Opinión y blogs

Sobre este blog

Entre la verdad y el relato: Covid-19, terror y epistemología neoliberal

0

Estamos asistiendo hoy en la conversación pública, tanto a través de los medios de comunicación, como en el discurso político o en las redes sociales, a una convergencia creciente del discurso que toma la ciencia como referente y del miedo. La epidemia de coronavirus ha movilizado por un lado la actividad de investigación científica, la curiosidad pública ante un fenómeno inquietante y la comunicación política destinada a gestionar la expansión social de la enfermedad. El trabajo de los científicos ha ido realizándose según los protocolos habituales, marcado por el ritmo de la observación, la formulación de hipótesis y las comprobaciones experimentales; la curiosidad pública, por su lado, buscaba y busca explicaciones que den algo de coherencia a una situación caótica, pero también puede dar ocasión esa misma curiosidad a que se atienda a discursos que causan admiración o espanto. La comunicación política, se ha solido basar en referencias al trabajo de los científicos, al tiempo que se reservaba la posibilidad, mediante la presentación de los datos, de modular el clima afectivo de la sociedad, gestionando temores y esperanzas para producir obediencia a las consignas de los gobiernos. La actuación de los medios de comunicación durante la crisis actual parece consistir en amplificar el discurso del poder político o en oponerse a él en nombre de otras posturas que generan sus propios temores y sus propias esperanzas, y, por consiguiente, sus propias formas de obediencia.

La necesaria discreción y austeridad del trabajo científico puede a veces contrastar con las tomas de posición públicas de los científicos en las que no es tanto la ciencia –una práctica basada en métodos y protocolos rigurosos– como la ideología del científico la que sale a la luz pública. La responsabilidad pública del político que gestiona la pandemia desde instancias de gobierno se ve a su vez determinada por sus sesgos ideológicos y por su voluntad de mantenerse en el poder. Rara vez se ha presentado a los gobiernos mejor ocasión para reforzar su mando que la actual, pues hoy puede llegarse a imponer en nombre de la lucha contra una pandemia mortífera, o presentada como tal, prácticamente cualquier medida. Sin embargo, la imagen de poder total que hoy se dan los gobiernos debe matizarse, pues estos gobiernos no sólo son los celosos guardianes de la salud pública, sino quienes deben velar por la buena marcha de la economía y dar ante los mercados financieros internacionales una imagen de solvencia del país. El imperativo sanitario y el económico parecen en buena medida contradictorios, lo que introduce cierta cacofonía en la comunicación pública gubernamental. De ahí que el virus, según los momentos y según las presiones a que se ven sometidos los gobernantes, sea un monstruo peligroso capaz de generar gravísimas dolencias o incluso de matar a muchas personas, o bien un patógeno mucho más benigno, que en unas ocasiones sea contagiosísimo o que sólo sea transmisible en circunstancias muy precisas. Cuando se trata de movilizar a la población para que regrese a sus puestos de trabajo y use masivamente el transporte público, el peligro se minimiza, pero cuando de lo que se trata es de seguir imponiendo medidas restrictivas de la vida social extralaboral o extraescolar, muestra el virus su rostro más temible. De ahí que parezca que el virus tiene gran afición a los bares y discotecas y poco interés por los lugares de trabajo.

El virus se nos presenta, más allá de esa jocosa característica como una realidad proteica. Covid-19 está, desde el principio de la epidemia, asociado a diversas especies animales entre exóticas (el pangolín) y algo siniestras (el murciélago) que habrían transmitido el virus a los humanos por caminos aún no muy determinados saltándose la barrera interespecies. Esto es algo que en las últimas décadas parece estarse repitiendo, desde el VIH hasta el Ebola. Sin embargo, lo que caracteriza –si eso puede considerarse una característica– a Covid-19 es su catálogo de síntomas, digno del de un Don Giovanni de los patógenos, un catálogo que supera las famosas “mil y tres” conquistas del personaje de Da Ponte-Mozart y es capaz de producir casi toda clase de dolencias, como una purga de Benito al revés. Se nos ha dicho que producía graves patologías respiratorias y parece ser, en efecto, la neumonía la causa de muerte de muchas personas que enferman de la Covid-19, pero la gama de síntomas no se detiene aquí, sino que parece ampliarse a los sabañones, los dolores intestinales, lesiones en el hígado y el páncreas, daños cerebrales y del sistema nervioso en general, pérdida del olfato y del apetito, depresión y un larguísimo etcétera. El cuerpo entero y, aparentemente, también la mente parecen expuestos a esta fuerza del Mal sumamente plástica. Por lo demás, este virus dejaría, aun después de la curación del paciente peligrosas y persistentes secuelas que afectarían a las más variadas funciones orgánicas. Da la impresión de que si se quiere probar la peligrosidad del virus se está probando demasiado...

La lógica de la "convención" espontánea domina hoy todo el campo discursivo y se hace visible en los discursos sobre el Covid-19, que oscilan entre un consenso fuerte sobre su peligrosidad y un consenso no menos fuerte sobre su inocuidad,

Uno de los principios del racionalismo básico que inspira las ciencias y la filosofía en la era moderna es que una causa produce una serie de efectos determinada. La naturaleza es una red infinita de causas, pero cada una de las causas es una causa finita que, como tal, produce efectos finitos y delimitados. Cuando parece producir efectos que van más allá de los que quepa atribuirle suele esto obedecer a que esta causa está asociada con otra que también se puede determinar. En el caso que nos ocupa, parece que la Covid-19 tiene prevalentemente efectos sobre el sistema respiratorio, pero que golpea también de manera preferente a personas con otras patologías previas como enfermos crónicos o ancianos con patologías graves. De ahí es muy probable que provenga una parte de la enorme multitud de síntomas que se atribuye al coronavirus y no de una capacidad esencial que este tuviera de producir todo tipo de dolencias y de síntomas que afectan según los casos a una u otra parte del cuerpo humano.

Es muy probable que la observación clínica haya arrojado cuadros sumamente diversos entre los enfermos de la Covid-19, pero esto no significa que todos estos males deban asociarse con un solo virus. Si un síntoma determinado, como los sabañones, aparece en personas con un resultado positivo en las pruebas PCR, ello no significa, mientras no se haya mostrado el mecanismo por el que se producen estos efectos, que deba asociarse al coronavirus. Lo mismo cabe afirmar de casi todos los demás síntomas: no basta la observación para establecer una relación causal estable entre un patógeno supuesto y su supuesto síntoma, es necesario transitar un largo proceso descrito hace siglo y medio por Claude Bernard en el que intervienen la observación, la formulación de hipótesis, la experimentación y la extracción de conclusiones que confirman o invalidan las hipótesis. Eso requiere tiempo, pero da resultados verificables y “verdaderos” dentro de las condiciones establecidas por los protocolos de experimentación, y, por lo tanto revisables en función de otros parámetros. Nada hay en este método experimental sino un proceso infinito de trabajo racional que determina relaciones verificables dentro de la naturaleza, nunca una asignación esencial y definitiva de una causalidad determinada a un elemento de la realidad. De ahí que sea absurda y profundamente anticientífica la atribución a este elemento de un sinfín de patologías. Esto, sin duda se puede hacer, pero nunca en nombre de la ciencia y de sus métodos, sino dentro de procedimientos retóricos de amalgama de las causas y relaciones característicos de la magia, que somete las relaciones internas a la naturaleza a una sobredeterminación infinita sin control experimental. De este modo, un taumaturgo puede sanar a los leprosos, resucitar a los muertos o convertir el agua en vino o transformar una vara en una serpiente... Igualmente puede un mineral determinado estar relacionado en su naturaleza y en sus virtudes con una hierba, una estrella, un estado de ánimo, etc... Estos mismos principios del razonamiento mágico, utilizados de manera deliberada, han servido para modificar el pensamiento y la conducta de las multitudes por medio de la propaganda: así nos cuenta Bernays en su obra clásica Propaganda cómo el consumo de cigarrillos se asoció en los años 70 con un nuevo papel social de las mujeres e incluso con ciertos beneficios para la salud...refrendados por paneles de médicos. Vimos también cómo la propaganda de guerra inventa armas de destrucción masiva en manos de déspotas arruinados o multiplica la fábula terrorífica de los niños sacados de las cunas de las maternidades y ensartados en bayonetas, fábula que fue utilizada en Bélgica durante la Primera Guerra Mundial a fin de desacreditar a unos alemanes identificados a los Hunos y contra las tropas de Saddam Hussein con ocasión de la invasión iraquí de Kuwait Se trata en todos estos casos de asociar esencialmente con la figura del enemigo rasgos malignos de todo tipo sin que sea necesario para ello administrar la más mínima prueba. ¡De qué no será capaz un enemigo! La justificación de estas afirmaciones es siempre circular: como X es malo, X efectúa por esencia toda suerte de actos malvados. Sustitúyase X por el Covid-19 o por Saddam Hussein, o Soros según convenga. Se trata de elaborar retóricamente, por procedimientos de sobra conocidos de desplazamiento y condensación, una causa de miedo tan indefinida en su relación con sus supuestos efectos como sea posible.

El Covid-19 es hoy un monstruo y en primer lugar un monstruo epistemológico si a lo que se atiende no es tanto al saber científico que va elaborándose al respecto como a la comunicación de gobiernos y medios sobre la pandemia. Esta comunicación toma como base de autoridad la ciencia, pero, en realidad consiste en una explotación regresiva y precipitada de resultados parciales del procedimiento científico: observaciones clínicas más que conclusiones. De esta manera se hace del Covid-19 un monstruo proteico y universalmente temible. No es necesario insistir después de Hobbes en la utilidad que tiene para los gobiernos –incluso para el núcleo más sólido de los Estados– el intercambio de protección por obediencia. La protección frente a amenazas, incluso o sobre todo frente a la amenaza que suponen sus propios congéneres para el individuo humano propietario, es la principal justificación de la obediencia al Estado y por consiguiente de la existencia de este como realidad separada de la sociedad. Un enemigo universal y sin contornos como el Covid-19, nombrado como tal enemigo por un soberano que dice estar “en guerra” contra él, permite al Estado presentarse como protector en la situación de extrema necesidad que supone la pandemia. De ahí que este tienda a agigantar las consecuencias del virus en lugar de atenerse con la debida prudencia a la simple observación de los datos. El uso interesado de la estadística es así el complemento indispensable de la transformación del virus en monstruo. Así, basándose en proyecciones arbitrarias a partir de una cifras de contagios muy poco fiables, se agigantó en un primer momento la letalidad del virus, y hoy, cuando esa letalidad no se ha podido confirmar tras las medidas de confinamiento, se afirma que sin el confinamiento habrían fallecido centenares de miles de personas o incluso millones en nuestros países, gracias a lo cual, ahora que se tienen cifras de contagios más fiables y en fuerte alza, se sostiene contra toda evidencia que existe una correlación directa entre número de contagios y número de enfermos y fallecidos. Ello cuando las cifras de contagios no dejan de crecer y las de hospitalizaciones y fallecimientos se mantienen a niveles comparativamente mucho más bajos. Ante esta incongruencia, el creyente en el coronavirus como fuerza maligna se justificará diciendo que si esa correlación directa no se da hoy, nada impide que se dé mañana... Cifra así el creyente su malsana esperanza en que la causa del miedo se perpetúe o incluso se amplíe.

Ante esta situación, puede decirse que no salimos de la admiración, o incluso de la estupefacción ante la potencia terrible que se adjudica al virus. Una estupefacción producto, no ya del conocimiento científico, que tiende a disolver en un conjunto de relaciones naturales los fantasmas de nuestra imaginación, sino de un dispositivo de verdad específico del neoliberalismo. No nos llamemos a engaño: no estamos ante ningún tipo de conspiración que pretenda engañarnos, sino ante un mecanismo interno al régimen neoliberal que fue descrito hace décadas por Friedrich von Hayek en su libro La Constitución de la libertad (1960), libro importante que constituye un auténtico manifiesto político y epistemológico del neoliberalismo. Hayek afirma en ese texto que la capacidad intelectual humana es limitada e incapaz de abarcar la multitud de factores que intervienen en el funcionamiento de una sociedad y una economía. Por ello debe evitarse que la economía se base en la planificación y el mando pues estos presuponen un conocimiento suficiente de la realidad por parte del planificador, conocimiento que, simplemente no está a su alcance. Sólo el libre juego espontáneo de actores económicos y sociales libres ha permitido históricamente el progreso social y económico. Este juego espontáneo se manifiesta en primer lugar en el mercado, lugar en el que se genera, más allá de la conciencia y la voluntad de cualquiera de los agentes, un consenso sobre el precio de las mercancías. Existen además otras realidades surgidas de este orden espontáneo como las instituciones “tradicionales” que han ido consolidándose a los largo de los siglos sin apelar a la conciencia ni la voluntad de ningún ingeniero social consciente: la familia, las iglesias, las comunidades étnicas, etc. son manifestaciones de este orden espontáneo. Lo es incluso el propio Estado en tanto se limita a proteger este “orden espontáneo”.

En el terreno de la verdad es también aplicable esta lógica de la espontaneidad, pues lo que determina el funcionamiento de una sociedad y una economía no es un conocimiento verdadero poseído por el dirigente, sino una “convención”, un consenso espontáneo sobre el valor de las mercancías o de las instituciones, pero también sobre el propio valor de verdad de los enunciados. Ahora bien, esta convención puede tener en cada uno de los individuos motivaciones de todo tipo, entre las que no prevalece el cálculo racional sino los afectos de los agentes y la esperanza y el temor de cada agente respecto del comportamiento de los demás. Comportamiento de rebaño. El valor de una acción en el mercado no depende de consideraciones objetivas como la productividad o rentabilidad de una empresa, sino de un consenso sobre el valor presente y futuro de esa acción. Ese consenso se basa en un conjunto de apreciaciones de los distintos agentes, que a veces convergen y otras veces se oponen en una permanente y harto inestable fluctuación. Esta lógica de la “convención” espontánea domina hoy todo el campo discursivo y se hace visible en los discursos sobre el Covid-19, que oscilan entre un consenso fuerte sobre su peligrosidad y un consenso no menos fuerte sobre su inocuidad, generándose también consensos parciales amplificados por medios y gobiernos sobre sus síntomas, secuelas, etc. Todo ello sin que el trabajo de los científicos pueda influir de manera efectiva sobre la opinión, pues en el mejor de los casos este trabajo se utiliza de manera sesgada, aunque lo más a menudo sencillamente se ignora o deforma, generándose así un consenso sobre el patógeno como monstruo o consensos alternativos sobre la inexistencia o la inocuidad del patógeno real o sobre supuestas conspiraciones.

No estamos ante ningún tipo de conspiración que pretenda engañarnos, sino ante un mecanismo interno al régimen neoliberal que fue descrito hace décadas

No creo que deba ponerse en duda la necesidad de prudencia ante la pandemia, pero sería bueno que esta prudencia se guiase por la razón y se basase en información contrastada en lugar de ser orientada por un consenso aterrador. De momento, se ignora mucho sobre este fenómeno y quedan muchos elementos por investigar. Esta ignorancia no debe sin embargo convertirse en argumento, no debe crear monstruos a partir de una falta de conocimiento. No sirven como explicación ni la voluntad de Dios, ni la del sujeto humano, ni la maldad intrínseca de un virus. Un monstruo no es sino una entificación de nuestra ignorancia y de nuestra necia admiración ante lo desconocido. La razón nos permite liberarnos de esa admiración poniendo las cosas en su sitio, esto es en la trama de relaciones que constituye la naturaleza. Liberándonos de esa admiración podemos también liberarnos de la ignorancia mediante la producción colectiva de conocimiento, en la cual el trabajo de la ciencia tiene un papel relevante, pues la ciencia sólo puede desplegarse en una sociedad con un mínimo de ilustración y de capacidad crítica. La sociedad neoliberal, con sus consensos “espontáneos” y su apego a tradiciones no cuestionadas, con su devaluación de la política y de la búsqueda de la verdad, con su Estado que oscila entre la necesidad de proteger al rebaño y la aceptación de ciertos sacrificios de vidas en favor de la economía, es incompatible con la ilustración general que necesita la ciencia y es fuente de un renovado oscurantismo. Un oscurantismo que se manifiesta tanto en quienes atribuyen al virus un ilimitado poder maligno, como entre quienes consideran que el virus mismo es el producto –real o imaginario– de una oscura conspiración. Si no logramos establecer entre todos las condiciones de una emancipación moral, política e intelectual, de una nueva ilustración, seguiremos a merced de unas “convenciones” cada vez más alejadas de la realidad, que nos impiden ver los riesgos reales y nos ocultan las posibilidades de acción efectiva.

Estamos asistiendo hoy en la conversación pública, tanto a través de los medios de comunicación, como en el discurso político o en las redes sociales, a una convergencia creciente del discurso que toma la ciencia como referente y del miedo. La epidemia de coronavirus ha movilizado por un lado la actividad de investigación científica, la curiosidad pública ante un fenómeno inquietante y la comunicación política destinada a gestionar la expansión social de la enfermedad. El trabajo de los científicos ha ido realizándose según los protocolos habituales, marcado por el ritmo de la observación, la formulación de hipótesis y las comprobaciones experimentales; la curiosidad pública, por su lado, buscaba y busca explicaciones que den algo de coherencia a una situación caótica, pero también puede dar ocasión esa misma curiosidad a que se atienda a discursos que causan admiración o espanto. La comunicación política, se ha solido basar en referencias al trabajo de los científicos, al tiempo que se reservaba la posibilidad, mediante la presentación de los datos, de modular el clima afectivo de la sociedad, gestionando temores y esperanzas para producir obediencia a las consignas de los gobiernos. La actuación de los medios de comunicación durante la crisis actual parece consistir en amplificar el discurso del poder político o en oponerse a él en nombre de otras posturas que generan sus propios temores y sus propias esperanzas, y, por consiguiente, sus propias formas de obediencia.

La necesaria discreción y austeridad del trabajo científico puede a veces contrastar con las tomas de posición públicas de los científicos en las que no es tanto la ciencia –una práctica basada en métodos y protocolos rigurosos– como la ideología del científico la que sale a la luz pública. La responsabilidad pública del político que gestiona la pandemia desde instancias de gobierno se ve a su vez determinada por sus sesgos ideológicos y por su voluntad de mantenerse en el poder. Rara vez se ha presentado a los gobiernos mejor ocasión para reforzar su mando que la actual, pues hoy puede llegarse a imponer en nombre de la lucha contra una pandemia mortífera, o presentada como tal, prácticamente cualquier medida. Sin embargo, la imagen de poder total que hoy se dan los gobiernos debe matizarse, pues estos gobiernos no sólo son los celosos guardianes de la salud pública, sino quienes deben velar por la buena marcha de la economía y dar ante los mercados financieros internacionales una imagen de solvencia del país. El imperativo sanitario y el económico parecen en buena medida contradictorios, lo que introduce cierta cacofonía en la comunicación pública gubernamental. De ahí que el virus, según los momentos y según las presiones a que se ven sometidos los gobernantes, sea un monstruo peligroso capaz de generar gravísimas dolencias o incluso de matar a muchas personas, o bien un patógeno mucho más benigno, que en unas ocasiones sea contagiosísimo o que sólo sea transmisible en circunstancias muy precisas. Cuando se trata de movilizar a la población para que regrese a sus puestos de trabajo y use masivamente el transporte público, el peligro se minimiza, pero cuando de lo que se trata es de seguir imponiendo medidas restrictivas de la vida social extralaboral o extraescolar, muestra el virus su rostro más temible. De ahí que parezca que el virus tiene gran afición a los bares y discotecas y poco interés por los lugares de trabajo.