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Mujeres rurales rompen las barreras machistas y se encargan de gestionar el agua en Nicaragua

Maricela es fontanera de un comité en el municipio de Chinandega, Nicaragua.

Icíar Gutiérrez

Al igual que en muchas partes del mundo, en las áridas comunidades rurales al norte de Nicaragua las mujeres recorren varios kilómetros para conseguir agua para sus casas. De ellas, y solo de ellas, depende que la familia tenga agua potable a diario para beber, cocinar, bañarse o limpiar. Una tarea vista socialmente como “propia de mujeres” siempre y cuando implique obtener este bien tan básico de forma precaria, acarreando en su cabeza pesados bidones desde el río o el pozo de la zona.

La cosa cambia cuando se trata de construir la red de agua corriente para la comunidad, mantenerla o controlar su gestión. Entonces pasan a ser “asuntos de hombres” y el protagonismo central de las mujeres a la hora de abastecer de agua a los hogares, considerada “una tarea doméstica más”, se diluye.

Ellos son los que se encargan de abrir las zanjas, remover la tierra, organizar, planificar y supervisar el trabajo así como participar en los comités técnicos. Labores valoradas económicamente y más reconocidas por los vecinos, tal y como concluye el informe Las mujeres y la gestión del agua: avanzando en la igualdad de la iniciativa 'Paragua', puesta en marcha en el país por varias ONG españolas y nicaragüenses.

Pero desde hace algún tiempo hay mujeres que están rompiendo estas barreras. Walkiria Castillo es una de ellas. Hace casi dos años que participa en el Comité de Agua y Saneamiento de su pequeña comunidad en el municipio Villanueva, cerca de la frontera con Honduras.

Estos órganos se encargan de la gestión comunitaria del agua potable, es decir, trabajan para que la instalación llegue a todas las viviendas y no haya problemas de acceso: en la comunidad de Walkiria, amenazada por problemas de sequía y de pobreza, solo 50 de los 76 hogares están conectados a la red y ya están haciendo las gestiones con el Gobierno municipal para ampliarla.

Entre sus funciones, Walkiria ejerce de secretaria y también cobra el agua mensualmente a sus vecinos. “Si hay tubos rotos tengo que estar pendiente. Convoco las reuniones y las asambleas, llevo el informe mensual del pago y también leo los medidores para cobrar el agua, es mucha carga de trabajo”, explica en una conversación con eldiario.es.

También ha llegado a examinar, con laboratorios portátiles, la calidad del agua. Cerca de su municipio hay una explotación minera de oro, y aunque están pendientes de que se realice un examen químico, sospechan que su agua puede estar contaminada. “Necesitamos un estudio para saber si nuestra agua se puede tomar, porque desde hace cuatro años que hicimos la conexión no se ha analizado. Hacen exploraciones con cianuro y una debe estar pendiente de qué estamos tomando”, sostiene.

“Quiero que mis compañeras se fijen en mi espejo”

Walkiria tiene 34 años y se incorporó al comité dos meses antes de dar a luz a su último hijo. Nunca había trabajado fuera de casa, donde estaba al cuidado de sus siete hijos y su madre. “Nadie quería asumir el cargo porque hay que dedicarle tiempo. La mujer, cuando también tiene que trabajar en casa, no tiene tiempo para esto. Y yo pensé: '¿Por qué en una comunidad tan pequeña no hay mujeres capaces de desempeñar este rol que todos piensan que no podemos hacer?' Así que entré en el comité, quería experimentar, me gustan los retos”, recuerda.

Aunque apenas recibe remuneración a cambio –500 córdobas mensuales (unos 14 euros)– ya que se considera una labor para la comunidad, participar en el órgano ha venido acompañado, dice, de todo un cambio personal. “Decía que yo no podía, pero sí pude. Ahora me pregunto cómo lo hice, porque no había un hombre que me apoyara, siempre fui madre soltera y siempre desarrollé el papel de que todo era carga mía”, afirma.

“En mi comunidad, las mujeres formales son las que están en su casa, las que se dedican a lo comunitario no tienen oficio ni fundamento. Antes, yo pensaba así, pero ahora creo que las mujeres también podemos hacer lo que hacen los varones. Claro que podemos”, recalca. “Y somos más responsables y reclamamos inmediatamente lo que no nos gusta. También administramos mejor. Debe haber más mujeres para que nos enseñemos y nos digamos que tenemos derechos. Quiero que las demás compañeras se fijen en mi espejo: he podido hacerlo”, concluye.

Junto a Walkiria trabajan dos compañeras más: una en el cargo de tesorera y otra como fiscal. Aunque avanzan, la división machista del trabajo sigue presente en los comités, donde aún hay cargos “reservados” para los hombres, como el de presidente. En los 10 comités en el municipio cercano de Somotillo a los que la ONG Alianza por la Solidaridad brinda apoyo, 30 de los 58 miembros son mujeres. En una de las comunidades, incluso, el comité está formado por mujeres porque la mayoría de los hombres han emigrado a Honduras. Sin embargo, solo hay cuatro presidentas.

“Por el hecho de ser mujer piensan que no podemos asumir un cargo importante. Por la actitud machista, la propia comunidad, que decide quién es su presidente, prefiere que sea un hombre. Es difícil encontrar presidentas”, resume Walkiria. Otro de estos cargos “adecuados para hombres”, según los estereotipos machistas, es el de la fontanería, que requiere formación técnica y casi siempre es remunerado. Un esquema que, por ejemplo, ha roto Maricela, fontanera del comité de Vado Ancho, al norte del municipio de Chinandega.

“Que estas mujeres se empoderen va proyectando la idea de que la gestión del agua no es una cosa solo de hombres y se va avanzando en la brecha. Al inicio, los comités estaban copados principalmente por varones”, indica Lenoshka Ingram, coordinadora técnica de Alianza por la Solidaridad para el proyecto. “Es normal que algunas que son propuestas por las asambleas sientan temores al principio, porque supone enfrentarse a los espacios públicos de decisión dominados por los hombres. Pero muchas asumen el reto y van aprendiendo en el camino”, prosigue.

La coordinadora explica que también existen brechas en la participación en las asambleas de los comités, uno de los principales espacios de decisión sobre cómo se gestiona el agua: aunque van muchas mujeres, participan menos. “Las mujeres sí asisten, el asunto es que muchas veces van solo a escuchar, cuando tienen buenas propuestas. Por los miedos de hablar en público no opinan. Pero al ver que también hay mujeres en la junta directiva, se va de a poquito incidiendo en los cambios de roles y de la idea de que el espacio público es una cuestión de hombres”, comenta.

“He aprendido a valorarme y a ser libre”

Por esta razón, “son importantes”, asegura la cooperante, los espacios donde las mujeres intercambian a solas opiniones y experiencias. Tres o cuatro veces al mes, Walkiria acude a Chinandega a una escuela de lideresas de comités de agua. Esta iniciativa también forma parte del proyecto Paragua, promovido por ONG locales junto a otras como Alianza, Amigos de la Tierra y Ecología y Desarrollo (ECODES).

“Muchas pensamos que, tal vez, los demás nos están vigilando y criticando por nuestra labor. Pero ir la escuela nos reafirma en lo que pensamos, que nuestros sentimientos sobre lo que debemos ser es lo que tendría que ser”, dice Walkiria. “En la escuela he aprendido a valorarme a mí misma como mujer. Y que el cuidado no depende solo de mí como madre, sino de todos. He aprendido a ser libre, a tener tiempo para meditar para mí misma, porque por la fatiga del día nunca me dedicaba un tiempo para concentrarme en mí”, continúa.

Ahora, sus hijos adolescentes, cuenta, han aprendido a cocinar, a limpiar y a cuidar de los más pequeños. “Les enseño que el hombre no tiene que ser machista, que también tiene que lavar los peroles”. Menciona a su hija mayor Yuri, de 14 años. ¿Qué le dice ahora que se ha rebelado contra lo que esperaban de usted? Walkiria sonríe y se toma un par de segundos. “Le digo que tiene que aprender a romper el esquema de que la mujer es para la casa. Que puede ser emprendedora y desempeñar un trabajo de esos que dicen que solo los hombres pueden hacer, como las ingenierías”, sentencia. E insiste, quiere que quede claro: “Las mujeres también podemos”.

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