Siempre he recomendado que la película 'Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg)',1961, debería proyectarse cada curso en las facultades de Derecho. No solo por su valor cinematográfico, sino por la lección ética y jurídica que entraña. La película relata el juicio a los jueces y fiscales del régimen nazi -personajes de la segunda fila, pero esenciales en el engranaje del horror- que contribuyeron a dar cobertura legal a un sistema político construido sobre la irracionalidad del odio racial y la supuesta superioridad de la raza aria.
En la escena final, Spencer Tracy, en el papel del juez Dan Haywood, responde al exjuez nazi Ernst Janning (Burt Lancaster), cuando éste intenta justificar su conducta alegando que jamás imaginó que la maquinaria del régimen acabaría provocando un holocausto: “Se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a alguien sabiendo que era inocente”. Esa frase resume la esencia de lo que hoy llamamos lawfare: el uso del Derecho como instrumento de persecución política, el deslizamiento moral del juez que acepta convertir el proceso judicial en un arma al servicio de una ideología que considera que todas las estructuras del Estado deben someterse a la voluntad del partido y su despótico líder.
El término lawfare -contracción de law (ley) y warfare (guerra)- fue acuñado por el juez y general estadounidense Charles J. Dunlap en 2001 para describir el uso de la ley como arma en los conflictos modernos. Pero hoy en el ámbito político el lawfare significa la instrumentalización del sistema judicial con fines de persecución o neutralización de adversarios. Describe el uso de las estructuras judiciales, policiales y mediáticas para destruir a un adversario político. En España, este fenómeno ha adquirido una intensidad alarmante en la última década. Desde la irrupción de Podemos en 2014, el sistema político-mediático dominante reaccionó con una hostilidad inusitada contra quienes desafiaron los pilares de lo peor de la Transición, dominada hasta entonces por la alternancia de los dos grandes partidos y un monarca al que todo se le consintió. Las denuncias reiteradamente archivadas por supuesta financiación ilegal, impulsadas por falsos informes de policías agazapados en el Ministerio del Interior de Jorge Fernández Díaz, inauguraron una etapa de judicialización estratégica de la política. La frase del exministro “Eso la fiscalía te lo afina” es toda una declaración de cómo se ha actuado desde entonces. Las revelaciones de los procesos abiertos y algunas condenas al ex comisario de policía Juan Manuel Villarejo, abren en canal la colaboración político-judicial-policial que domina toda una época.
En el ámbito municipal, Ada Colau sufrió veinticuatro querellas, archivadas finalmente porque no había nada, promovidas por asociaciones y despachos vinculados a la derecha mediática y empresarial, especialmente la del mundo de la especulación urbanística y hotelera o de las concesiones cautivas. Ninguna prosperó, pero todas cumplieron su función: desacreditar, desgastar, distraer, erosionar, imponer el castigo del procedimiento, la pena de banquillo. El lawfare es eso.
Más cruel aún fue el caso de Mónica Oltra. Su imputación, basada en conjeturas y acusaciones inconsistentes y amplificada por una potente maquinaria mediática, la obligó a dimitir. El último auto del juez instructor declarando de nuevo el archivo del caso, con el apoyo esta vez de la fiscalía, por no existir delitos, el segundo que dicta el juez en mismo sentido, y que está pendiente de una sala de la audiencia provincial de Valencia que, por su tardanza en resolver, da la sensación de estar empeñada en encontrar delito donde no lo hay. Pero la inconsistencia del caso ya ha cumplido su función: el daño personal y político a una persona y su coalición que también tuvieron la osadía de romper el equilibrio entre los dos grandes partidos que se habían venido alternando en el poder.
Asimismo, en los procedimientos contra los independentistas del procés, imputarles delitos de rebelión o sedición y hasta de terrorismo donde si efectivamente había conductas delictivas estas no pasaban de la desobediencia, los altercados o la prevaricación. Todo infiere hacia una intencionalidad de ensañamiento más que de aplicación del Derecho. Ahora el Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) lo ha desmontado cuestionando una vez más a las altas instituciones judiciales españolas. Por lo visto, el Derecho Comunitario y los Tratados Internacionales no es lo fuerte en nuestro Tribunal Supremo.
En los últimos dos años, y como si se estuviera cumpliendo la profecía del pastor Martin Niemöller “Primero vinieron por ...”, el lawfare ha apuntado al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, y a la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, promoviendo procedimientos penales sin fundamentos jurídicos sólidos alimentados por organizaciones ultraderechistas muy conocidas por su querulancia fundamentalista tolerada por instancias judiciales que igual admiten querellas con recortes de prensa como deniegan todo valor probatorio a declaraciones en estrados de periodistas testigos de descargo.
Lo común en todos estos episodios es la connivencia entre determinados jueces, fiscales, policías, medios y sectores políticos. El proceso judicial se convierte en el arma del castigo y represalia; la absolución y, en su caso, el archivo, llegan siempre tarde y sin ruido; el bulo y la filtración permanente e impune sustituye a la sentencia. La independencia judicial se confunde con la impunidad corporativa.
La frase final de 'Vencedores o vencidos' encierra la advertencia ética que hoy necesitamos: la degradación del Derecho no empieza con los querulantes ultraderechistas, sino con los miembros del poder judicial que aceptan servir a las ideologías políticas en lugar de al Derecho y la Constitución. La ética judicial exige valentía, resistir la presión mediática, política o corporativa. Las manifestaciones de jueces a las puertas de las audiencias usando su toga como pancarta contra proyectos de ley todavía no debatidos por el poder legislativo marca un antes y un después en el deslizamiento de un sector importante de la judicatura hacia un Estado cautivo por las ideologías herederas de la dictadura franquista.
El lawfare, como la corrupción, erosiona y destruye el Estado de Derecho desde dentro, revestido de legalidad. Sustituye la verdad judicial por el chismorreo y la sospecha política y convierte el proceso penal en un arma política incontrovertible. Frente a él, no basta con reformas institucionales: es necesaria una reconstrucción ética de la judicatura y del ministerio fiscal.
El juez no debería representar al Estado frente al ciudadano, sino al Derecho frente al poder. Cuando esa conciencia se pierde, la democracia se convierte en un apéndice al servicio de los que siempre han mandado. La película de Stanley Kramer debería proyectarse, además de en las facultades de Derecho, en la Escuela Judicial y quizás, sobre todo y siempre que no se considere una amenaza, ante quienes integran la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Esa que un partido fundado por la flor y nata de tardo franquismo consideró que iba a estar controlada por la puerta de atrás.