Menús de 60 euros

Hay cifras que no son grandes por su cuantía, sino por lo que expresan; o, mejor dicho, por el mundo que revelan. En la reciente auditoría externa de las cuentas del PSOE, uno de los criterios utilizados para detectar posibles gastos “suntuarios o excesivos” merece una atención que va más allá de la mera anécdota contable.

Para establecer qué se considera un gasto razonable en comidas, los autores del informe han tomado como referencia la dieta de manutención fijada en un real decreto de 2002 sobre indemnizaciones por razón del servicio, en concreto, la correspondiente al llamado Grupo 1, en el que se encuadran altos cargos, magistrados del Tribunal Supremo o embajadores. Esa dieta asciende a 53,34 euros. Pero como la norma no se actualiza desde 2005, los auditores han decidido redondear la cifra: 60 euros por comensal.

Ese es, según el criterio empleado, el umbral de lo “normal”, de lo no excesivo, de lo que no merece reproche alguno. A partir de ahí empieza el lujo. Por debajo, la corrección. Que este sea el estándar elegido no es un detalle menor ni una simple cuestión técnica. Es una ventana abierta a un universo mental muy concreto: el de una política que ha normalizado como corriente lo que para la inmensa mayoría de la ciudadanía es sencillamente inalcanzable en su vida cotidiana.

Es cierto que en el contexto de un caso de corrupción en el que se hablaba con desparpajo de “chistorras” (billetes de 500 euros) y “lechugas” (billetes de 100) discutir sobre el precio aceptable de un menú puede parecer el chocolate del loro. Pero no lo es. Precisamente porque no hablamos de sobres, comisiones ni mordidas, sino de lo que se considera razonable, aceptable, incluso discreto. De la escala de valores que opera cuando nadie cree estar haciendo nada malo.

Para la mayoría de personas, 60 euros es la compra de varios días, una factura de gas o electricidad, un pequeño desahogo que hay que pensar dos veces. Para quienes auditan, gestionan y se mueven en los entornos del poder, es el precio estándar de un menú que no merece ni comentario. Dos mundos que apenas se rozan.

El problema no es el redondeo. Ni siquiera la cifra concreta. El problema es que nadie haya visto ahí nada extraño. Que ese sea el punto de partida, el suelo moral desde el que se mide el exceso. Porque la política, cuando se encierra en sus propias referencias, deja de representar y empieza simplemente a administrarse a sí misma.

Para la mayoría de personas, 60 euros es la compra de varios días, una factura de gas o electricidad, un pequeño desahogo que hay que pensar dos veces

Y así, entre dietas, decretos desfasados y menús de 60 euros, se va construyendo un ecosistema autorreferencial, cada vez más alejado de la vida real. No es una anécdota. Es una señal. Y las señales, cuando se ignoran, acaban convirtiéndose en abismos políticos.