Joseph Overton, politólogo del Mackinac Center for Public Policy, desarrolló un modelo para cambiar las políticas públicas desplazando el marco de lo socialmente aceptable: la “ventana de Overton”. Según este enfoque, aplicado en la educación, los legisladores no inventan las ideas que promueven, sino que actúan dentro de un rango delimitado por la opinión pública. Ese rango puede modificarse mediante la acción de think tanks y actores culturales que introducen propuestas inicialmente impensables, las legitiman de forma gradual y las convierten en políticas oficiales. El objetivo no es convencer directamente a los gobernantes, sino alterar el clima de opinión para ampliar lo políticamente posible.
El caso de Jumilla se inscribe en esta lógica. Allí, el Partido Popular gobierna en minoría y presentó una moción de sustitución a una de VOX que pretendía restringir el uso de los polideportivos en las fiestas musulmanas. Esta, aunque no era inédita, resultó significativa por el contexto: coincidía con el último pleno antes del parón estival y venía precedida por los sucesos de Torre Pacheco. Estos habían llevado a un intelectual orgánico a publicar en diversos medios de comunicación nacional un artículo cuyo marco narrativo replicaba casi literalmente 'Sumisión', de Michel Houellebecq, combinando el temor a la pérdida de tradiciones con una visión estereotipada del islam e impregnada de la noción spengleriana del declive de Occidente. A ello se sumaba un trasfondo ideológico propio: la tradición liberal-conservadora de la Constitución de 1876, que proclamaba la libertad de cultos bajo hegemonía católica. Esa “tolerancia vigilada”, un Cánovas 2.0, reaparece hoy en la retórica de defensa de las tradiciones frente a amenazas externas.
Un ejemplo de esta estrategia discursiva es la publicidad de VOX en Almería, que contrapone el velo integral (niqab), asociado a visiones rigoristas del islam, con la imagen de una mujer con los hombros descubiertos y un escote pronunciado. Esta contraposición simplista, basada en la demonización del “otro”, oculta que el marco ideológico subyacente es el de una Europa blanca, cristiana y jerárquica, donde los papeles sociales están fijados por la tradición. Como ocurre en otros fundamentalismos, ese ideal conduce a que la mujer obedezca, el cuerpo se oculte y la tradición —más que la fe— determine la pertenencia. La paradoja es que quienes difunden este mensaje suelen exigir, en otros contextos, recato para entrar en una iglesia o vestir en público: cubrir hombros, ocultar escotes o alargar faldas. Son prescripciones que en cualquier fundamentalismo religioso no provienen de los textos sagrados, sino de tradiciones elevadas a dogma cultural.
El problema de fondo es que la verdadera herencia ilustrada es la laicidad. En España, la aconfesionalidad del Estado —logro parcial y frágil— es un principio básico de la democracia. Lo contrario de un Estado laico no es uno religioso, sino uno sometido. Renunciar a la neutralidad confesional no protege la fe: degrada la democracia. Presentar esa renuncia como “defensa de la tradición” es un error histórico y político. Lo que está en juego no es solo la letra de la ley, sino el marco simbólico y cultural. Al convertir esa neutralidad en negociable, el marco democrático se convierte en un juego de fuerzas y no en una garantía de igualdad. En ese escenario, VOX busca instrumentalizar la religión como pilar identitario, subordinando la autoridad eclesial a un proyecto político nacionalista, cuestión que ya conocemos. No se prioriza la función espiritual, sino la capacidad de la fe para operar como cemento cultural y herramienta de movilización política.
La conciencia de esta situación llevó a la Conferencia Episcopal Española a un comunicado prudente recordando la aconfesionalidad del Estado y la necesidad de respetar los derechos fundamentales, sin entrar en confrontación directa, pero dejando claro que las políticas restrictivas basadas en criterios confesionales no son compatibles con el marco constitucional. Este posicionamiento, alineado con un magisterio más social y dialogante impulsado por el Papa Francisco y continuado por su sucesor, choca con sectores eclesiales y políticos que reclaman un fundamentalismo católico frente al liberalismo y el multiculturalismo. Así, el ataque de VOX no es una ruptura con el catolicismo, sino un intento de desplazar su centro de gravedad hacia un catolicismo culturalmente excluyente, debilitando la legitimidad de la jerarquía actual y normalizando la idea de que incluso las instituciones religiosas deben plegarse al proyecto político si quieren conservar influencia en el espacio público.
Por eso, la moción de Jumilla —más allá de su alcance inmediato en el reglamento de gestión— es parte de un proceso mayor: el ensayo de un marco cultural en el que lo excepcional se normaliza y la aconfesionalidad deja de ser principio para convertirse en concesión condicionada. Este desplazamiento semántico y jurídico erosiona la función del Estado como garante de igualdad y lo reduce a árbitro complaciente de mayorías coyunturales.
La única defensa frente a esta deriva es reafirmar la aconfesionalidad como garantía de igualdad y como núcleo de la cultura democrática. No se trata de excluir creencias del espacio público, sino de impedir que el Estado se convierta en agente de una tradición concreta. A la vez, hemos de comprender que la cuestión no es religiosa, es política una vez más y se plantea en la necesidad de plantear la cuestión.