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“El PP de Galicia ya no existe”: cómo el partido de Fraga es hoy una sucursal de Madrid

El expresidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo (i), y el presidente fundador del PP, Manuel Fraga, durante la Fiesta del Albariño en Cambados en 2011

Daniel Salgado

Santiago de Compostela —

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Hace una semana, a la misma hora en que la Mesa del Congreso aprobaba el uso de las lenguas cooficiales en el hemiciclo, el PP gallego votaba en contra en el Parlamento autonómico. “Una sobreactuación que aparta el foco de lo que realmente preocupa en la calle”, adujo el diputado encargado de exponer la postura del grupo popular, en una reiteración del argumentario del partido. Lo sucedido, más allá de su carácter simbólico respecto a los idiomas del Estado, es síntoma de la culminación de un largo proceso, explican analistas consultados por elDiario.es, el de la asimilación de la derecha gallega a la madrileña. “Desde el punto de vista discursivo, político o ideológico, el PP de Galicia ya no existe”, sostiene el ensayista y colaborador de este periódico Antón Baamonde.

“Yo desde luego hubiera votado a favor”, no duda en asegurar Xesús Palmou. Lo fue casi todo en el Partido Popular de Fraga Iribarne: concejal, conselleiro de Xustiza e Interior y, entre 1999 y 2006, secretario general de los populares gallegos. “No me opondría”, insiste, aunque eso no significa que cuestione la actual línea política de la que fue su organización: “[Ese voto en contra] no quiere decir que el PP no haga una defensa a ultranza del uso del gallego en Galicia. Hacerlo en el Congreso no creo que sea un asunto central”. El consenso institucional sobre el gallego fue uno de los paradójicos logros de la etapa Fraga –un político que procedía de la cúpula de la dictadura– con el que Núñez Feijóo arrampló sin miramientos al llegar a la presidencia de la Xunta de Galicia en 2009. Su primer gabinete redujo, por primera vez en democracia, la presencia de la lengua cooficial en la enseñanza.

Es ahora su sucesor, y entonces número dos, Alfonso Rueda, el que no se aparta de ese camino. “Es una cesión a Puigdemont”, se despachó este martes. “En 2009, y con Fraga fuera de juego, Feijóo y Rueda se atreven a hacer algo que no se habían atrevido antes”, señala Lourenzo Fernández Prieto, catedrático de historia de la Universidad de Santiago y articulista habitual de La Voz de Galicia. Palmou no lo comparte. El Plan de Normalización Lingüística que, en 2004, subscribieron PP, Partido Socialista y los nacionalistas del BNG sigue vigente, dice, y a cargo del departamento de Política Lingüística se encuentra Valentín García, “del más alto nivel, y con credenciales galleguistas”. Las partidas presupuestarias destinadas a la materia se han reducido, sin embargo, de manera drástica. Y el ahora presidente del Gobierno gallego, Alfonso Rueda, se sumó en 2007 a una manifestación de la desaparecida asociación contraria al gallego Galicia Bilingüe.

Antón Baamonde recuerda que fue Feijóo quien colocó el gallego en “el epicentro” de su estrategia de asedio al bipartito de Touriño y Quintana y “lo puso en cuestión”. Pero aquello, añade, fue solo un elemento más en el giro que estaba introduciendo en el PP gallego. “Su política fue consistentemente centralista y de una derecha radicalizada”, considera, “a día de hoy, no se sabe cuál puede ser su especificidad respecto del PP madrileño”. Sus sucesivos ejecutivos no solicitaron ni lograron ninguna nueva competencia y, bajo su mando, el sistema financiero autonómico se disolvió sin mayores aspavientos por parte de la derecha política y social. “Las condiciones en que un banquero venezolano ganó las cajas son dignas de ser investigadas”, apunta, en referencia a la constitución de Abanca a partir de las cajas gallegas de ahorro. Además, sus pronunciamientos públicos se adhieren prácticamente sin matices a los emitidos por Génova, también en lo referido a los pactos con la extrema derecha, por ejemplo.

Pero Baamonde no equipara la metamorfosis estratégica de los populares gallegos con su debilitamiento. “Su aparato sigue siendo poderoso”, advierte, como demuestran los 700.000 sufragios del 23 de julio –menos que la suma de socialistas, BNG y Sumar–, “y es un partido que está muy naturalizado en Galicia”. Fernández Prieto coincide, y habla de una estructura enorme y enraizada, con militantes “hasta en la última aldea”, “un mastodonte”. Quizás por eso, anota, el viraje hacia el centralismo y la pérdida de autonomía le ha llevado años desde lo que entiende como “turning point” de 2009, “que empieza con los ataques a la lengua” por parte de Feijóo. Y que finaliza, por el momento, con el sometimiento del PP de Ourense a las directrices de Rueda: la Guardia Civil cazó a Manuel Baltar, presidente de la Diputación y del partido en la provincia, a 215 por hora y al volante de un coche oficial, y la cúpula popular de Santiago aprovechó la circunstancia para apartarlo. Lo envió al Senado y en el ente provincial se sienta ahora Luis Menor, cercano a Rueda.

Las guerra entre boinas y birretes

Rueda ha triunfado donde, en su día, se estrelló Núñez Feijóo. “No diría que ha solucionado esas tensiones. En Pontevedra, por ejemplo, el PP de la ciudad y el de los pueblos no acaban de entenderse”, indica Fernández Prieto. Esa fractura, la que separa una derecha urbana de una rural, atravesó a los populares gallegos durante toda su historia. En el cambio de siglo, adoptó el nombre periodístico de guerras entre boinas y birretes. Xosé Hermida, cronista de El País, las siguió entonces con dedicación. “Cuando ocurrió el accidente del Prestige”, relata a elDiario.es, “la dirección madrileña aprovechó la crisis y el deterioro físico de Fraga para acabar con el partido autónomo”. Por aquel entonces, las relaciones entre el PP gallego y el estatal ya no atravesaban su mejor momento. Fraga se había descolgado del furibundo nacionalismo español de Aznar con su propuesta de administración única –según la cual la Xunta de Galicia acabaría desplazando a la administración periférica del Estado– y había causado incomodidad en Madrid. Xesús Palmou también menciona esta y otras iniciativas –la presencia de Galicia en las negociaciones comunitarias que le afectasen, “algo que se consiguió”–, “lo que no quiere decir que estuviese enfrentado a Madrid”.

“Fraga quería marcar perfil propio en la política estatal. Era el fundador del partido y nadie le tosía. Xosé Cuíña [entonces conselleiro de Política Territorial], al mismo tiempo, acentuaba su galleguismo”, dice Hermida. No se trataba tanto de una elaboración teórica como de un reparto de poder. “A menudo era folclorista y sentimental”, añade, “pero es cierto que figuras políticas como Cuíña no querían hacer carrera en Madrid. Su aspiración era la presidencia de la Xunta. Era, de alguna manera, gallegocéntrico”. Ya no es el caso. El salto de Feijóo a Madrid, que no se atrevió a dar en 2018 y sí cuatro años después tras involucrarse junto a Díaz Ayuso en la decapitación política de Pablo Casado, resulta el ejemplo más expresivo, pero no el único: junto a él, además de un nutrido grupo de asesores, se marcharon el portavoz parlamentario Pedro Puy o el vicepresidente de la Xunta, Francisco Conde, ambos ahora diputados en el Congreso. No solo sucede en el PP.

“Tal vez haya una Galicia que ha evolucionado como el PP en esa dirección, Madrid”, inquiere Antón Baamonde, “es una pregunta inquietante, en qué medida esa ausencia de diferencia entre el PP gallego y el madrileño, que antes sí había, responde a una característica de la sociedad gallega”. En cualquier caso, las posiciones de Cuíña respecto a sus teóricos superiores en Madrid que recuerda Hermida son ahora inimaginables en el PP. “Durante el Prestige fueron los de la boina los que avisaron a Fraga de que debía tomar el mando, que el gobierno [de Aznar] no estaba haciendo nada”, afirma, “aquello desató la ofensiva para reducirlos a la obediencia”. La historia se repitió, casi en forma de farsa, con Baltar, “el último residuo” de la corriente.

La “diluida retórica galleguista” de Feijóo

Feijóo, promovido por otro gallego fundamental para entender las vicisitudes del conservadurismo español, José Manuel Romay Beccaría, se hizo entonces con el control del PP gallego. Era en el momento en el que, por segunda vez en la historia de la autonomía, la izquierda y el nacionalismo gobernaban la Xunta. Una oposición frontal y sin cuartel rematada con una campaña electoral que según el propio Rueda “había tensionado mucho el tema” lo condujo a su primera e inesperada mayoría absoluta en Galicia.

“Creo que sí hubo cierto cambio en su discurso una vez ganó las elecciones”, entiende Xosé Hermida, “volvió a cierto galleguismo retórico, pero mucho más diluido que en la etapa de Fraga”. Lo que le valía extemporáneas críticas por “nacionalista” a cargo de la más hiperventilada derecha madrileña y le servía para construir una imagen centrista que no se compadecía con los hechos concretos. Poco más. En la primera de sus legislaturas se empeñó en desmontar las políticas del bipartito, incluidas aquella que protegían y promocionaban la lengua gallega, abandonó la preocupación por aumentar el autogobierno o profundizar en el Estatuto. Menos todavía por modificarlo, después de haber boicoteado su reforma en 2007. Redujo al mínimo las políticas de memoria histórica. A partir de ahí, instaló cierto piloto automático, sin grandes medidas de fondo ni un horizonte claro. Ganó cuatro mayorías absolutas consecutivas. Antón Baamonde resumió sus impresiones en el titular de un breve ensayo publicado en elDiario.es: “¿Pero qué ha hecho realmente Feijóo?”. Su sucesor, Alfonso Rueda, ha hecho del continuismo su bandera explícita. Y entre sus objetivos no parece figurar, de entrada, la recuperación ni del consenso sobre el idioma propio ni de la autonomía política de su partido.

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