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La palabra ‘Madre’

Miguel Jiménez Amaro

Este miércoles, día 17 de agosto, mi madre cumplirá cuatro años en la otra vida. El cuerpo que tuvo mi madre en esta, se está reduciendo a los huesos en un nicho del cementerio de esta ciudad. El nicho tiene una lápida de cerámica, un detalle de mi amigo Miguel Marsans. La lápida tiene inscrita una frase que me salió del corazón. Dentro de un año, lo que quede de su cuerpo muerto, irá a dar a un nicho de restos, a acompañar a lo que quede del de su padre y su madre.

No pasa día en que no recuerde a mi madre, y lo hago desde la alegría de haberla tenido, no desde la tristeza de haberla perdido; porque en realidad, no la he perdido, la sigo teniendo, pero en otro sitio, desde donde me sigue llegando su amor. Aunque, hay veces, lo reconozco, que sí me gustaría volver a sentir su contacto físico, y eso me produce una pizca de tristeza, no lo puedo negar.

Fui un hijo que desoyó muchas de las cosas que me dijo mi madre, y que piensa que me hubiese venido mucho mejor el haberlas escuchado, pero que ahora entiende que ese desoír es parte del comportamiento de la especie; y que al mismo tiempo, no escuché nunca, lo pudo haber dicho muchas veces, el desagravio: Te lo dije, o Si me hubieras hecho caso. Porque entre los dos existía un gran amor y la complicidad de saber que desoír era la manera de que yo creciese, de que yo aprendiese a base de equivocaciones, que es como he aprendido; y ella, la manera de desarrollar, cada vez, más y más paciencia, el arte que nos hace ser, progresivamente, mejores personas.

Hoy en día, la cosa que más me gusta es escucharla y hacerle caso, porque ya no necesito equivocarme tanto. Hoy, cuatro años después de su tránsito, la escucho mejor que nunca. No hay paso que dé en mi vida sin que lo consulte con ella.

A veces, mis labores me han impedido escuchar, en la medida que lo deseo, cuando estoy atendiendo a mis amigos. Esto me recuerda al Evangelio, a Marta y María, cuando Jesús las fue a visitar a su casa. Una de ellas, decidió escuchar al Maestro, y la otra, se dedicó a atenderlo, a prepararle la comida, darle de beber vino y servirle. En mis labores, a veces me he encontrado en esa disfunción. Por un lado haciendo que no falte nada de comer y beber a Jesús de Nazaret, en este caso, todos mis amigos; y por otro lado, no perderme la palabra, el evangelio que ellos me traen a Las Cosas Buenas de Miguel. La costumbre me ha ido dando el arte de aprender a poder estar en ambas actitudes a la vez, la de ser Marta y la de ser María al mismo tiempo.

Hace unas semanas, cuando vislumbré este artículo, le pregunté a un buen amigo mío por cómo recordaba a su madre fallecida cuando él iniciaba su pubertad. Este adorado amigo tomó el testigo y nos leyó su evangelio ante el que estuvimos con los oídos puestos. Por varias razones, por su lucidez, por su humanidad, por su buen saber hablar, y porque todos, hasta los que no la conocieron, hemos tenido madre. Y a todos, es mi punto de vista, nos ocurre, seamos ateos o creyentes, lo que nuestro amigo concluyó un poco más tarde.

Nuestro amigo, al que siempre también es un placer escucharlo, nos empezó contando los recuerdos de su padre, combatiente del Ejercito Republicano, el legal, en aquellas circunstancias. Su padre le comentaba de la cantidad de jóvenes soldados, casi niños, que vio morir en la batalla de Guadalajara, y que todos, en el tránsito, decían la palabra Madre. Nos comentaba también, que había visto hace unos días unos documentales de la televisión francesa sobre las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial, y volvía a decirnos, que los excombatientes que lograron sobrevivir y eran entrevistados, narraban lo mismo que le había comentado su padre, que todos los compañeros a los que veían morir, pronunciaban, en el tránsito, la misma palabra, Madre.

Entre camarones, chicharros republicanos, traídos por nuestro venerado amigote Alberto, Giorgio, y el vinito Capricho, un Godello y Doña Blanca del Bierzo, de las Bodegas Gancedo, concluyó su narración con esta frase tan de la vida, tan del Evangelio: “Por eso es por lo que yo creo en el cielo, porque creo que volveré a ver, sin ningún tipo de dudas, a mi madre en él; volveré a estar abrazado a ella otra vez”.

Me hice una idea de los cientos, miles, cientos de miles, millones, miles de millones, millones de millones, de cuerpos muertos en los campos de batalla, que, por la sinrazón de las armas han muerto y mueren, en cualquier parte del planeta, exhalando la palabra Madre. Se me vino al pensamiento el recuerdo tierno de Miguel de Unamuno, aquel pensador salmantino y universal, que de niño no quería hacerse mayor, ni tampoco morir, y que después de escuchar aquel siniestro y necrófilo grito, salido por la boca del General Millán Astray, Viva la Muerte, decidió, decepcionado del ser humano, morir en la cama un treinta y uno de diciembre de mil novecientos treinta y seis, pensando en su madre y queriendo volver a estar abrazado a ella. Se me vino al pensamiento, los codiciosos fabricantes de armas que desquician el planeta. Que llegan a poner y sacar gobiernos. Su loca y suicida ambición por el dinero. El pensar que si ellos, alguna vez, tuvieran la conciencia de tener madre; porque el tener conciencia de que tienes una madre es algo que te hace respetar, hasta sus últimas consecuencias, toda la creación, todo lo vivo; cejarían en ese demencial empeño. Porque la palabra Madre, Gaia, crea, no destruye.

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