Cuando se dio a conocer el fallo de la Sala 2ª del Tribunal Supremo en la causa especial contra Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, me embargó una tristeza enorme.
Me sentí como el hijo del comisario Gordon en el final de 'The Dark Knight' (Christopher Nolan, 2008), la segunda de las películas de la excepcional trilogía del Caballero Oscuro, cuando ve cómo la policía de Gotham City, dirigida por su padre, persigue con saña a quien les ha protegido y guardado. En su inocencia infantil, no puede explicárselo. “Pero si no ha hecho nada malo”, clama.
Su padre, conocedor de que este mundo es mucho más cainita y vil de lo que puede entender un niño, trata de explicárselo con palabras que, en realidad, van dirigidas al desolado espectador: “Porque es el héroe que Gotham se merece, pero no el que necesita ahora mismo. Así que le perseguiremos; porque él puede resistirlo. Porque no es un héroe; es un guardián sigiloso, un protector vigilante”.
Siempre he dicho, entre bromas y veras, que me hice fiscal porque no podía ser Batman. Así que busqué una capa negra y un emblema en el pecho con los que perseguir a los criminales, un atuendo que estuviera en nuestra realidad, no en la ficción. Y lo encontré en forma de toga con puñetas.
Pero no hablamos de mí. Yo no soy nadie, un simple fiscal de infantería, sin galones, que tuvo el privilegio de servir dos años, codo con codo, con Álvaro García Ortiz, cuando él era fiscal de Sala jefe de la Secretaría Técnica, y yo estaba en la Unidad de Apoyo, los dos en la sede de la Fiscalía General del Estado. No represento a nadie, solo a mí mismo.
Así que hablo con mucha más libertad. Desengañémonos, el Joker se ha salido con la suya: en su afán de provocar el caos, de ver el mundo arder, ha acabado con un fiscal general. ¿Es una coincidencia del destino que la última víctima del villano, magistralmente interpretado por Heath Ledger, fuera el fiscal de Gotham? Creo que es demasiado concederle tal categoría a un sujeto con la misma risita histérica y la misma brújula moral, que es quien empezó todo esto. Pero la realidad no tiene tanto glamour como la ficción.
Pero, siendo jurista, ¿por qué no hablo de Derecho? ¿Por qué me voy por las ramas con disparatados paralelismos cinematográficos, cual si fuera un Pedro Vallín más?
Porque, sintiendo contradecir al presidente de mi asociación, Félix Martin, en una entrevista magnífica en la Cadena SER, esto nunca ha ido de Derecho ni de leyes. Es algo mucho más bajuno. Por eso conocemos una condena, con pelos y señales, sin tener sentencia que se pueda analizar o recurrir.
Esta historia arranca con varios fiscales sin pedigrí, sin apellidos ilustres, sin cargos relumbrantes, que recorren España en una furgoneta, recabando votos para unas elecciones al Consejo Fiscal, el máximo órgano de asesoramiento del Fiscal General en diversas materias. Elecciones que terminan haciendo volar por los aires un status quo de seis vocales conservadores y tres progresistas mantenido desde el principio de los tiempos. Con Álvaro García Ortiz como fiscal más votado, con una diferencia abismal con el siguiente. Que llega al Consejo Fiscal con otros compañeros como María José Segarra o Dolores Delgado. Esas tres personas acabarán ocupando el cargo de fiscal general del Estado, consecutivamente. Una situación inasumible para quienes patrimonializan los altos cargos de la judicatura y la carrera fiscal. Parvenus que llegan a tener mando en plaza.
Y entonces llega el escándalo: un jefe de gabinete de un cargo político publica un bulo que, desacreditando a un fiscal, carga contra la cúpula de la institución, demostrando un desconocimiento supino de la legislación procesal, acusando de hacer algo que, sencillamente, es imposible desde el punto de vista jurídico: paralizar una conformidad por intereses políticos cuando, sencillamente, estábamos en un momento procesal en el que tal conformidad no se podía alcanzar. Y el fiscal general reacciona conforme a lo que dispone nuestro Estatuto Orgánico, en su artículo 4, apartado 5º: “Informar a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan, siempre en el ámbito de su competencia y con respeto al secreto del sumario y, en general, a los deberes de reserva y sigilo inherentes al cargo y a los derechos de los afectados.”
No hay secreto de sumario, porque no hay sumario, y no hay deber de reserva y sigilo, porque el asunto ha sido aireado por el afectado, a través de ese asesor político al que antes me he referido.
“Pero es que nunca se ha hecho algo así”, claman muchos. Exacto. Porque Álvaro García Ortiz no ha sido un fiscal general como los que le han precedido: era alguien que quería modernizar la institución, adaptarla a los tiempos que corren, y defenderla de los ataques externos. Imperdonable.
Así que intentan que dimita, con un órdago digno de partida de mus de bar con olor a farias y a Varón Dandy: se abre un procedimiento en su contra, no basado en la nota de prensa, sino en una hipotética filtración que no se puede demostrar. Y él aguanta el envite, y se defiende. “Pero ha destruido pruebas”, siguen clamando. No. No se puede destruir lo que nunca ha existido. Pero conoce la palabra “compiyogui”. ¿Les suena? Los mensajes de WhatsApp de un teléfono que se incautó en una causa penal por un delito muy concreto y específico: el supuesto acoso a una mujer por parte de un tipo que, casualidades de la vida, se escribe con la reina Letizia. Meses después de la incautación del teléfono móvil del encausado, los mensajes con la reina aparecen en los medios de comunicación. ¿Puede permitirse algo así quien ostenta la cabeza de una institución de rango constitucional como es el Ministerio Fiscal? Ni de broma. Así que, siguiendo las instrucciones del delegado de Protección de Datos, borra todo el contenido de su WhatsApp, como suele hacer habitualmente. Desgraciadamente, lo borra tan a conciencia que no se pueden encontrar, siquiera, vestigios de los anteriores borrados periódicos.
Pero todo eso es irrelevante, porque lo que sabemos de la providencia que adelanta el fallo de la sentencia es que el delito parece venir de la propia nota de prensa, que los mismos magistrados del Tribunal Supremo habían excluido del objeto del juicio.
¿Eso permite que la sentencia sea anulada en vía de amparo por el Tribunal Constitucional? Por supuesto que sí. Sería una incongruencia que atenta contra el principio acusatorio. Pero da igual.
¿Por qué da igual? Porque la pieza se ha cobrado: una pena tan limitada como la que conocemos no permite una suspensión cautelar de la sentencia en caso de recurso de amparo. La inhabilitación se llevará a cabo. Y cuando el Tribunal Constitucional haga su trabajo y ampare a Álvaro García Ortiz, toda la narrativa sobre la politización del Constitucional, con su mayoría de magistrados progresistas, hará que el relato del sesgo político de los magistrados del Supremo vuelque como una tortilla de patatas en la sartén, cayendo sobre los del Constitucional.
La jugada es maestra: dos objetivos por el precio de uno. Demasiado para un nihilista como el Joker. Aquí se ve la mano de alguien más, mucho más inteligente y maquiavélico. El inmortal líder de la Liga de las Sombras, Ra's al Ghul. ¿Y quién ocupa aquí ese puesto? Eso se lo dejo a su criterio. Quizás sea alguien que iba a controlar desde atrás, o conquistar dos colinas. O quizás no. Al fin y al cabo, esto es solo una película. Preparémonos pues, para la siguiente de la trilogía. Porque el Caballero Oscuro renacerá.