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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Mi madre murió por coronavirus y estos días me han servido para pensar sobre la naturaleza del duelo

Varios operarios entierran un féretro.

Luis García Tojar

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Mi madre murió el 26 de marzo, probablemente por Covid-19. Los médicos que vinieron a su casa escribieron en el certificado “insuficiencia respiratoria” y en dos días estaba enterrada o mejor dicho puesta bajo tierra, para evitar todo lo que esa palabra significa y que aquí no ha sucedido. Me fue prescrito un período de cuarentena, pues había estado con ella y también tenía síntomas, y me encerré veinte días en mi casa con la sola compañía de su gato. Dos más entre los muchos casos no contabilizados de esta epidemia.

Lo primero que pensé entonces fue que me enfrentaba a un duelo difícil. Imaginaba que estaría muy triste, sin poder abrazar a nadie (aún no lo he hecho, gato aparte), en medio de un vacío vertiginoso. Sin embargo, no ha sido así. Poco tiempo después, para mi propia estupefacción estaba tele-planeando el verano con mi pareja (vivimos en ciudades distintas), video-chateando con amigos, retomando las clases e incluso haciendo pan. Solo la pegajosa sensación de que debería estar “peor” me hacía sospechar de esta nueva normalidad y me atrapaba en un inquietante juego de espejos: todo lo que hacía en el día a día parecía falso respecto de una verdad desconocida o inconsciente. ¿Acaso no la quería?

Si para algo, estos días me han servido para pensar un poco sobre la naturaleza del duelo. Y quiero contar aquí estas reflexiones con la esperanza de que puedan resultar útiles a quien se encuentre ahora en una situación similar. Como tantas veces ocurre en la vida, aprendemos lo que ya sabíamos. Por ejemplo que el duelo es un proceso grupal, no individual. Sociológico, antes que psicológico. En casos como el mío, la tribu doliente se reúne en torno al muerto y realiza lo que Durkheim (Las formas elementales de la vida religiosa, 1912) llamó “rito piacular”: una ceremonia en la cual, a través de la manifestación pública y a menudo exagerada del sufrimiento, los miembros del grupo refuerzan sus vínculos. En tribus modernas como la nuestra, esta ceremonia gira alrededor del entierro.

El duelo no es espontáneo aunque el dolor se sienta realmente, dice Durkheim. Tampoco es una necesidad privada, del familiar íntimo, que a menudo está demasiado agotado y triste para rituales pues nada hay más silencioso que la pena. El duelo es un deber impuesto por el grupo, que sirve para avivar los vínculos colectivos y por tanto escapa a la capacidad del individuo aislado. Parafraseando al sociólogo francés diré: no se llora al muerto porque se le quiera, sino que se le quiere porque se le llora. Es más, porque se le llora en compañía. 

Si no hay un grupo presente no se llora de verdad, pues el llanto es un grito de ayuda y aquí no hay nadie quien pueda escucharlo. Y como estamos entrenados para llorar, la ausencia de llanto puede parecer falta de afecto. Entonces, surge el espejo interior, ese “acaso no...” que enfría el alma. Quizá por eso, dos días después de la cuarentena me empeñé en ir a la casa de mi madre para limpiar una nevera y llorar ante una cama vacía hasta que me sentí, de nuevo, ridículo.

En sociedades cuyos miembros están relativamente poco integrados, como las nuestras, los vínculos perdidos se compensan regulando actividades. A través de las normas sentimos la obligación pero también la protección del grupo. Y sobre todo recibimos su significación: es el colectivo quien convierte una de nuestras representaciones en la realidad. Si la regulación desaparece todo es aislamiento, de los demás y de nosotros mismos. Nos convertimos en un agujero. Creo que la mía es otra vivencia más de un síndrome social que Durkheim llamaba “anomia” y que, sostenía, en su grado límite puede llevar hasta el suicidio.

Las personas que en este momento nos encontramos aisladas del contacto ajeno, acompañadas únicamente por la pérdida de un ser querido, estamos encerradas en este duelo anómico. Somos actores en un teatro vacío. Si de repente sentimos nuestros actos cotidianos como imposturas ello no se debe, me parece, a causas atribuibles a los supervivientes ni mucho menos a los muertos. Quien ha desaparecido aquí es, literalmente, el grupo.

Así que estamos obligados a esperar. Y es muy probable que cuando lleguen los abrazos y los entierros perdidos ya no confortarán igual, pues las heridas no estarán en carne viva y la emotividad donde funde el vínculo será cosa pasada. Yo me imagino por entonces visitando tanatorios para abrazar a desconocidos cuya pena me permita revivir la mía en compañía, pero entretanto mantengo un tele-hogar con mi pareja mientras me abrazo a un gato y a viejos libros de Sociología.

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