Los azulejos de la Farmacia Juanse están de luto: muere Gustavo Pérez Morales

Los azulejos de la fachada más fotografiada de Malasaña, la de la antigua Farmacia Juanse, están de luto; un luto invisible, pero luto al fin y al cabo. Hace unas semanas moría Gustavo Pérez Morales, uno de sus dueños. Junto a su hermano Miguel Ángel era propietario también de todo el edificio en cuyos bajos se sitúa este comercio icónico, un edificio que fue terminado de construir en 1864 por su tatarabuelo -Ángel de las Pozas Cabarga- y donde vivía el propio Gustavo.

Octogenario ya, la salud de Gustavo, a quien se podía ver a diario paseando por el barrio con ayuda de un andador, se fue deteriorando aceleradamente. Su cabeza seguía funcionando a la perfección, pero no así su cuerpo. Cruzarse con él por la calle era comprobar cómo el paso del tiempo iba doblegando poco a poco a un hombre de fuerte carácter al que, sin duda, le gustaba tener todos los asuntos de su vida bajo control y que aceptaba de mal grado las limitaciones que le imponía tanto su salud como el mismo destino. Aunque su inteligencia lo había conducido a lucir una digna resignación, sin duda había en él un poso de amargura.

>Buen conversador, irónico y culto, Gustavo parecía saberlo todo sobre el barrio y sobre sus gentes. Conocedor de su historia, resultaba sobre todo un incunable en cuanto a intrahistoria se refiere: con él se han ido definitivamente personas y comercios que hace décadas desaparecieron físicamente del barrio y datos y más datos sobre negocios, dueños de los mismos, precios de alquiler de ayer y de hoy de cada local, etc, etc.

Como ingeniero de profesión y con pasado militar, Gustavo viajó mucho antes de instalarse definitivamente en Malasaña, barrio al que amaba de verdad. Serio en lo profesional, peleón, con un sentido de la justicia casi de otra época, parecía buen jugador de póker, de esos que dejan ver lo justo de sí mismo para no desvelar demasiado sus cartas.

A Gustavo lo conocimos en 2013, cuando la Farmacia Juanse dejó de ser farmacia y se puso en alquiler. Nos abrió las puertas de su casa de par en par para hablarnos con detalle y papeles de la historia de este comercio y nos ganamos su respeto, superando el recelo inicial que nuestra condición de periodistas le producía,  gracias al artículo que publicamos tras aquella larguísima conversación.

A partir de ahí trabamos una cierta amistad coronada por el regalo de un jamón que nos hizo unas navidades -un jamón producido en las tierras que poseía en Teruel y que acostumbraba a repartir entre clientes y amigos- y por un encargo algo especial: la publicación “previo pago” de su necrológica el día que le llegara su hora. El jamón lo aceptamos sin duda alguna y dimos buena cuenta de él; a lo segundo accedimos a medias, con la rotunda negativa a cobrar por la necrológica y un “ya hablaremos”, que presuponía que para su muerte quedaba mucho más de lo que finalmente faltó.

-“Para escribir una necrológica como Dios manda nos faltan muchos datos sobre ti”, le dijimos.

-“No dejéis de informar sobre mi muerte, sé que la noticia alegrará a mucha gente en el barrio”, respondió.