Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Conocimiento
Los jóvenes franquistas, fascistas, bruscos de palabra y déspotas de corazón, rehenes de las redes sociales, son creyentes, tienen una fé fanática, incondicional en el régimen criminal del general Franco del mismo modo que los monjes escolásticos de la Edad Media creían ciegamente en los dogmas de la Iglesia; dogmas como el de la Inmaculada Concepción o el de la Ascensión del Señor. No se puede discutir con fanáticos. Este es un principio elemental. Más si son fanáticos que consideran que la felicidad está en los retrocesos, en la vuelta atrás hacia un pasado mitificado de boina calada, misa dominical, sotanas en la escuela, seiscientos en la calzada y verdes prados donde las mariposas volaban, los troncos de los árboles se retorcían plácidamente, las vacas pastaban y los hombres y las mujeres, en santo matrimonio, caminaban cara al sol hacia un horizonte crepuscular, católico y bendecido por el Tribunal de Orden Público.
Lo propio de la juventud, además de la tristeza que provoca la sensualidad, es la divagación, la arrogancia y cierto lirismo revolucionario, aunque casi siempre como defensa ante el propio desconcierto, pero la juventud es tan solo una concesión temporal. Como todo en la vida. Concesión, en este caso de plenitud física, egolatría, vaguedad y en contadas, contadísimas ocasiones de una deslumbrante belleza. Pero una na vez perdido el divino tesoro que “ta vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”, todo es estremecerse con el descubrimiento, en primer lugar, de la insignificancia de casi todas las cosas, empezando por la propia insignificancia, para advertir más tarde, primero como sospecha, luego como certeza, que el enemigo más peligroso de la humanidad, del cual es imposible defenderse, es la estupidez.
Ya sea contemplando la televisión, haciendo macramé, jugando a las palas en un frontón deshabitado, paseando al perro o llorando de madrugada en los lavabos de las discotecas donde nos hemos dejado la juventud, por todas partes nos persigue la sospecha de que, vayamos por donde vayamos, siempre nos alcanzará la sombra del mayor peligro: el peligro de una estupidez que lo oscurece todo. El último estremecimiento, sin embargo, el más divertido, el del vértigo ante la huida del tiempo, nos descubre que seguramente lo más estúpido de la vida sea la tendencia a olvidar nuestra propia memez, maniatados, como estamos, a una ingente cantidad de supersticiones, mitos, leyendas, dioses inventados y otras disparatadas creencias. En fin, todo requiere conocimiento. Todo. También conocimiento de nosotros mismos y de nuestra historia. Pero, claro, es mucho más fácil, mucho más cómodo, creer que conocer.