Ana se ha quedado parada delante de una marquesina del metro. Lleva un rato de pie observando la imagen de un anuncio publicitario. Nadie parece darse cuenta. En el metro nadie hace mucho caso de nadie.
En el anuncio hay una mujer mayor mirando a través de una ventana y, debajo, un texto: 'Jamás pensé que lo peor de hacerse viejo fuera la soledad'.
Ana no sabe muy bien por qué se ha detenido. Vivimos rodeados de publicidad, piensa, somos verdaderos expertos en obviarla, pero hay algo en este anuncio, algo en su composición, su mensaje, que la ha dejado clavada en medio de un pasillo, entre dos trasbordos.
Podría ser la propia imagen: una abuelita triste mirando a través de una ventana, con el rostro apenas iluminado. No seas tonta, piensa, es una actriz, lo sabes perfectamente.
Puede… puede que sea el mensaje, entonces. O quizás sea la palabra: soledad.
O, concluye, puede que sea todo.
Ana se ha puesto de pronto a hacer un repaso de su vida. Se acuerda de los amigos del Erasmus, de los que ya no ve a ninguno, sólo intercambian dos o tres mensajes al año por redes sociales. Se acuerda de las amigas y amigos del colegio, con los que pasó tantas horas de risas y de cariño, tan auténticos, piensa, y de los que más tarde se distanció tanto que hasta le era casi irreconocibles. Recuerda también a muchos de sus ligues y alguno de sus ex… Es difícil mantener el contacto con ellos, tantas veces tantas cosas han salido tan mal; ni con toda la voluntad del mundo podríamos haber seguido siendo amigos. Se consuela pensando que al fin y al cabo casi nadie tiene mucho contacto con sus ex… Luego vienen las amigas de la carrera, estas sí que están cerca de su corazón, un amor ya más maduro y consciente. Pero viven lejos, se mudaron, igual que ella, en busca de oportunidades. Algunas se echaron novio o novia, algunas hablaban ya, aunque temerosamente, de matrimonio, otras contestan a los mensajes con el mismo amor de siempre, pero son sólo eso, mensajes. Por último, Ana piensa en los compañeros de trabajo. Cómo es posible… Cómo es posible que pase tantas horas con esa gente y no tenga ni idea de quienes son. Nos saludamos todos los días, nos contamos alguna que otra nimiedad, puede que algo más importante si es un día especialmente jodido… Pero, se pregunta, si me voy, si dejo el trabajo, ¿desaparecerán? ¿ Se convertirán en mensajes como los amigos del Erasmus o de la carrera?
Ana sabe perfectamente porque se ha parado delante de ese anuncio. Ella también se siente sola.
En Estados Unidos saltaron las alarmas hace algunos años, una publicación de un estudio de la universidad de Harvard alertaba sobre la creciente epidemia de soledad. Epidemia era la palabra elegida, no por casualidad. En pocos años, los psicólogos y sociólogos del primer mundo publicaron una cantidad enorme de estudios sobre las consecuencias de la soledad en la sociedad moderna, y muy pronto se hablaba de efectos nocivos sobre la salud. “La soledad mata”, rezaba el título de un artículo, o “La soledad equivale a fumar 15 cigarrillos diarios”, calculaba otro.
En España, fue un estudio de 2015, financiado por la Fundación Once (entre otros) el que puso cifras a nuestra situación particular. Un 52,6% de los españoles que viven acompañados afirma haber sentido la soledad en algún momento. Sólo un 17,7% de los 'solos obligados', y un 35% de los 'solos voluntarios', no ha sentido nunca la soledad. Así, concluían: “Tanto para los españoles en general como para las personas con alguna discapacidad, las causas de la soledad son la falta de comunicación con otras personas, la nostalgia, tristeza o depresión, y la carencia de afecto.” La carencia de afecto…
Ana lee de pronto el texto que hay debajo del anuncio. “Envía un sms con la palabra soledad al ****”. Un sms para solucionar la soledad. Más mensajes. Quizás, piensa, un sms para pagarle a alguien que vaya a hacerle compañía a esa señora.
“No puede ser, antes me voy a hacer voluntariado a los asilos y residencias”. “Hacer voluntariado para acompañar a personas mayores desconocidas , mientras mis abuelos siguen solos en el pueblo. Qué mundo más perverso”.
Quizás sea eso el progreso. Interponer a extraños en todos mis intercambios diarios. Quizás el afecto y el progreso sean realmente incompatibles.
Ana se sube al metro con lágrimas en los ojos. Se acuerda de cuando llegó a la ciudad y veía a gente llorar por la calle, de lo mucho que le sorprendió, pero acabó normalizándolo. Nadie parece darse cuenta.
Piensa en llamar a sus abuelos, decirle que los quiere, que gracias por todos esos años del más puro amor. Pero le cuesta mucho hablar con ellos por teléfono, se pone nerviosa y no sabe muy bien qué decir. Piensa en llamar a sus padres, pero se preocuparían demasiado, y sólo conseguiría hacerlos sufrir. Piensa en enviar algún whatsapp a alguno de esos amigos. Decirles de tomar un café o un “a ver cuándo nos vemos”
Y luego piensa: ¿Cuántos de esos mensajes se tornarán en contacto físico, en contacto real?, ¿por cuánto tiempo? Y se imagina el afecto, el cariño, el contacto físico, las relaciones profundas, complejas y sin prisas, personificados todos ellos en esa mujer mayor; abandonados, dejados de lado, olvidados y ninguneados en plena vorágine de la era digital.