Disney sigue su asimilación latina con 'Encanto', un musical deslumbrante

Alberto Corona

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En los últimos años, Disney ha encontrado en Lin-Manuel Miranda una figura clave para articular su identidad. Una actual, sofisticada y multicultural. El creador del musical Hamilton ha trazado un provechoso vínculo con el estudio materializado en la música de Vaiana, un papel en El regreso de Mary Poppins y, ahora, en un filme como Encanto, nacido de una cuidadosa asimilación de referentes ajenos a EEUU.

Miranda, de ascendencia portorriqueña, ha vuelto a encargarse de la banda sonora, empleando para ella una técnica similar a la que moldeara Hamilton pero también su primer gran éxito sobre las tablas: In the Heights, de la que este mismo año se ha hecho una adaptación al cine titulada En un barrio de Nueva York.

Miranda suele utilizar el hip hop como materia prima para poner en diálogo géneros y estilos poderosamente idiosincráticos, sea la balada rock (Hamilton), la salsa (In the Heights) o, como ocurre en Encanto, la cumbia. Esto último se debe al apego del filme de Disney a la cultura colombiana, que va mucho más allá del asunto musical. El artista ha colaborado con figuras de la industria autóctona como Carlos Vives o Sebastián Yatra para poner en pie su partitura, pero es solo lo más llamativo del calculado esfuerzo de asimilación de Disney. El argumento de Encanto, así, se ha emparentado desde la promoción con el realismo mágico y Gabriel García Márquez.

Al igual que Cien años de soledad, Encanto —dirigida por Byron Howard y Jared Bush (Zootrópolis) en asociación con la cubanoamericana Charise Castro-Smith— narra una saga familiar. Los Buendía de Macondo dejan paso a los Madrigal, que habitan un pueblo de las montañas de Colombia. La maldición que condenaba a cada Buendía a la soledad deviene ahora en la posesión de un don por parte de cada uno de los Madrigal. Encanto, sin dejar de ser un filme eminentemente Disney, se funde con un abanico de rasgos culturales ajenos y, en la habilidad que muestra para ello, se advierte un amplio historial de esfuerzos y tentativas

El viaje del pato Donald

Walt Disney se trasladó con su equipo de animadores a Latinoamérica en 1941, ejerciendo de embajador en un momento muy delicado para las relaciones diplomáticas de su país. Samuel Lagunas, crítico mexicano especializado en animación, considera este suceso como “un parteaguas en la historia del cine animado latinoamericano”, en función a cómo la visita “ejerció de estímulo para el desarrollo de la industria en toda la región”. El periplo de Walt, más allá de encuentros tan icónicos como el que mantuvo con el argentino Quirino Cristiani —responsable del primer largometraje animado de la historia, El apóstol (1917)—, derivó en la realización de dos películas tan relevantes como Saludos amigos y Los tres caballeros.

“Me gusta pensar en Disney como el brazo cultural de la política estadounidense, y viéndolo así podemos entender cómo se ha transformado su relación con Latinoamérica. También cómo ha cambiado su representación en el cine”, explica Lagunas. El viaje de Disney buscaba “fortalecer las alianzas políticas de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y aplacar una posible fascinación por el fascismo”. El desarrollo de los dos largometrajes mencionados, en este sentido, buscaba constituir “una cátedra de animación” que enseñara a los artistas latinoamericanos no solo a animar, sino también a “regionalizar” su animación. Algo lógico pues “¿quién en los años 40 era más experto en animación que Walt Disney?”.

Pienso en Disney como el brazo cultural de la política estadounidense, y así puedo entender cómo se ha transformado su relación con Latinoamérica

Ahora bien, si tomamos como punto definitorio Los tres caballeros —perfeccionamiento de los postulados de Saludos amigos—, nos hallamos ante una relación entre Disney y Latinoamérica muy constreñida a su época, sujeto de drásticas modificaciones desde entonces. Relación, por cierto, abiertamente criticada en el ensayo Para leer al pato Donald, publicación chilena de 1972 que firmaron Ariel Dorfman y Armand Mattelart erigiendo los cómics de Patoaventuras como objeto en torno al cual estudiar nuevas formas de colonialismo. Los tres caballeros auguraba este desequilibrio de fuerzas desde su argumento.

“Los tres caballeros transcurre en un escenario no globalizado, donde pende una mirada orientalista de lo exótico y el folclore. De esta asimilación de la otredad manteniéndola como ‘otra’, en tanto a ese pato Donald que viaja y descubre”. El filme de 1944, en efecto, giraba en torno a Donald recibiendo regalos de “sus amigos de Latinoamérica” y viajando cual turista junto al brasileño José Carioca y el mexicano Panchito Pistoles a localizaciones icónicas. “No es que la animación de lo regional se meta en el espacio del pato Donald, sino que él se mete en el espacio regional, fascinándose y siendo seducido por sus mujeres”, apunta Lagunas.

El escenario real de esas miradas ya no existe, debido a la globalización y, específicamente, al Tratado de Libre Comercio que propulsó una creciente migración latinoamericana hacia EEUU. “A partir de los años 90 hay un aumento del flujo de bienes y personas, y en este nuevo contexto de multiculturalidad tanto Disney como Pixar se han convertido en domesticadores de la diversidad social. Es lo que yo llamo maquinarias de asepsia cultural”. En efecto, pensar en Disney volviendo la mirada a Latinoamérica invoca inequívocamente en Coco, película de Pixar que en 2017 exploraba el Día de Muertos mexicano. Encanto no deja de anidar en esta senda, aunque en sus propios términos.

De 'Coco' a 'Encanto'

“A diferencia de Los tres caballeros, cuando se estrena Coco hay una gran comunidad migrante viviendo en EEUU y siendo público de Disney. Un público nuevo que ya está siendo atendido por la industria hegemónica”. Dicha tendencia pueden ejemplificarla cortos como Sanjay’s Super Team —con respecto a la audiencia india— o Bao a la china, cuya directora Domee Shi está también a cargo del próximo filme de Pixar, Red. “Estos trabajos nos permiten ver a una compañía cada vez más concienciada con la multiculturalidad”.

Lagunas recomienda observar críticamente estos movimientos. “La multiculturalidad no es una inclusión real de la otredad: es una inclusión de aquello que le conviene mantener a la cultura dominante estadounidense. También hay aquí un afán pedagógico. Pero, si antes iba dirigido a los artistas latinoamericanos para enseñarles a animar, Coco busca enseñar cómo vivir”. Una vez aclarada esta coyuntura, queda analizar cómo se enmarca Encanto en ella, y reparar en que su vistazo a la cultura colombiana tal vez no sea tan desvergonzadamente turístico como el abordaje de lo mexicano en Coco, pero sí igualmente revelador.

Se suele entender el nacimiento del realismo mágico en Latinoamérica a partir del choque entre los avances tecnológicos y las distintas supersticiones/tradiciones que permeaban sus culturas. En ese sentido, Encanto parte de un elemento muy bien pensado para invocar el movimiento literario, como es la casa donde se ambienta casi íntegramente la trama. Esta no solo tiene conciencia propia —amparando algunos de los momentos animados más espectaculares en la historia reciente del medio— sino que su arquitectura imposible, desafiando imposiciones físicas al estilo de la Casa de hojas de Mark Z. Danielewski, encapsula elocuentemente la magia de lo hogareño. La magia transmutada en cotidianidad.

Al valorar la casa más allá de sus muros, partiendo del efecto que causa en sus ocupantes, sí nos topamos sin embargo con rasgos que pueden remitir a significantes no exactamente oriundos. Sustituir la soledad centenaria de Márquez por lo que no dejan de ser superpoderes —tan terrenales, además, como la fuerza sobrehumana o el oído afilado—, dota a Encanto de una cercanía muy asequible para públicos mayoritarios y prefijados por el mainstream estadounidense, del mismo modo que lo hacen las derivas narrativas que este don va experimentando. No es casual, por tanto, que sea Mirabel la protagonista: el único miembro de su generación de Madrigal que carece de poderes.

A partir de los esfuerzos de esta protagonista por salvar a su familia pese a la ausencia de un don, Encanto erige una moraleja tan disneyana como exportable que alude a la exaltación de la diferencia y la comodidad con uno mismo como determinantes para cimentar un entorno social sano. Más allá de lo encomiable (o no) que pueda ser esta tesis, indudablemente está más emparentada con las últimas mutaciones del aparato ideológico estadounidense —cada vez más íntimas y recelosas del progreso material, como ya atestiguaba Soul hace unos meses— que con una encaje militante a otro espectro cultural sobradamente acotado.

Toca volver a Lin-Miranda. Tanto en In the Heights como en Hamilton ha apostado por una refundación de la identidad estadounidense suscribiendo las dinámicas multiculturales que describía Samuel Lagunas, y sucede algo similar en Encanto. Con el aliciente de que el filme número 60 de Disney interioriza la gramática Broadway valiéndose de una habilidad que el estudio no mostraba desde los inicios de su 'Renacimiento' en los años noventa. Cada conflicto dramático es expresado con el canto y el baile, entregándose a las coordenadas básicas del espectáculo musical para pulir un dispositivo animado de insultante pericia. Un prodigio expresivo tan apasionante como, en sintonía a la trayectoria de Disney, inherentemente problemático.