Análisis Villanas Disney

'Cruella' y la cumbre del revisionismo Disney: cómo convertir a una villana en antiheroína pop

Alberto Corona

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Sobre el papel no puede sonar más ridículo. El canon animado de Walt Disney Productions está lleno de villanos famosos, habitualmente contando con un número musical que sirva tanto para establecer sus motivaciones como para consolidar la perversa seducción que entablan con el público. Pero entre todo este panteón de la maldad brillan con luz propia dos figuras: Maléfica, enemiga de La bella durmiente, y Cruella De Vil, quien pretendía hacerse un abrigo mediando el asesinato de los 101 dálmatas. Son los principales rostros de la etapa clásica de la animación disneyana y ambas poseen un carisma incombustible.

Carisma refrendado a base de secuencias antológicas —Maléfica irrumpiendo en el bautizo de Aurora— o, sí, canciones, con ese “es todo un espanto/ es peor que Satanás” que entonaban en 101 dálmatas. La villanía forma parte indivisible incluso de sus nombres: el adjetivo “maléfica”, el prefijo “cruel” que podemos separar de Cruella...

¿Quién en su sano juicio trataría de redimir a estos personajes? ¿Cómo podría salir bien? Pues en los últimos años Disney lo ha conseguido y a través de dos de sus películas de acción real más valiosas: Maléfica, estrenada en 2014, y Cruella, que acaba de llegar a los cines (y a Disney+ con coste adicional). Vale la pena preguntarse cómo ha sido posible.

Renacimiento, relectura

Suele etiquetarse como Renacimiento de Disney a aquella fase de su trayectoria que –empezando por La sirenita en 1989–, devolvió el prestigio a su división animada luego de varias décadas de incertidumbre creativa, canalizada a través del fallecimiento de Walt Disney a mediados de los 60. Renacimiento es el que marcan en la década de los 90 títulos como La bella y la bestia, Aladdin o El rey león, caracterizados por su apego al espectáculo de Broadway y una astuta adaptación de historias clásicas. 

También, aunque se dieran inicialmente de forma muy discreta, el Renacimiento marca los primeros atisbos de una autoconsciencia de Disney sobre su propio imaginario. El Genio disfrazándose de Pinocho o Pluto en Aladdin. Zazú interpretando Un mundo pequeño es en El rey león, haciéndose eco de la atracción de Disneyland donde sonaba este tema. Son detalles nimios, gestos de cara a la galería, que no obstante expresaban una comprensión íntima del lugar hegemónico de la factoría dentro de la cultura pop. Una que solo iría a más en los años siguientes y terminaría por explotar en Encantada. La historia de Giselle.

En esta comedia de 2007 –cuya secuela entró recientemente en producción–, el guiño meta pasó a convertirse en una sanción directa de los cuentos de hadas que tanto habían nutrido los clásicos Disney. Una princesa de dibujos animados saltaba a nuestro mundo con los rasgos de Amy Adams y una ingenuidad que podía servir tanto para demoler clichés avejentados como defender, en última instancia, la existencia actualizada de estos mismos clichés. Desde luego que la búsqueda ansiosa de un príncipe azul se había quedado vieja ¿pero íbamos a dejar por ello de creer en la magia?

Disney ya entonces defendía un equilibrio. Para su encaje dentro de las nuevas sensibilidades bastaba con modificaciones ligeras, cosméticas, que fundamentaran el chiste irónico al tiempo que confirmaran que su espíritu de fondo podía seguir siendo útil e inspirador. Frozen se burlaba del amor romántico en 2013 pero solo del que involucraba a un príncipe arrogante: su auténtica revolución pasaba porque el eje del relato ya no fuera este tipo de amor, sino uno de índole fraternal. El amor de Elsa y Anna, el amor de dos hermanas, que dio paso a uno de los mayores taquillazos de su historia.

El revisionismo disneyano ha sido constante en los últimos años y ha acogido múltiples expresiones fuera de los ajustes corporativos que abanderan la desaparición de Canción del sur o los disclaimers acumulados en el catálogo de Disney+. Christopher Robin cuestionó la nostalgia infantil. Al encuentro del sr. Banks quiso abrillantar su mito fundacional cambiando a placer la historia real de cómo se llevó Mary Poppins al cine. El remake de Dumbo tuvo como villano a una maquinaria capitalista con reminiscencias a los parques temáticos de la marca. Y Frozen II fue tan lejos que abordó la culpabilidad poscolonialista.

Sin embargo, en toda esta nueva cosecha no ha habido título más revulsivo que la citada Frozen y, en relación directa, Maléfica. ¿Por qué? Porque no se limitaban a modernizar sus argumentos con inclusión de diversidad o retoques feministas, sino que cambiaban su propio ADN en función de las emociones y afectos que querían explorar. La hermandad/sororidad de Frozen daban paso dentro del film protagonizado por Angelina Jolie a la maternidad y a un dolor furiosamente femenino, que emanaba de la traición a manos del patriarcado. El mismo que, en una simbología facilona pero efectiva, le había arrancado las alas.

Maléfica se amparaba en el ingenio de la guionista Linda Woolverton –presente en el andamiaje de las primeras versiones de La bella y la bestia y Mulán–, así como en ciertas ideas del musical Wicked en torno a cambiar el foco de una historia conocida, para fortalecer una propuesta potentísima donde darle un origen a la villana de La bella durmiente era lo de menos. Maléfica no quería limitarse a ser una precuela de La bella durmiente, sino que su objetivo era emprender un diálogo con ella, sin reparar en motivos supuestamente intocables.

Los nuevos “besos de amor verdadero” que clausuran tanto Frozen como Maléfica apelan de este modo a un revisionismo mucho más interesante que cualquier cambio que presenten los remakes en imagen real con respecto al material de partida y que a tan a cuenta parecen salirle a Disney en la actualidad. Este nuevo revisionismo es gamberro, auténticamente iconoclasta, y busca una expresividad propia. Es el que cimenta una película como Cruella.

“Oídme rugir”

El caso de Cruella De Vil es si cabe más especial que el de Maléfica, porque no es la primera vez que experimenta un trasvase live action. A finales de los 90 –cuando el concienzudo vistazo de Disney al pasado propio ya había dado pie a films como De vuelta a casa: Un viaje increíble o El libro de la selva de Stephen Sommers–, Glenn Close encarnó a la famosa villana en una nueva versión con todas las de la ley de 101 dálmatas. Su interpretación fue tan memorable que no solo inauguró los primeros grandes remakes de Disney, sino que se prolongó en algo que nunca tuvo el original animado: una secuela.

102 dálmatas tenía un punto de partida muy sugerente: Cruella salía de la cárcel creyendo haberse rehabilitado, sin ninguna intención de volver a las andadas. No obstante, la maldad –o, en este contexto, la historia oficial e inmutable de Disney– era una losa de la que no podía librarse y acababa volviendo al mal camino. Cruella, con una pletórica Emma Stone sustituyendo a Close, puede volar más libre que 102 dálmatas, gracias a lo mucho que ha cambiado en veinte años la relación de la Casa del Ratón con su pasado. 

El pasado puede condicionar, pero también ser traicionado y recontextualizado de cara a suscribir nuevos propósitos e inquietudes. Muchos elementos de Cruella insisten en que, como pasó en Maléfica antes que ella –no tanto en su olvidable secuela, Maléfica: Maestra del mal–, la película original es solo un escenario iconográfico. Como era de esperar, abundan en ella los guiños a la 101 dálmatas de 1961, pero todos y cada uno de ellos cuentan con un twist incorporado: algo que cambia radicalmente su sentido original.

Las servidumbres hacia el clásico animado están tan diluidas que ni siquiera es de recibo comparar Cruella con Joker, como hubo quien quiso hacer cuando se estrenó el primer tráiler. Aunque la película de Todd Phillips estableciera una distancia prudencial con el Universo DC, no dejaba de mantener deudas estéticas y elementos consagrados como la muerte de los padres de Bruce Wayne. Cruella también se libra de una dependencia así. De hecho tampoco puede decir en propiedad que se trate de la historia de orígenes de una villana, porque esta Cruella no es exactamente la Cruella que conocíamos.

El film persigue su propia entidad y la logra de varios modos. La dirección de Craig Gillespie lo confirma tras Yo, Tonya como uno de tantos alumnos de Martin Scorsese no muy espabilados, pero con intuición para el disfrute del público. Su vínculo con El diablo viste de Prada –buscado desde la misma presencia en el guion de una de las artífices de este recordado film, Aline Brosh McKenna– es refrendado por diálogos de un vitriolo sorprendente para los estándares de la compañía. Mientras que su ambientación en el Londres punk de los 70, aunque confluya en un amasijo de canciones famosas absolutamente desequilibrado, también acierta a darle distinción. 

Lo único que se le puede afear a una experiencia tan satisfactoria como Cruella es que esta sacudida de las expectativas no conduzca a nada realmente transgresor, como sí ocurría en el film de Angelina Jolie. En cambio, la película de Gillespie se conforma con ser una celebración de las posibilidades mutantes del pop, lo que en sí mismo no es menos importante: esta celebración contiene el secreto de por qué Disney se las va a apañar para seguir liderando el mainstream durante, mínimo, veinte años más.