Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

OPINIÓN
El ailanto, las cotorras y mis vecinos del descampado a quienes nadie quiere mirar

Un ailanto

Luis de la Cruz

7

Era por la mañana, verano, y caminaba junto a las vías de tren de Móstoles en busca de la estación. Las cotorras argentinas imprimían contrastes brillantes sobre los desmontes pajosos de las medianas. Supervivientes del exterminio municipal y su plan para eliminar en 11.000 ejemplares su población a perdigonazo limpio. Llevamos años escuchando hablar de las cotorras como especie invasora, aunque sería más exacto pensar en ellas como las descendientes de un contingente de esclavos capturados en América del Sur y traídos en barcos negreros a la península.

Más de un millón de cotorras importamos en los años ochenta, que luego fueron soltadas a su suerte porque no nos gustaba esa voz chillona que ahora anima las calles de Madrid. Algunas, seguramente, también escaparon. Loritos cimarrones –al principio todo el mundo los llamaba loritos, desde luego no Myiopsitta monachus– que se juntaron con otros esclavos exóticos para crear comunidades que, ciertamente, parecen haberse adaptado muy bien a nuestros entornos urbanos.

Los desconozco todo acerca de ornitología, pero he leído algunos textos que ponen en duda la certeza aplastante de los argumentos que todos creímos a pies juntillas sobre los perjuicios de estos simpáticos pájaros chillones. Vamos, que los hemos estigmatizado por su lugar de origen y el color de su plumaje. Lo decían unos investigadores en inglés en el artículo The unbearable green demon”: a critical analysis of press representation around the extermination of monk parakeets in Madrid. También leí un estudio de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) que cuestiona que sean la plaga devoradora de la biodiversidad autóctona que nos han contado. Al parecer, sus enormes nidos –cuya caída es uno de los posibles peligros que se contemplan al hablar de ellas– son prodigios arquitectónicos con cámaras internas que pueden ser utilizados por inquilinos de otras especies, entre otros nuestros castizos gorriones en peligro de extinción. Una aportación contemporánea a uno de mis libros de cabecera, de El apoyo mutuo, un factor de evolución, de Kropotkin

No se trata de negar la posibilidad de que una población animal esté descontrolada ni pretendo que no introduzcan distorsiones en los ecosistemas, lector, pero a estas alturas de la columna advierto de que mi intención tiene más que ver con una evocación metafórica sobre la de empatía y los prejuicios que con políticas medioambientales.

Las pobres cotorras me recuerdan a los ailantos, árboles procedentes de China a los que llaman tanto árbol del cielo (por su capacidad de crecimiento) como árbol del infierno (por su estigma como especie invasora). Hace años una asociación vecinal organizó un taller infantil para imaginar el futuro de una placita-solar en Tetuán. Con los caballetes de una academia de pintura del barrio dispuestos en la tierra dura del solar, se invitó a los niños a diseñar la plaza y algunos adultos hicieron lo propio también. Entre los mayores, algunos aficionados a las cosas del urbanismo, no faltaron ideas extravagantes como poner un skate park en el centro del espacio o cerramientos inverosímiles. Los pequeños, en cambio, dibujaron columpios, varios de ellos colgando de un gran ailanto que había crecido silvestre en un alcorque abandonado. Unos y otros incluyeron el único árbol vivo del lugar, pese a las advertencias recurrentes de un señor sobre la naturaleza dañina e invasora de la especie. Era un árbol no inventariado y voraz.

Debajo de mi casa hay un gran descampado donde las copas plumosas de los ailantos ofrecen la única sombra. A su cobijo anidan curiosas comunidades que, no teniendo en común más que el dejar correr el tiempo, se mezclan entre sí en sillas de oficina recogidas de la basura. En verano hay más estudiantes ociosos que de costumbre, que se unen a la panda de los paseadores de perros, las señoras que cuidan de la colonia felina, el hombre que planta semillas en los márgenes, familias de migrantes merendando, la señora solitaria que arrastra su bombona de oxígeno mientras fuma y el tipo de la corbata desubicado. A veces, comparten yonkilatas y cantan en extraña sociedad; otras (otros) se devuelven saludos sin palabras o esquivas miradas de temor. Con frecuencia, aparece la policía para poner la última canción de la fiesta, gritan vecinos desde las ventanas y los reporteros más carroñeros de la tele llaman a los telefonillos.

En los rincones ocultos del descampado, de tanto en tanto, se edifican chabolillas de cartón donde duermen vagabundos de origen filipino. El año pasado a la exvicealcaldesa de Madrid le dio por hacerse una sesión de fotos junto a derribos de chabolas y la onda expansiva llegó hasta allí. Aquel día llovía mucho y una mujer mayor que vivía bajo los cartones, siempre exquisitamente vestida, pasó todo el día llorando frente a los escombros. El resto de habitantes, más jóvenes, acarrearon sus maletas vete tú a saber dónde y un tiempo después volvieron.

Los dos, el ailanto y la cotorra, son especies endémicas del descampado. Claro que no estaban allí cuando en ese terruño de lejanas resonancias castellanas había una calle con casas bajas, que fueron derribadas para un proyecto inmobiliario que encalló y se hundió inmisericordemente, arrastrando a los vecinos, que perdieron sus casas. No, pero a ese espacio a la deriva llegaron pioneros con el denominador común de ser mal mirados, a veces excluidos por la sociedad. Voces molestas que entran por las ventanas en las noches pegajosas de Madrid.

Todo puede ser, la mayoría de las veces, dos cosas contrarias a la vez. Las cotorras quizá compiten por la comida con otras pequeñas aves urbanas; la afloración espontánea de ailantos, según me cuentan, gasta un hambre voraz de nutrientes, y entre las vistas de mi descampado hay dolorosas escenas propias de las vidas heridas por la miseria crónica. También hay vida, hay sombra, hay un rincón donde pasar la noche para las especies exóticas que perdieron el glamour.

Dos cosas contrarias a la vez, pero no equivalentes. Lo que exige la complejidad es pararse a analizar. Lo que precisa la acción humana digna de tal nombre es hacerlo con ética. Las cotorras son seres vivos, los ailantos árboles que sangran tanta savia como los plátanos de sombra catalogados y siempre habrá vecinos durmiendo en el descampado mientras nos permitamos tener vecinos pobres. No se pueden matar a perdigonazos ni talar irreflexivamente. No nos podemos permitir, como especie, echarlos de sus casuchas, sin más, con la frialdad cirujana de una excavadora, un coche patrulla y la venda quita culpas de dos trabajadores sociales.

El solar existe porque alguien una vez especuló con el suelo. En primavera, los cascotes apisonados de casitas derribadas florecen con rabia rotunda y, al llegar el verano, sus tallos se convierten en incendiaria paja seca. Su flora, su fauna, sus habitantes, crearon allí el lugar que no tenían y lo hicieron como pudieron.

Etiquetas
stats