Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Migrantes
En este mundo hay pocas cosas seguras. El dolor, la sucesión de las estaciones, el llanto de los recién nacidos, la certeza de que en cada pueblo hay un tonto, la búsqueda del consuelo amoroso, el deterioro físico y algún gallego soltando sandeces desde cualquier tribuna de los conservadores nacionales. Lo demás es tan incierto como el porvenir, dependiendo casi siempre más del azar que de la voluntad humana.
También es el azar, en combinación con la necesidad, lo que nos convierte en migrantes: personas necesitadas en busca de un país que nos acoja, de una bandera que nos conforte, de un techo que nos cobije y de algo más que un raquítico mendrugo de pan con el que distraer el hambre.
Los ingenieros de los legendarios Altos Hornos de Vizcaya, los primeros, llegaron a este territorio de Bélgica, de Inglaterra, de Holanda, para poner en funcionamiento las industrias de la margen izquierda de la ría. Los obreros vinieron de la España profunda. La España rural, reseca, polvorienta, castigada por los terratenientes, las moscas, una Iglesia medieval y la escasez de lluvias. Los más llegaron para trabajar en la construcción, en las navieras, en las fábricas. Los menos, para jugar al dominó en la casa regional correspondiente y todos para combatir el tedio, la nostalgia y la pobreza rellenando quinielas, haciendo trampas al mus, acudiendo a Lasesarre o a las Llanas los domingos por la tarde y bebiendo vino barato en las tabernas donde la derrota se instalaba cerca de los váteres, junto a algún grasiento frigorífico..
La historia siempre se mueve en círculos, por lo que nada, salvo los dinosaurios, puede considerarse definitivamente extinguido. Los migrantes que llegan ahora a nuestro territorio, llegan desde el lejano Oriente, desde el Magreb, desde Sudamérica o desde el África subsahariana para trabajar en el andamio, vender rosas callejeras, tejer pantalones en minúsculos talleres o para cuidar de nuestros mayores.
En este mundo todos, en un momento determinado de nuestra biografía, podemos ser migrantes empujados por el azar y la necesidad. Todos. Con mayor o con menor fortuna, pero todos podemos convertirnos en migrantes en busca de un país que nos acoja, de una bandera que nos conforte, de un techo que nos cobije y de algo más que una cucharada sopera con la que calentar el desarraigo extendido por los huesos como un paisaje de hielo y soledad de campo. Y aunque nada de esto nos suceda en nuestro breve tránsito por este superpoblado planeta, siempre existe la posibilidad de estar sujetos a aquello tan platónico de la “transmigración del alma”. ¿O es que acaso esto tampoco era cierto?.