bosques que abastecían de carbón vegetal a las ferrerías de Oñati. En la sierra de Aizkorri la actividad ganadera también era más intensa que hoy. Aranzazu se ha convertido en un centro de peregrinaje laico, de botas de montaña y ropa técnica, con caminantes que llegan en una hora y media a la campa del espectacular Urbia. 

Devoción nacionalista

La paz no ha cambiado en siglos en este recinto donde los monjes franciscanos cuidaron del euskera cuando el franquismo trató de hacerlo desaparecer. Ni siquiera el grupo de boy scouts que se ha sentado a las puertas de la basílica es capaz de alterar la calma. Un hombre ha subido a tirar fotos a la fachada. Así, como antes, con película. Recuerda una de las veces que vino con un amigo noruego, que quedó impresionado al cruzar las puertas y encontrarse con el retablo de Lucio Muñoz. “¡Estáis locos los vascos!”, dice que exclamó. Conoce a todos los artistas que participaron en la creación en 1955 de un lugar único en la historia del arte. Valora el atrevimiento y la valentía con la que los franciscanos firmaron el encargo y asegura que hasta sus padres aplaudían esa vanguardia, cuando subían hasta aquí para cultivar su fe. Hay poca devoción ya, pero es un centro esencial para el nacionalismo vasco. “Un lugar fundacional”, sostiene.  

“El despertar cultural vasco sucede en Aranzazu”. Habla Iñaki Aldekoa, profesor en la Facultad de Educación, Filosofía y Antropología de la Universidad del País Vasco. Se refiere al Congreso de Aranzazu celebrado en octubre de 1968, cuando se aprueba el euskera batua (el euskera unificado y estandarizado) a propuesta de la Real Academia de la Lengua Vasca.

ETA había matado en agosto al jefe de la Brigada Político-Social Melitón Manzanas y Gipuzkoa se encontraba bajo estado de excepción. Muchos no pudieron acudir a la celebración de la normalización del euskera, pero, como dice Aldekoa, desde ese momento “Aranzazu se convierte en el centro difusor de la política cultural al resto de Euskadi y contra la represión cultural”. Fue una grieta en la una y grande España franquista, y el inicio de la convivencia lingüística ejemplar en uno de los países más plurales de Europa. 

“Oteiza fue un dinamizador cultural de este movimiento”, asegura Iñaki Aldekoa. El escultor coloca la Piedad en 1969 y acaba su trabajo interrumpido por el obispo Jaume Font y Andreu 14 años atrás. Al parecer no le satisfacía el derrotero cultural que había tomado el centro, sobre todo después de leer un reportaje en la revista 'Time', del 22 de septiembre de 1952, que acababa con una contundente declaración de un fraile franciscano: “Mientras haya un solo franciscano en el lugar sagrado de Nuestra Señora de Aranzazu, la cultura vasca no morirá”. El obispo visitó las obras de Aranzazu y decidió suspender los trabajos decorativos del centro. 

El bastión cultural

Con la paralización y el retraso de 14 años en los que la vanguardia artística sufrió la contestación de los concordatos vaticanos, el contenido religioso cedió paso al revestimiento político. Para cuando las autoridades católicas y franquistas quisieron reaccionar, Aranzazu se convirtió en un bastión de la cultura, de la democracia y de los sentimientos nacionalistas, ha explicado Javier González de Durana, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco y autor del ensayo Basílica de Aránzazu. Mito y secreto. El centro fue el síntoma del renacimiento de “una personalidad política contra la represión”.

Oteiza le dice a Pelay Orozco en la citada entrevista: “Lo que habéis querido borrar, lo que borréis aquí, como sagrado y en tradición nuestra, reaparecerá”. Al resignificar la Piedad, introdujo la imagen en otra dimensión cultural. “No creo que en el origen Oteiza pensara en esa relación entre Txabi y el cristo yacente. Pero más tarde encontraron una iconografía posible. No fue su intención original y luego él asumió el relato como propio”, asegura Txomin Badiola, artista y responsable del catálogo razonado de Jorge Oteiza, que sí cree que la muerte de Txabi Etxebarrieta fue un golpe duro para el escultor. “Ambos formaban parte del frente cultural de ETA”, dice Badiola. 

El escritor Jon Juaristi es más tajante. “No se lo contó a nadie y dio una interpretación posterior”, ha asegurado durante la celebración del simposio ¿Cuánto dura el pasado?, en la Universidad del País Vasco. “La memoria histórica de la izquierda abertzale es una reinterpretación de los hechos, una construcción de un discurso exculpatorio. Ahí está el problema”, añadió Juaristi.

Elena Martín Martín, conservadora de la Fundación Museo Jorge Oteiza, también explica que la vinculación política de la figura la establece después, pero confirma que realizó la Piedad en los últimos meses de 1968. Medio año más tarde de la muerte de Etxebarrieta. 

Nicolás Xamardo y Jurgi San Pedro, investigadores de la obra de Oteiza, escribieron en 2008 y publicaron en el periódico Gara, que “nuestro artista, mediante el acontecimiento fundador del cristianismo (vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo), representa lo que para él es el acontecimiento político fundador de la nueva política en Euskal Herria, el nacimiento de ETA, a través de la figura yacente de Txabi Etxebarrieta. De la resurrección, de la difusión de su mensaje, dan fe los 14 apóstoles que, desde el vacío que, a la vez, los separa y los une, van creando la nueva Euskal Herria”.

Una Virgen expresionista

Oteiza había dejado la escultura en 1959, convencido de haber consumado su propuesta experimental. Sin embargo regresó 14 años más tarde, con el permiso de la Iglesia católica, con infinidad de bocetos para el apostolado y la Virgen con Cristo muerto. A Txomin Badiola le parece un estudio exagerado, propio de un artista “muy comprometido” con terminar el encargo. Fue un trauma para el artista cortar con aquel diseño, tan rompedor con la ortodoxia del nacional catolicismo imperante. A pesar de ello, lo retomó en el mismo punto pero con una diferencia: “La Piedad es más desgarradora y expresionista que los apóstoles. En eso sí hubo un cambio”, cuenta Badiola. 

Jorge Oteiza retomó el trabajo de la Piedad desde el lado opuesto del apostolado. La Virgen es mucho más expresionista y desgarradora que esas 14 figuras, abiertas en canal como “animales destripados”. “Son figuras esquemáticas, pero también son retratos. El primero de ellos es un remero de Orio. Elimina las cuestiones iconográficas católicas y los convierte en hombres. Hombres vascos, con nariz aguileña, mentón pronunciado... Quiere que el pueblo se sienta identificado en ese apostolado”, asegura la conservadora de la Fundación Oteiza Elena Martín. La especialista cree que gracias a ello el conjunto mantiene un vínculo muy fuerte entre la iglesia y el pueblo. Por cierto, son 14 y no 12 porque mandó la escala. Para cuadrar el espacio necesitaba dos apóstoles más.  

El padre Pablo Lete, provincial de los franciscanos, fue la figura decisiva en esta remodelación estética y espiritual. Gracias a él se eligió el proyecto más innovador de todos los presentados al concurso. Suplieron la falta de presupuesto con la recaudación, puerta a puerta. Lete fue víctima de la iniciativa cuando el avión en el que viajaba en busca de dinero en América sufrió un trágico accidente en el triángulo de las Bermudas, en diciembre de 1952. La muerte de Lete precipita la paralización de las obras ante el desagrado del nuncio apostólico. Así hasta 1965, que con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica entiende que debe renovar sus gustos artísticos o desaparecer.  

Casi tan famosa como la fachada es la fotografía de los 14 bloques de los apóstoles tirados en una cuneta próxima al santuario, a la espera del permiso eclesiástico. “En esos años su lucha cambia. Ideológicamente Oteiza evoluciona hacia otro lugar”, cuenta Elena Martín. Y la madre deja de abrazar al hijo, como era tradición en el género de la Pietá. Lo tiene a los pies. Barajó muchas versiones, incluso dibujó una más dramática, con los brazos en alto. También pensó en hacerla de bronce, pero colocó la Piedad de piedra en octubre de 1969. Y daba por concluido un relato de drama y mito, en el que los límites de la cultura y la política habían desaparecido. La fachada religiosa se transformó en una gran pancarta política que inauguró un país rico en diversidad y pluralidad, al tiempo que fracasaba en el sueño de una revolución cultural interrumpido por la violencia terrorista.

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