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Los museos aceptan el realismo social con más de un siglo de retraso

'Una huelga de obreros en Vizcaya', pintura de Vicente Cutanda y Toraya de 1892

Peio H. Riaño

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Los recuerdos se diluyen 20 años después del hallazgo. No recuerda si encontró en una buhardilla o en un sótano el cuadro de casi seis metros de ancho y tres metros de alto. José Luis Díez era en 2002 el subdirector de Conservación de la institución y máxima referencia de la pintura del siglo XIX, y descubrió —junto con Mercedes Orihuela Maeso, conservadora del Servicio de Depósitos— el cuadro perdido enrollado como si fuera un tapiz, en un rincón del edificio del Ministerio de Trabajo, en el actual Ministerio del Interior, en Madrid. Maldita la gracia: un lienzo que representa un grupo de obreros organizando una huelga, despreciado durante décadas en la administración de los derechos laborales.

El colosal cuadro se titula Una huelga de obreros en Vizcaya y fue con el que el pintor Vicente Cutanda ganó la Medalla de Primera Clase, en la Exposición Nacional de Bellas Artes del año 1892. El Estado adquiría los cuadros premiados y los depositaba en el Museo del Prado, que a su vez depositaba en el Museo de Arte Moderno (desaparecido en 1971). La última fecha que habla de la presencia de la huelga de Cutanda en los almacenes de ese centro es de 1936. Luego, desapareció. No hay rastro de cuándo lo abandonó ni cómo. Hasta que Díez dio con él en 2002 y el taller de restauración del Prado rescató de las miserias la pintura, para colocar ante el público un tema incómodo y actual.

La historia del salvamento del cuadro de Cutanda, que hoy ya cuelga en una de las salas del Prado (y con un marco copia del original, que imitaba vigas de acero), resume el rompecabezas de uno de los géneros que con mayor pericia trató la pintura española, el realismo social. La pintura que denunciaba a gran tamaño las injusticias contra los más desfavorecidos, la que prefirió el presente al pasado, los marginados a las glorias épicas, las víctimas a los dioses... fue un éxito rotundo tan breve como intenso. La premiaron, la reconocieron y no fue marginal ni clandestina. Pero tampoco fue exhibida.

Tan cruda y brutal, que esta pintura no estaba hecha para las colecciones particulares, como apunta el propio José Luis Díez, fue expulsada del lugar para el que había sido creada: el museo. Los constructores de los relatos decimonónicos preferían extasiarse con la belleza de una estatua romana desnuda, que copiaba a una griega. Y borraron todo lo demás. Enrollaron y silenciaron todas esas obras críticas con su presente. Más tarde, la dictadura tampoco dio una oportunidad a los cuadros que gritaban como pancartas. La Transición también se olvidó de ellos. Había que hacer las paces. Y así, ninguneado en los manuales de la historia del arte español, ha llegado este género hasta nuestros días.

Un cambio de mentalidad

La compra del Museo del Prado de El sátiro, pintado por Antonio Fillol, es un hecho decisivo en la recuperación del realismo social. La adquisición avanza la reparación histórica que culminará en mayo de 2024, cuando se inaugure Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910), la gran exposición de la nueva temporada del Prado y la primera en la historia dedicada a este movimiento plástico y descaradamente político. Y usado como decoración de pasillos administrativos en depósito. Así llegó al Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria desde el Prado una de las obras maestras del género: Emigrantes (1908), pintado por el asturiano Ventura Álvarez Sala. El jurado de la Exposición Nacional de 1908 le concedió la primera de las medallas de segunda clase y sería un fracaso si no estuviera incluido en la selección de obra de la temporal de mayo.

El desbordamiento del realismo social en el Prado sucedió a partir de la exposición La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, organizada en 2017. Entonces emergió El Cid (1879), de Rosa Bonheur, por petición popular y a pesar del rechazo del responsable de la pintura del siglo XIX, Javier Barón. La marcha hacia la recuperación del XIX continuó con Invitadas, en 2020. Ambas exposiciones fueron comisariadas por Carlos G. Navarro. En 2022 el museo sacó de los almacenes La bestia humana (1897), de Antonio Fillol, para mostrar a los visitantes la escena que denuncia la prostitución. “La pintura deja de ser un campo de representación neutral para convertirse en manos de Fillol en un arma de beligerancia y denuncia de la hipocresía social”, puede leerse en la web del museo sobre esta soberbia obra.

¿Por qué el realismo social se ha mantenido oculto en los museos? “Es una suma de varias cuestiones. Por un lado, el propio retraso de España frente a países como Francia, que ya han recuperado el género. Su éxito tan efímero tampoco ayudó. Es un movimiento que nació en 1880 y acabó antes del nuevo siglo, aunque hubo excepciones que lo prolongaron hasta 1915. Desde su nacimiento fue un género premiado y rechazado por la oficialidad. Son cuadros pintados a gran escala para ser colgados en museos y aunque en las Exposiciones Nacionales fueron reconocidos y premiados por la clase burguesa, no les dejaron pasar a los museos. Pedro de Madrazo, director del Museo de Arte Moderno entre 1895 y 1898, decidió retirar todos estos asuntos espinosos de la vista”, explica con detalle y pasión José Luis Díez, el mayor experto en este tiempo pictórico.

Una pintura maltratada

Para Javier Pérez Rojas, responsable de la primera exposición de Antonio Fillol en el año 2015, confirma que este género no ha sido atendido. No se ha visto en su conjunto ni estudiado como movimiento, a pesar del éxito que tuvo en aquellas dos décadas en todo el mundo. “Fue un movimiento internacional, que respondió a la conciencia social y en España superó a la pintura de historia. El realismo social no ha estado representado nunca en los museos, ni ha sido investigado”, explica Pérez Rojas, que cree que la falta de un museo dedicado al siglo XIX (como el Orsay en Francia), tampoco ha ayudado al reconocimiento de estos artistas comprometidos con su presente.

“La pintura realista social española es una de las mejores, si no la mejor, de toda Europa”, asegura José Luis Díez, pionero en el estudio de un género maltratado desde su aparición. Conocemos lo que le ocurrió a Antonio Fillol con El sátiro y cómo el jurado de la Exposición Nacional de 1906 lo censuró y calificó de “inmoral” por presentar una rueda de reconocimiento del violador de una niña. Pero dos años antes, en 1904, pintó Después de la refriega, otro cuadro incómodo. En primer plano pintó un manifestante herido o asesinado durante una manifestación en Valencia, cuya sangre se derrama sobre la calle vacía. Pertenece al Museo de Bellas Artes de Valencia, que explica que es la obra que “mejor representa, con una elevada intensidad y emoción, el vacío y la soledad tras la represión de las luchas del hombre moderno por sus derechos”. Alguien no soportó que su autor llamara al cuadro El hijo de la revolución. Y le cambió el título.

El gusto oficial privilegió otras escenas, otros temas y a otros artistas. Por ejemplo, Pedro Sáenz Sáenz, pintor de niñas púberes a las que imagina y representa ofreciendo su desnudez al espectador, como son Inocencia y Crisálida. En una entrevista concedida en 1903 por este pintor malagueño a la publicación Vida Galante cargó contra la moda por pintar las desdichas sociales: “No comprendo cómo se pinta otra cosa que no sean mujeres, copiando todas sus innumerables gracias...” Para Sáenz Sáenz y sus protectores todo lo que fuera denunciar la realidad debía ser borrado.

Una pintura sin público

La pintura realista se dedicaba a llamar la atención sobre la pobreza, el hambre, la muerte de los huelguistas, la prostitución... Lo que Sáenz Sáenz llamaba con desprecio “las infamias y los crímenes de la vida”. Según su criterio, la miseria humana no era asunto de los cuadros. “La eterna historia que todos conocemos y que a todos nos aflige... ¿por qué conservarla en los cuadros? ¿Es que va a morir o dejar de perseguirnos?”, se preguntó de manera retórica el pintor que encontró placer en fantasear con el sexo de las niñas. “Destiérrese esa costumbre, todo ese mal gusto y vengan sus compensaciones”, añadió en aquella entrevista de 1903. Le atendieron y en 1906, el jurado de la Exposición Nacional canceló y descolgó El sátiro porque denunciaba la violación de una niña.

La pintura realista ofendió “la decencia y el decoro” de los gestores del gusto por dejar de mirar a las glorias del pasado. Hay cuadros que han sobrevivido al desprecio, como los extraordinarios La carga (1902) de Ramón Casas o ¡Aún dicen que el pescado está caro! (1894) o ¡Triste herencia! (1899), de Joaquín Sorolla. Otros menos populares como Cuerda de presos (1901), de José María López Mezquita, o Después de la huelga (1895), de José Uría y Uría, también pueden verse expuestos. A pesar de estos ejemplos, el público todavía no conoce la pintura de hace 130 años ni a sus creadores, que apenas suman unas líneas en los manuales. O simplemente no aparecen, como la pintora Lluïsa Vidal, autora de Maternidad (1897).

Tampoco es un problema de calidad, como explica a este periódico José Luis Díez. Aunque son enfoques melodramáticos y arriesgados, “es una pintura honesta y verdadera”. “No son meras ilustraciones de los problemas. Para eso estaban las revistas ilustradas. Los artistas de este género dignifican y trascienden los problemas de la calle. No son temas agradables, son asuntos sobrecogedores, emocionantes y de una violencia a la que llegaron muy pocos artistas fuera de España”, explica Díez. Los motivos representados cobraron tanta importancia como las soluciones plásticas. Por eso “es un tipo de pintura que sigue incordiando y molestando”. Por eso encuentra refugio y atención hoy, en una sociedad que lucha por ser menos injusta.

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