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¿Por qué lo que pasa en el mundo interesa cada vez menos?

Aunque nunca ha habido tanta información sobre lo que ocurre en el mundo –o, mejor dicho, tan enorme caudal de flashes descontextualizados sobre lo que algunos entienden que es la actualidad del planeta–, lo cierto es que la opinión pública sabe menos que nunca lo que de verdad se está cociendo en el panorama internacional: ni sobre las dinámicas que están en curso en él, ni sobre las intenciones y capacidades reales de las fuerzas –políticas, económicas, sociales y culturales– que batallan por hacerse con la primacía en unos y otros escenarios, ni, por supuesto, sobre la suerte que tales procesos pueden deparar a los ciudadanos corrientes.

Esa falta de claves, entre ellas, la de cómo unos y otros procesos inciden en la peripecia y los problemas de los demás países, y en el de uno mismo, reducen cada vez más el interés por las cuestiones internacionales por parte de las personas que quieren estar bien informadas. Y lo uno alimenta lo otro. Justo cuando los fenómenos externos son más decisivos a la hora de entender lo que ocurre y lo que puede ocurrir.

Las peores consecuencias de la revolución informativa que se ha producido en las últimas dos décadas aparecen con una nitidez inigualable en este terreno. Y es que la profunda crisis que sufren los medios de comunicación tiene su concreción más lamentable en el campo de la información internacional.

Se sabe que el imperativo de la reducción de costes ha llevado a la práctica desaparición del corresponsal fijo, del profesional inmerso en la realidad cotidiana del territorio asignado y, por tanto, en condiciones de anticipar hechos, noticias importantes y de contar su porqué; y también, a la práctica ausencia del enviado especial encargado de penetrar en dicha realidad, con tiempo y medios relativamente suficientes para descubrir las claves de los conflictos en curso.

Lo que no se ha valorado suficientemente es que esos recortes han privado al periodismo de la capacidad de conocer directamente lo que ocurre y, por tanto, de informar, sin la intermediación de instancias casi siempre vinculadas a los círculos del poder occidental, que con sus consignas o interpretaciones interesadas suplen las tareas de profundización que antes realizaban con independencia los profesionales.

Sí, se siguen mandando periodistas, sobre todo televisivos, a algunos puntos calientes del planeta. Pero por regla general llegan cuando el fuego ya está ardiendo, es decir, cuando el asunto ya ha sido noticia. El trabajo de los nuevos enviados especiales es convertirla en espectáculo, para nada se les pide que la audiencia entienda lo que allí ha pasado.

Los orígenes del conflicto en cuestión se resumirán en dos o tres frases oídas de boca de algún diplomático del país en donde tiene su sede la cadena y que se coagularán en un mensaje sencillo, maniqueo, en el que habrá unos buenos, normalmente las instancias que sintonizan con los intereses occidentales; y unos malos, a los que, si en el asunto se han producido explosiones y muertos, se calificará de “terroristas”, sin más, y, si no, de “insurgentes”.

La política, salvo en algunas elecciones de campanillas o si hay dimisiones de poderosos de referencia, suele quedar excluida de la lista de temas de interés en la escena internacional. Salvo en las ocasiones dramáticas, en las que, por cierto, se suele huir de las explicaciones, no vayan éstas a lesionar los intereses de los poderes financieros que hay detrás de los grandes medios, la información económica internacional suele parecerse casi siempre a una guía del inversor, salpicada de retratos admirados de los triunfadores en el mundo de las finanzas. Y eso cuando no es pura propaganda de instituciones supranacionales o de gobiernos empeñados en hacer creer a la gente que ellos lo están haciendo bien y que las cosas van a mejor.

Ese panorama de desinformación que reduce cada vez más el interés por los asuntos internacionales por parte de la gente, incluso de la más comprometida, se completa con la acción de las grandes agencias de prensa, todas ellas norteamericanas, que suministran la mayor parte del material que se publica, dada la incapacidad creciente de los medios –la de los impresos, digitales, radiofónicos y la de la mayoría de los canales televisivos– para hacer información propia. Y cuyos criterios de selección de temas y de orientación de los contenidos suele estar muy lejos de los del periodismo que quiere acercarse a la verdad para poder contarla.

En ese marasmo que empeora cada día que pasa, existen, sin embargo, algunas excepciones. Hay algunas publicaciones dotadas de recursos y destinadas a públicos restringidos, aunque no pequeños, que, a pesar de su clara incardinación en el establishment y de su sesgo ideológico no precisamente de izquierdas, proporcionan informaciones de interés –porque eso es lo que sus compradores les exigen, aunque no les gusten– y análisis que deben ser tenidos en cuenta, tomadas las oportunas distancias. Y luego están los medios locales de cada uno de los países, accesibles a través de internet. Pero en uno y otro caso, el material que suministran requiere de una posterior elaboración, especializada o no, y no sirve tomada en bruto. En definitiva, que no es accesible para el gran público.

No es fácil entrever por dónde se podría un día romper esa dinámica infernal, que claramente juega a favor de los poderes políticos y económicos dominantes. No sólo porque defiende sus intereses y publicita sus mensajes, sino, sobre todo, porque aleja a las opiniones públicas de los asuntos internacionales que es, mucho más que los nacionales, en los que se está jugando la suerte del mundo futuro.

Aunque nunca ha habido tanta información sobre lo que ocurre en el mundo –o, mejor dicho, tan enorme caudal de flashes descontextualizados sobre lo que algunos entienden que es la actualidad del planeta–, lo cierto es que la opinión pública sabe menos que nunca lo que de verdad se está cociendo en el panorama internacional: ni sobre las dinámicas que están en curso en él, ni sobre las intenciones y capacidades reales de las fuerzas –políticas, económicas, sociales y culturales– que batallan por hacerse con la primacía en unos y otros escenarios, ni, por supuesto, sobre la suerte que tales procesos pueden deparar a los ciudadanos corrientes.

Esa falta de claves, entre ellas, la de cómo unos y otros procesos inciden en la peripecia y los problemas de los demás países, y en el de uno mismo, reducen cada vez más el interés por las cuestiones internacionales por parte de las personas que quieren estar bien informadas. Y lo uno alimenta lo otro. Justo cuando los fenómenos externos son más decisivos a la hora de entender lo que ocurre y lo que puede ocurrir.