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Esenciales en la pandemia: “A ver cuándo nos valoran. Si los inmigrantes no trabajamos, no hay comida para nadie”

Isabel, Lamine, María y Suleymane trabajan en sectores indispensables durante la crisis del COVID-19.

Gabriela Sánchez

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Los mensajes xenófobos lanzados por Vox se han propagado durante los dos últimos años, marcados por el auge de la extrema derecha en España. En las últimas convocatorias a las urnas, el discurso anti-inmigratorio ocupó un mayor espacio en campaña electoral. Cinco meses después de las elecciones de noviembre, con los hospitales colapsados por el coronavirus, el Gobierno necesitaba más sanitarios y aceleró la homologación de los títulos de médicos, enfermeras y auxiliares extranjeros. Con las fronteras cerradas, en el campo faltaban manos para recoger la cosecha y el Ejecutivo ha aprobado la concesión de permisos de trabajo a jóvenes inmigrantes en situación regular. Varios sectores considerados esenciales durante el estado de alarma acumulan un alto porcentaje de trabajadores extranjeros, como el agrícola o los cuidados.

La boliviana Isabel Peláez, como tantas otras trabajadoras domésticas, decidió quedarse confinada en la casa donde trabaja para no arriesgarse a contraer el virus y evitar contagiárselo a la señora que cuida desde hace años. El maliense Lamine Diakite no ha dejado de recoger naranjas en Huelva, donde miles de empleados temporeros extranjeros viven en asentamientos sin acceso al agua. A María Minasian, solicitante de asilo armenia, le ofrecieron empezar a trabajar como refuerzo en un supermercado del centro de Madrid justo el primer día de confinamiento obligatorio. Soleymane llegó a Barcelona tras ser rescatado por el Open Arms, uno de esos barcos de ONG criminalizadas por la extrema derecha: hoy es ayudante de cocina en una residencia de ancianos.

Hablamos con cinco empleados migrantes que trabajan en primera línea del coronavirus, en muchos de aquellos sectores que han permitido que lo más básico continúe funcionando durante el confinamiento.

“Si no trabajamos, no hay comida para nadie”

Lamine Diakite alcanzó las costas canarias a bordo de una patera hace 12 años. Desde hace una década, se levanta a las siete de la mañana para recolectar naranjas en el campo onubense. Cuando llegó a Lepe en busca de trabajo, no tuvo otro remedio que dormir en uno de los cerca de 40 asentamientos donde viven miles de temporeros extranjeros en condiciones infrahumanas para recoger la fruta de los terrenos agrícolas españoles.

Allí pasó dos años. “Ningún ser humano merece vivir de esa manera”, denuncia el ciudadano maliense. “Y sobre todo en el momento en que estamos ahora. Hay más gente así que antes, las condiciones no mejoran. Sin agua para lavarse las manos en plena epidemia. Se podría haber solucionado si los hubiesen regularizado, pero no ha habido voluntad”, denuncia Diakite. La dura experiencia vivida durante aquella temporada le ha empujado a ser portavoz de la Asociación de Trabajadores Africanos en Huelva.

“Muchísimos compañeros siguen en esa situación. Ni agua, ni luz. Es infrahumano. Después de una dura jornada de trabajo llegas a casa y, si hace frío, tienes el doble. Si hace calor, el triple”, describe el jornalero. “Tienen que dar papeles a esta gente. Están desesperados porque no pueden contratar a gente en origen y aquí tienen vecinos muy cerca con fuerza física y experiencia”, cuestiona Diakite. “¿Por qué no los regularizan? Los empresarios se aprovechan de su situación?”, se responde el trabajador agrícola.

Cerca de un 20% de los empleados agrícolas dados de alta en la Seguridad Social son extranjeros, según los datos de 2019 del Ministerio de Trabajo. Además, miles de personas sin papeles recogen las cosechas españolas cada año.

La mayoría de sus compañeros, asegura, son extranjeros. “Algunos españoles aguantan como nosotros, pero muy pocos. El 95% somos inmigrantes. Es un trabajo, muy físico y muy duro. Es durísimo. Hay españoles que trabajan una temporada corta pero, cuando le sale otro trabajillo, lo dejan y se van. A mí, sin embargo, me sale rentable este trabajo: hago mucho deporte y no me cuesta tanto”, dice el ciudadano maliense. Su sueldo ronda entre los 45 y 65 euros diarios, en función de la producción, apunta.

El decreto del Gobierno para reclutar a trabajadores agrícolas ante la falta de mano de obra ligada a la crisis del coronavirus se ha limitado a la contratación de parados y la autorización para trabajar de jóvenes inmigrantes de entre 18 y 20 años en situación regular que hasta ahora no tenían permiso para la actividad laboral. El plan de Agricultura no ha incluido ningún proceso de regularización. “Nunca lo vamos a entender. Nos consideran poco útiles y si nosotros no cogemos fruta, no hay comida para nadie. Somos indispensables, a ver si nos valoran”.

Isabel, confinada con la señora que cuida

El día que Isabel Peláez se enteró del confinamiento obligatorio, tuvo que tomar una decisión. Vivía entre Cádiz, donde residen sus hijos; y Sevilla, donde trabaja en la atención socio-sanitaria de una mujer mayor. No podía seguir desplazándose de una provincia a otra cada semana, para evitar el contagio de la anciana a la que cuida, enferma por un tumor cerebral. Isabel se reunió con sus empleadores y les dijo que había pensado en quedarse confinada con ella.

“Me tuve que confinar con esta paciente porque no quería ser transmisora, he decido quedarme con ella en su casa para protegerla. No quiero ser responsable de la salud de nadie. Ellos me respondieron muy agradecidos”, relata Peláez. La mujer, de origen boliviano, lleva 15 años en España. Viajó a Andalucía con visado de trabajo desde su país.

Durante ese tiempo, ha tenido que dejar de cuidar a personas de su familia para atender a ancianos españoles. La primera vez, los problemas económicos la forzaron a dejar a su hija de seis años en su país. Hace dos años, volvió a viajar a su Bolivia para atender a su madre, enferma de Alzheimer. “Regresé ahora porque tengo que trabajar. He dejado a mi madre, que está perdiendo la cabeza totalmente. Pero yo rezo cada día. 'Dios mío, estoy cuidando a esta persona pero cuídame de mi madre mientras alcanzo dinerito para pagar la medicación. Intento hacer el bien aquí, para recibir el bien allá”, cuenta Peláez, quien también forma parte de una red de mujeres migrantes, que durante la cuarentena está prestando una gran apoyo a las vecinas afectadas por la COVID-19.

Alrededor de un 40% de las trabajadoras domésticas son extranjeras, según los datos del Ministerio de Trabajo del año 2019. Como en el caso del sector agrícola, centenares de mujeres están en situación irregular en España, por lo no tienen contrato. Según estima UGT, cerca de 200.000 empleadas del hogar permanecen en la economía sumergida.

“Empecé a trabajar el día 1 de la cuarentena”

El día 1 de confinamiento obligatorio, el 15 de marzo, María acudió a su primer día de trabajo en España. Una conocida cadena de supermercados necesitaba personal de refuerzo de cara al aumento de la demanda surgida aquellos días en los que decenas de personas acudían a comprar en masa en busca de papel higiénico. La joven armenia, de 19 años, llegó a España hace más de un año junto a su madre en busca de protección internacional.

Además de estudiar, María ha empezado a trabajar tres días a la semana en un supermercado de Madrid ante las bajas de varios empleados. “Necesitan ayuda, están de baja, están malitos y no pueden venir. Cuando entré a trabajar estaban todos, solo faltaba una chica. Hace dos semanas no están cuatro o cinco personas”, explica la solicitante de asilo, apoyada por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado. “No quiero pensar en si es COVID-19. Si lo pienso, tendré más miedo, así que yo no pienso nada. Yo quiero ayudar, me gusta trabajar y transmitir buenas emociones a quien compra algo”, sostiene.

Desde el otro lado de la caja registradora, ha observado las diferentes fases de la cuarentena. Los primeros días “era una locura”, recuerda. “Gente que compraba medio supermercado, se llevaban todo”, describe María. “Ahora es al revés: vemos a las mismas personas casi todos los días comprando poquitas cosas”, comenta entre alguna broma. Cada día de trabajo, toma el cercanías y el metro para llegar al supermercado. El resto de días continúa estudiando para sacarse el título de la ESO y trata de cuadrar los horarios para superar los exámenes realizados en el instituto para adultos a través de videoconferencia.

De rescatado del Open Arms a trabajar en una residencia

Hace casi dos años, Soleyman pedía auxilio junto a otras 59 personas en una pequeña balsa hinchable en el Mediterráneo Central. El buque humanitario Open Arms los rescató en medio del mar, pero los puertos más cercanos estaban cerrados para ellos. En aquel momento, España todavía tenía una posición abierta a la llegada del barco de rescate de la ONG catalana, a la que impediría zarpar para salvar vidas tiempo después. Los 60 inmigrantes llegaron a Barcelona.

El joven de Guinea Conackry repetía en el buque una y otra vez que quería aprender español. Y lo ha conseguido. Mientras espera la resolución de su solicitud de asilo, Soleymane trabaja ahora como ayudante de cocina en una residencia de ancianos en Tarragona durante la crisis de la COVID-19. Por el momento, no ha habido ningún caso positivo. “No tengo miedo. Me gusta trabajar allí, es muy divertido hablar con ellos, me tratan muy bien”, describe el guineano, quien realizó un curso de catering con CEAR. “Ellos me dicen que están contentos conmigo, que hay mucha gente que no ha durado y yo sí”, dice entre risas y con cierto sonrojo.

Carolina, repartidora: “No podemos parar”

Carolina, de nacionalidad venezolana, es repartidora para Deliveroo y Amazon Flex. Durante el confinamiento, ha continuado recorriendo las calles del sur de Madrid para entregar comida y paquetes a domicilio. La compra on line de alimentos o productos es otra de las actividades económicas esenciales mantenidas durante el estado de alarma.

Buena parte de los riders que llaman a las puertas de las casas y dejan el pedido en el felpudo durante el confinamiento son extranjeros, como Carolina, quien solicitó asilo en España hace dos años y actualmente cuenta con la residencia por razones humanitarias.

Durante los últimos años, la principal nacionalidad de origen de los demandantes de protección en España es la venezolana. La repartidora cuenta que muchos de sus compatriotas han visto en estas plataformas una manera de entrar en el mercado laboral en sus primeros meses en España. “En muchos trabajos no hacen contratos con la tarjeta roja -la documentación con la que cuentan los solicitantes de asilo-. Me he mantenido en este trabajo por eso y por la flexibilidad horaria, mientras esperaba la residencia”, señala la repartidora. “Pero ahora intentaré buscar algo estable. Como autónoma, vivo con mucho estrés: si no hago pedidos no cobro. No podemos quedarnos en casa aunque nos dé miedo salir por el virus”, dice la trabajadora.

“Yo antes trabajaba todos los días, de lunes a lunes. Ahora, intento no salir todos los días para minimizar el riesgo de contagio”, detalla la mujer venezolana, quien vive con su madre, a quien considera persona de riesgo. En esta época, Carolina ha notado que “en cuatro horas de trabajo” debe repartir más paquetes de Amazon que antes. Cuando acepta “un bloque”, la empresa le entrega los paquetes y la ruta de distribución. “Ha aumentado mucho. Si antes te daban 30, ahora te dan 50 cajas y te pagan lo mismo”, se queja la autónoma. “Además de ser más trabajo y siento que es más riesgo. Ahora, en el mismo tiempo, voy a unas 50 casas”, lamenta.

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