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Argusino, el pueblo expoliado dos veces en medio siglo

Un visitante inspecciona las calles y viviendas de Argusino.

José María Sadia

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La construcción de la presa de Almendra (Salamanca) –la tercera con más capacidad del país y la de mayor altura (200 metros)– esconde historias humanas dramáticas, que vuelven a la luz cada vez que el nivel del agua desciende de forma abrupta, como es el caso. La irrupción del verano más cálido del último siglo, uno de los más secos también, ha dejado en los huesos el llamado “mar de Castilla”, en apenas la cuarta parte de su almacenamiento. En su lugar emergen las ruinas de un pueblo zamorano fallecido a finales de los años sesenta. Sus piedras, amontonadas sin ningún tipo de lógica, carecen del glamour de la célebre iglesia de San Román que asoma por estas fechas en el valle barcelonés de Sau, o del aspecto enigmático del Dolmen de Guadalperal, el denominado “Stonehenge español”, que emerge ahora entre las aguas del embalse de Valdecañas (Cáceres).

Sin embargo, los restos mortales de Argusino registran en las últimas semanas un inusitado trajín de vehículos, de antiguos vecinos y curiosos que se asoman a este viejo parque temático del abandono, de acceso libre cuando el nivel de flotación lo permite. Los primeros pasan revista al castigado patrimonio de sus desdibujadas calles, intentando localizar con dificultad las casas de sus abuelos. El resto acude, en parte, tras el revuelo montado al saberse que el patrimonio del pueblo está desapareciendo. Que alguien se está apropiando de viejas pilas para el ganado, de dinteles y jambas de piedra de las inertes casas que han permanecido sumergidos durante décadas. Un asunto sensible, que ha llevado a la Subdelegación del Gobierno de Zamora a enviar a la zona patrullas de la Guardia Civil como método de disuasión. A frenar el segundo expolio de los restos de la localidad. Porque el primero ya tuvo lugar en el otoño de 1967, cuando Argusino fue desalojado, dinamitado y desfigurado para siempre.

“En 1954 ya se sabía que Argusino iba a desaparecer”, admite desde Reus (Tarragona) un antiguo vecino de la localidad, José Manuel Pardal. La fiebre franquista por incrementar la producción hidroeléctrica –se construyeron más de medio millar de pantanos durante la dictadura y el almacenamiento de agua se multiplicó por diez– desembocaba en un proyecto faraónico: la construcción de la presa de Almendra, una de las más importantes del país. Poco o nada importaba que, para ello, hubiera que arrebatar un pequeño pueblo llamado Argusino a su medio millar de vecinos. Un municipio clave en la comunicación entre Zamora y Salamanca, con sus sólidas y numerosas viviendas de piedra, su elegante iglesia o sus serviciales tiendas de ultramarinos y coloniales, regentadas por naturales de la vecina localidad de Fermoselle. “Esto se hacía por el progreso del país y así lo predicaron”, explica Pardal.

Una dramática cuenta atrás

Comenzaba entonces una dramática –casi surrealista– cuenta atrás. A qué podían atenerse los vecinos en una época confusa, de particular progreso económico en la región, en la que se llegaron incluso a edificar dos o tres viviendas nuevas, con el municipio ya sentenciado a muerte. La engañosa amnistía terminó, de forma repentina y definitiva, poco más de una década después. A principios de 1966, el alcalde de Argusino anunció a los vecinos que el pueblo “se acababa”, que había que hacer las maletas y abandonarlo todo antes del 31 de diciembre del año siguiente. Y en las sucesivas fiestas ya no se volvió a hablar de otra cosa. “La gente comenzó a buscar capitales en venta para mudarse. Había autobuses para visitar lugares donde residían otros españoles evacuados por los embalses, pero tenían muchas limitaciones y aquello era incómodo”, detalla José Manuel Pardal. 

Los vecinos, en definitiva, se resistían a salir. También a callarse, aunque la más mínima rebelión tenía un precio. “Cuando celebrábamos una reunión en la plaza del pueblo, claro que había gente que alzaba la voz, pero para eso estaba la Guardia Civil”. Revela el empresario jubilado que los guardias “te metían en el Ayuntamiento, que estaba al lado, y, desde entonces, cualquiera se movía. Se necesitaba el informe del cura para acudir a la Administración; por lo tanto, pórtate bien y vete a misa de vez en cuando”. Razona Pardal que aquello era lo más evidente, en un pueblo “atemorizado” y “con motivos” para ello.

La gente comenzó a buscar capitales en venta para mudarse. Había autobuses para visitar lugares donde residían otros españoles evacuados por los embalses

Pero hubo más. Con el plazo agonizando, Iberduero –promotora de la presa– se sacó un as de la manga: los habitantes que abandonaran el municipio tres meses antes de la fecha límite (es decir, el 30 de septiembre de 1967) recibirían una prima de 40.000 pesetas por miembro familiar. Calderilla en comparación con los 4.000 millones que se invertirían en la construcción de la presa. Así que “algunos obtuvieron más ingresos por la prima que por las propiedades que tenían que dejar atrás”, precisa José Manuel Pardal. La suerte estaba echada. Años después se comprobaría que el desalojo tendría consecuencias fatales, en particular para los más mayores del lugar: algunos sufrirían depresión e incluso se verían abocados al suicidio. Los jóvenes abandonarían el único modo de vida que habían conocido hasta la fecha para ingresar en la Guardia Civil, la policía o el ejército, o buscar fortuna en la industria que despertaba en la segunda etapa de la dictadura. Pero todos, absolutamente todos, recibirían el impacto de una herida que jamás sanaría.

Derribar el tejado, quemar el pajar

La eléctrica necesitaba asegurarse de que no habría marcha atrás, que los vecinos se esfumarían para siempre y no quedaría lugar para el arrepentimiento. Inutilizar las viviendas sería condición sine qua non para recibir el talón de la compañía. Manuel Garrote, militar retirado que reside en Madrid, asegura que “lo destrozaron todo para comprobar que te ibas”. Su familia regentaba una aceña junto al río Tormes, donde tenían la vivienda, el pajar y la cuadra para el ganado. “Nos dijeron que había que salir, nos obligaron a tirar la casa y la aceña; tuvimos que desmontar el tejado y quemar la cubierta de la cuadra, que era de escobas”, detalla. Sus padres acababan de comprar una casa, su nuevo hogar, en un pueblo cercano. Aquella mudanza resultaría dramática. Como la del resto de vecinos, que partieron a 29 lugares diferentes de la geografía nacional. “Fue una pena y una vergüenza”, confiesa Manuel todavía desde el dolor, 55 años después. 

Con todo, si algo simbolizó el cerrojazo de la localidad, ese algo fue la destrucción de la iglesia. Ya en el mes de septiembre –en el precipicio de la fecha límite, durante la última fiesta grande que viviría Argusino– los vecinos emplearon la celebración en desmontar sus tejados, mientras los operarios hacían lo propio en el templo religioso, a las órdenes del cura. “En el edificio todo eran golpes; aun así, las mujeres insistieron al párroco en que celebrara misa y don Vitoriano accedió”. El último oficio religioso en un pueblo con siglos de vida sería particularmente doloroso. “Aquello fue tétrico”, describe José Manuel Pardal.

Pero ¿por qué echar abajo la torre de una iglesia original del siglo XV? ¿A quién molestarían sus piedras bajo el agua? “A Iberduero”, responde, tajante, Pardal. El empresario refiere que los obreros “intentaron echar abajo la espadaña con cables y, al no conseguirlo, la dinamitaron. Poco importó que el edificio estuviera bendecido”, ironiza. Menos aún que los arcos del campanario fueran de estilo románico o que el porte del inmueble careciera de parangón en toda la comarca zamorana de Sayago. El edifico se transformaría en una masa informe de sillares. “Las campanas se las llevaron a Salamanca, quizá a Ledesma”, precisa Manuel Garrote. “El cura, el obispo o quien fuera las vendió, las malvendió o se las dio a quien quiso”, añade. El mobiliario litúrgico también desapareció. Recuerda Garrote que su familia había donado una imagen a la iglesia: “Nunca volvimos a saber de ella”.

“Lo rompieron todo”

Con el suministro de agua ya cortado y el pueblo desierto, las calles de Argusino quedaron expeditas para la acción de las orugas, las máquinas con cadenas por ruedas que terminarían de desfigurar calles, edificios y viviendas, ya desprovistos de sus tejados. “Las orugas lo rompieron todo”, sostiene José Manuel Pardal. Aunque lo peor vino a continuación: al primer expolio –la dramática expropiación de Argusino– se sumaría otro, el segundo, que iría consumándose desde entonces y que, tras las últimas noticias aportadas por la asociación Argusino Vive, parece no haber terminado aún. “Fue un desprecio: dejaron el pueblo abierto durante cuatro años, hasta que finalmente cerraron las compuertas y el agua acabó por cubrir Argusino por completo”. Pardal afirma, todavía indignado, que “aquello era de licencia abierta para cualquiera que quisiera ir allí a sacar cosas”. Y a nadie le importó: ni a la compañía, ni a las autoridades.

Como, de hecho, comenzó a suceder. Precisa su antiguo convecino, Manuel Garrote, que desde entonces “ha ido desapareciendo lo que estaba más fácil de llevarse, por ejemplo, los brocales de los pozos”. Así que el reciente y abrupto descenso de las aguas no ha hecho sino confirmar una práctica habitual durante estas cinco décadas: en cada periodo de estiaje el patrimonio del extinto Argusino se iba viendo mermado… y no solo por la evidente acción erosiva de cientos de hectómetros cúbicos de agua.

Ahora, al regresar a las ruinas, los vecinos cotejan el inventario de piedras (que, sobre todo, es un inventario emocional) y echan en falta pilas, jambas o dinteles. José Manuel Pardal conserva un riguroso listado y admite la reciente desaparición de restos de Argusino, pero precisa echando la mirada cincuenta años atrás: “Cuando ves el campanario convertido en un montón de piedras que identificas a duras penas, cuando ves todo destruido, ¿qué más te puede doler? ¿Qué te puede importar que ya no exista aquella columna por la que pasaron las cadenas de las orugas?”. “Me parece mal que desaparezcan las piedras de las casas. Es un sabotaje, una usurpación, aunque quien tenía que preocuparse por ello es Iberdrola (antes Iberduero), que, mejor o peor, pagó por ello y es suyo”, reflexiona Manuel Garrote. A su juicio, la empresa “debería poner unas zanjas o un puente para evitar que se pueda acceder hasta allí con tractores”. Ningún otro vehículo sería capaz de cargar con cientos de kilos de piedra, los que atesoran las últimas pilas del ganado que se conservan entre los escombros.

No morir bajo las aguas

En todo caso, ambos vecinos, desde la distancia de Reus y Madrid, coinciden en que los restos de Argusino no deberían morir bajo las aguas. “Tampoco nos van a hacer un museo, porque aquello no viene de la Prehistoria”, reconoce Pardal, quien asume que el valor de tanta piedra desordenada no es histórico sino, sobre todo, “emocional”. La idea es que los últimos elementos visibles, identificables, de lo que fue el municipio tragado por las aguas se repartan por los espacios públicos de los pueblos de la comarca. “Que los pongan en las plazas y que expliquen que un día pertenecieron a Argusino”, concuerdan. A muchos descendientes, portadores de una herida abierta que jamás ha terminado de curarse, les supondría un cierto alivio.

Cae la tarde y los numerosos visitantes de Argusino –que jamás imaginó convertirse en reclamo turístico de tal tirón– no escatiman esfuerzos para identificar siquiera algún elemento del pueblo original. Aquí la plaza, allí los peldaños de una sólida casa de piedra… Quien tiene algo de información –descendientes que han acudido a revivir alguno de sus recuerdos de juventud– no duda en compartirla. Como el matrimonio que intenta ubicar, con escasa fortuna, la vivienda de sus antepasados. Todos tendrán que regresar al improvisado aparcamiento situado en el acceso a las ruinas para volver a sus casas del siglo XXI. Y, al hacerlo, observarán una vez más las lápidas de los fallecidos que reposan a perpetuidad en el cementerio del pueblo zamorano. Caminarán –o, habría que decir, bucearán– por un territorio propiedad del agua, al que pronto acudirán miles de hectómetros cúbicos que cubrirán de nuevo un lugar impregnado por el drama. Hasta el próximo estiaje.

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