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Cuando el cuerpo nos recuerda que seguimos vivas

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En poco tiempo hemos pasado de no saber nada sobre la menopausia a verla en todas partes: en televisión, en redes sociales, en boca de psicólogas, psiquiatras, nutricionistas, influencers. Lo que no se hablaba hoy ocupa titulares, campañas de ministerios, podcasts y, como no podía ser de otra manera, anuncios ofertando productos para sentirnos mejor.

Y sí, puede parecer una sobresaturación, pero es algo que suele ocurrir cuando un tema oculto ve por fin la luz. Lo importante es que la menopausia deje de tratarse como un fenómeno y empiece a asumirse como una condición vital más, sin necesidad de justificar. Que deje de ser noticia y pueda volverse una experiencia que merece ser vivida, sin dramatismos ni eufemismos, simplemente parte de lo que somos.

Por ahora necesitamos seguir hablando, ya que requerirá de un tiempo para ver ese paso en toda su dimensión. Pero sobre todo, necesitamos que las mujeres se sientan mejor, que puedan mirar la menopausia como una posibilidad para abrir perspectivas, para reconfigurar la relación con el propio cuerpo y el futuro.

Algo empieza a cambiar. Las mujeres ya hablan en voz alta de sus sofocos —hasta presumen de abanico—, de su insomnio, de su deseo cambiante. Se hacen bromas, se comparten consejos, se recomiendan alimentos y suplementos para reducir la inflamación, dormir mejor o recuperar la libido.

Esa nueva conversación pública, aunque a veces se quede en lo superficial, es un paso importante: hablar significa ponerlo en la agenda —también en la política—.

Pero más allá de las recetas, los ejercicios o los mil productos para hidratar nuestras vaginas y vulvas, hay algo más profundo: cómo nos sentimos y relacionamos con el otro. Cómo nos miramos. Cómo nos miran.

Paradójicamente, en un momento histórico en que la maternidad ha dejado de ser una prioridad vital para muchas mujeres, y cuando las sociedades atraviesan una crisis demográfica que pone en duda la propia continuidad de la especie, la menopausia sigue estando leída desde la falta: la falta de fertilidad, la incapacidad de reproducción. Como si el valor del cuerpo de la mujer solo pudiera medirse por su capacidad de dar vida.

Quizás lo que nos falta hoy es el reconocimiento: del otro, de los otros.

En 'La desaparición de los rituales', Byung-Chul Han explica que, al perder el vínculo simbólico con el mundo, también perdemos la capacidad de habitar las transiciones de la vida con sentido. Los rituales eran formas de reconocer lo que cambia y, al mismo tiempo, de dar continuidad a lo que permanece: permitían “instalarse en el tiempo” y convertir el paso por las distintas etapas en una experiencia realmente habitable.

Hoy, sin símbolos ni ritos, las transformaciones vitales se viven como interrupciones de “lo normal”. La menopausia, que antes podía haber sido acompañada por saberes comunitarios o gestos que marcaban un nuevo lugar en el ciclo de la vida, ha quedado reducida al lenguaje biomédico, a veces al estigma o al silencio. La sociedad no ofrece marcos que la reconozcan.

Esta ausencia de sentido colectivo nos deja sin herramientas para interpretar el cambio. El cuerpo “menopáusico” se experimenta entonces como un cuerpo “fuera de lugar” en una sociedad que solo valora lo productivo, lo joven y lo inmediato. Sin rituales que acompañen la transformación, la menopausia se vive en soledad, sin la dimensión comunitaria que antes podía ayudar a integrar lo que se pierde y a celebrar lo que nace.

Recuperar lo simbólico —como forma de reconocimiento y pertenencia— permitiría resignificar esta etapa: no como decadencia, sino como un nuevo modo de estar en el mundo. Restaurar espacios de encuentro podría devolverle a la menopausia su carácter de tránsito, de reencuentro con una totalidad que vuelve a unir las partes que el tiempo ha separado.

Lo simbólico nos permite habitar el tiempo, ordenar lo cotidiano, crear pertenencia. Cuando desaparece, quedamos expuestas a un tiempo acelerado y sin memoria, donde los cambios vitales —como la menopausia— se viven de forma individual, sin relato ni reconocimiento.

La menopausia no solo transforma el cuerpo: transforma la mirada y, al mismo tiempo, remueve —a veces desajusta— la manera en que nos relacionamos eróticamente, porque pone el cuerpo —sus límites, sus ritmos, sus nuevas formas de placer o cansancio— en primer plano. Y eso lo cambia todo.

A veces el deseo está, pero el cuerpo no acompaña. O al revés: el cuerpo responde, pero el deseo parece ausente. Pueden aparecer incomodidades, dolores, ritmos diferentes, pero también una nueva lucidez sobre lo que ya no queremos sostener. No se trata solo de hormonas: es una reconfiguración profunda de cómo queremos encontrarnos con el otro, de qué lugar le damos al placer, al descanso, a la ternura o al juego.

A veces incluso aparece la pereza, no por desinterés, sino porque ya no queremos lidiar con ciertas dinámicas que antes tolerábamos sin pensarlo: la prisa, la exigencia, la necesidad de agradar o de rendir. El cuerpo, en esta etapa, marca otro ritmo, más honesto, más libre. Escucharlo puede abrir un modo distinto de vivir el deseo.

Y quizás ahí está su potencia: en permitirnos relacionarnos desde otro lugar, menos condicionado por la producción o el vigor de la juventud.

La menopausia, inevitablemente, se cruza con esa frontera. Es parte del proceso de envejecer o, si se quiere, de madurar. Pero conviene recordar que envejecer no empieza con la menopausia: comienza desde el momento en que nacemos. Lo que cambia es la conciencia del tiempo. En el climaterio, ese paso se hace visible, tangible. El cuerpo nos recuerda que estamos vivas, que el tiempo nos habita, y que aún hay muchos modos de sentir y desear.