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El búnker de las pensiones

Manifestación convocada por el movimiento de pensionistas el pasado sábado en las calles de Bilbao para reivindicar unas pensiones mínimas de 1.080 euros.EFE/Luis Tejido

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Hace cinco años, en un artículo sobre las pensiones publicado en este mismo diario, todavía en el marco fijado por la reforma de 2013, concluía que estábamos frente a tres opciones: 1) revalorizar las pensiones de acuerdo con la inflación sin abordar ningún tipo de ajuste, lo que no haría sino profundizar en un juego de suma cero entre pensiones y ‘todo lo demás’ (sanidad, educación, inversión productiva, etc.); 2) permitir que la inflación erosionase el poder adquisitivo de las pensiones, confiando en que las rentas derivadas de la acumulación de capital inmobiliario durante el ciclo vital pudiesen contener la pauperización de las mismas (dos de cada tres pensionistas cobraban entonces menos de 900 euros brutos al mes, en catorce pagas); o 3) una reforma de la sostenibilidad que dotase a las administraciones públicas de más recursos y que, además, contribuyese a reducir la desigualdad.

Cerraba aquel artículo afirmando que la reforma de las pensiones no era un drama irresoluble, pero que era necesario vencer el inmovilismo y la resistencia al cambio. Han pasado muchas cosas desde entonces y, releyéndolo a la luz de la última reforma, me parece oportuno compartir algunas reflexiones.

En primer lugar, el centro de gravedad del debate se ha desplazado. Ya no está en si las pensiones deben conservar o no su poder adquisitivo, sino en cómo es posible financiarlo de manera sostenible y con un coste de oportunidad que sea asumible, especialmente en su dimensión intergeneracional. Hemos aceptado socialmente, salvo los irreductibles, que cargar el ajuste del sistema a la sola erosión del poder adquisitivo de las pensiones, como se pretendía, no era una propuesta realista. Los pensionistas no tienen expectativas de evolución de carrera, ni de cambio de trabajo, ni están sujetos a mejoras de productividad, ni pueden esperar aumentos de sueldo, ni tienen representantes en comités de empresa. La inmensa mayoría tiene pensiones más bien modestas (aunque en ocasiones se rebata esto recurriendo a la elevada ‘tasa de sustitución’): el 60% están por debajo de 1.000 euros brutos mensuales. Toda aspiración económica en esa etapa de la vida se limita a conservar su valor real. Es una demanda de mínimos.

En segundo lugar, de manera consecuente con lo anterior, se ha optado por dotar al sistema de más recursos y hacerlo con criterios de equidad (el aumento de cotizaciones propuesto en la última reforma se concentra en los salarios superiores a 50.000 euros brutos anuales, el 5% más alto de las rentas salariales). Se aprietan las tuercas por el lado de los ingresos. Y eso duele. Pero es un paso adelante posibilista, dadas las restricciones económicas, políticas y sociales del momento, aunque cuestionable en el sentido que comento más adelante.

En tercer lugar, como la propia evaluación de AIREF ha puesto de manifiesto, la última reforma es insuficiente para solucionar un problema de contabilidad nacional que alcanzará su momento de máximo estrés en torno a 2050, a partir del cual comenzaría a diluirse de manera gradual. Concretamente, dadas las actuales proyecciones demográficas, el gasto total en pensiones alcanzaría el 16,3% del PIB en 2049 (necesario para atender a una población en edad de jubilación que será más numerosa que la actual) frente al 13,6% en 2021. De acuerdo con las estimaciones de AIREF, las medidas adoptadas hasta el momento serían insuficientes para contener el aumento del déficit público, que sumaría al actual 1,1 puntos de PIB en 2050.

Todo ello, por supuesto, sujeto a la evolución en tan largo plazo de factores como la demografía, la población activa o la productividad. Así pues, en los próximos años asistiremos a nuevos ajustes del sistema público de pensiones, el primero de ellos puede que tan pronto como en 2025, si las proyecciones de AIREF están en lo cierto.

En cuarto lugar, la brecha de recaudación fiscal con respecto a la eurozona se ha reducido notablemente en estos cinco años, de 7,2 puntos de PIB en 2018 a 3,1 en 2023. Aunque todavía falta por ver en qué valores va a normalizarse tras la excepcionalidad de la pandemia y el shock inflacionario actual, dicha brecha sigue siendo significativa. No es un espacio fiscal suficiente, dado que el déficit estructural de España puede estar actualmente por encima del 4% del PIB, pero si convenimos que un aumento del déficit en pensiones de 1,1 puntos en 2050 es un problema, deberíamos asumir también que esos 3,1 puntos de menor recaudación deben formar parte de la solución. 

Ambición, carencias y perdurabilidad de la reforma

La actual reforma de las pensiones podría haber sido más ambiciosa si hubiera imperado entre los distintos actores una lógica de Estado. Así, en lugar de haber compartimentado la reforma en tres fases, como de facto parece ser el caso (revalorización de las pensiones en 2021, fortalecimiento de ingresos en 2023 y, a priori, nuevas actuaciones a partir de 2025), habría sido deseable un planteamiento integral, que abarcase también al sistema tributario en la medida que le concierne (elementos no contributivos) y en el que se presentasen de manera conjunta las medidas más impopulares junto con las más fácilmente digeribles. Veremos, en este sentido, cómo se abordan futuros ajustes.

En concreto, habría sido deseable que el peso de los nuevos recursos del sistema hubiese recaído principalmente en tributos existentes y, en menor medida, en un aumento de las cotizaciones, tanto por razones de eficiencia y competitividad empresarial como por motivos de equidad interpersonal. Se ha optado por las cotizaciones, lo cual ofrece un cierto blindaje a la caja de la Seguridad Social, pero no deja de ser un punto cuestionable de esta reforma: la reducción de la desigualdad es misión principal de los impuestos progresivos y de las políticas de gasto, no tanto de las cotizaciones.

Asimismo, en un acuerdo de Estado más amplio podría haberse valorado la introducción o el fortalecimiento de figuras tributarias vinculadas al patrimonio y/o a las mayores herencias, como mecanismo distributivo intergeneracional en sentido complementario al sistema de pensiones, con el que además fortalecer su sostenibilidad. La circulación y rejuvenecimiento del capital es una de las grandes cuestiones por abordar en sociedades ricas y envejecidas como las europeas. Eso evitaría, además, tomar a 'los jóvenes' como rehenes en el debate de las pensiones. Un primer paso en este sentido podría haber consistido en un compromiso fuerte contra la pobreza infantil. 

Finalmente, también tendría que haber sido posible fijar una línea temporal a partir de la cual aplicar las medidas de contención de gasto y adaptación a la esperanza de vida, perfiladas por sectores, actividades y/o tipos de empleo, necesarias para asegurar el cumplimiento de la regla de gasto de las pensiones en el periodo 2022 - 2050, con un plazo suficiente para ser anticipadas por las generaciones concernidas, sin que suponga cambiar sobre la marcha las reglas de juego a los inmediatos entrantes en el sistema. 

Un pacto de Estado sobre estos elementos, entre otros posibles, habría contribuido a abordar el problema con mayor serenidad y habría dotado a la reforma de una legitimidad fuerte, que es la mejor garantía para su perdurabilidad. Eso sí, habría cerrado definitivamente la puerta a la solución 2013, la única considerada por el búnker de las pensiones, que insiste en la necesidad de ‘hacer reformas’ pero que, llegado el momento, se niega a considerar cualquier cambio que afecte a las cotizaciones sociales, a los impuestos (menos todavía si afectan al capital), a los aumentos salariales y a la reducción de la desigualdad. El verdadero problema está ahí, en las posiciones inmovilistas del búnker.

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