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A mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo un anciano caballero que había tenido un papel muy importante en la vida de la comunidad húngara en los años anteriores a la primera guerra mundial, político muy culto, muy viajado, famoso por sus mordaces y lúcidos comentarios, mantuvo una conversación en un pequeño hotel de la capital húngara con el escritor Sandor Marai que por esas fechas debía de rondar los cuarenta y muchos años. En esa conversación, tras constatar ambos interlocutores que los pueblos suelen usar la noción de honestidad en los libros escolares pero que en la práctica obedecen siempre y únicamente a sus intereses vitales con independencia de que éstos sean honestos o deshonestos, el escritor húngaro, teniendo muy en cuenta la diferencia de edad que les separaba, le manifestó al anciano político de más de ochenta años, que él esperaba que las dos guerras mundiales hubieran sembrado en el alma de la humanidad la semilla de la solidaridad recíproca, las ganas de cooperar y la necesidad de crear unidades más grandes.

Marai recalcó que los medios de transporte, la telecomunicación moderna, una industria mundial que naciera del interés común, todo ello exigiría crear grandes alianzas y unidades económicas de mayor tamaño, a las que seguirían experimentos de cooperación política e incluso intelectual. En aquella conversación, el autor del libro de memorias titulado “Confesiones de un burgués”, finalizó diciendo que “si algún día en Europa occidental se lleva a cabo la unión aduanera, o se hace realidad la moneda común entre diversas regiones y países, con el tiempo se terminarán diluyendo las fronteras nacionales”. El anciano político escuchó las palabras del escritor que terminaría sus días suicidándose en la ciudad de San Diego, California, en el año mil novecientos ochenta y nueve, y con un leve deje de cinismo pero con la sabiduría que a algunas personas, no muchas, les suele conferir la experiencia, asintió indulgente con la cabeza y esbozando una sonrisa compungida a modo de despedida contestó: “Querido amigo, el mundo es material inflamable...

No puede encerrarse en una caja fuerte de planes y pactos a prueba de incendios y basta una sola persona para prenderle fuego con una sola cerilla encendida en el momento adecuado“. Transcurridos los años tras aquella conversación, parece ser que lo que Sandor Marai tanto anhelaba ya existe: se llama Unión Europea. Pero lo que tanto temía el anciano político parece ser que también existe: se llama resurgimiento de los nacionalismos – británico, ruso, italiano, polaco, húngaro, español, catalán, vasco, etcétera, etcétera –; o sea el retorno a la tribu. Como si no hubiéramos aprendido nada de la historia que padecieron nuestros antepasados...

A mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo un anciano caballero que había tenido un papel muy importante en la vida de la comunidad húngara en los años anteriores a la primera guerra mundial, político muy culto, muy viajado, famoso por sus mordaces y lúcidos comentarios, mantuvo una conversación en un pequeño hotel de la capital húngara con el escritor Sandor Marai que por esas fechas debía de rondar los cuarenta y muchos años. En esa conversación, tras constatar ambos interlocutores que los pueblos suelen usar la noción de honestidad en los libros escolares pero que en la práctica obedecen siempre y únicamente a sus intereses vitales con independencia de que éstos sean honestos o deshonestos, el escritor húngaro, teniendo muy en cuenta la diferencia de edad que les separaba, le manifestó al anciano político de más de ochenta años, que él esperaba que las dos guerras mundiales hubieran sembrado en el alma de la humanidad la semilla de la solidaridad recíproca, las ganas de cooperar y la necesidad de crear unidades más grandes.

Marai recalcó que los medios de transporte, la telecomunicación moderna, una industria mundial que naciera del interés común, todo ello exigiría crear grandes alianzas y unidades económicas de mayor tamaño, a las que seguirían experimentos de cooperación política e incluso intelectual. En aquella conversación, el autor del libro de memorias titulado “Confesiones de un burgués”, finalizó diciendo que “si algún día en Europa occidental se lleva a cabo la unión aduanera, o se hace realidad la moneda común entre diversas regiones y países, con el tiempo se terminarán diluyendo las fronteras nacionales”. El anciano político escuchó las palabras del escritor que terminaría sus días suicidándose en la ciudad de San Diego, California, en el año mil novecientos ochenta y nueve, y con un leve deje de cinismo pero con la sabiduría que a algunas personas, no muchas, les suele conferir la experiencia, asintió indulgente con la cabeza y esbozando una sonrisa compungida a modo de despedida contestó: “Querido amigo, el mundo es material inflamable...