El 'trilema' de París: competitividad, empleo y medioambiente
He leído en los últimos meses con mucho interés abundante información sobre los problemas de todo orden que ya se vislumbran para aplicar las buenas intenciones contenidas en el acuerdo alcanzado en la pasada cumbre de París, en torno al cambio climático que amenaza el futuro -y el presente- de nuestro planeta.
Observo que al tiempo que suscribimos grandes y buenas intenciones sobre las emisiones de gases de “efecto invernadero”, nos liamos de modo continuo en numerosas disonancias cotidianas en lo que a gestión del equilibrio ambiental más inmediato se refiere.
Sin duda, compatibilizar el trinomio competitividad empresarial-empleo-protección del equilibrio ambiental, no resulta sencillo en el marco de una economía de mercado, en el ámbito del modelo socioeconómico en el que nos movemos. El mercado contempla toda regulación como algo exógeno al mismo; buena parte de los impactos de su forma de operar, tanto en términos de empleo como de equilibrio ambiental, son interpretados como “externalidades”, que son aquellos que afectan a terceros –a los no intervinientes en la pura relación mercantil-.
Tales “externalidades” sólo son gestionadas por el mercado si tienen un coste -precio regulatorio- para quienes las provocan. Y, por tanto, dependiendo de cómo se regulen tales costes para su incorporación al mercado, se afectará al nivel competitivo relativo de las empresas y/ o de los sectores productivos. Como resultado de la aplicación de estos costes (regulaciones), si sólo afectan a una empresa o un sector, probablemente, se producirá un desplazamiento de la ventaja competitiva hacia otras empresas u otros sectores, con diferentes resultados en el terreno del empleo (en calidad y cantidad) y de la estabilidad del equilibrio ambiental.
Todo este largo preámbulo viene a cuento de los numerosos conflictos que en este terreno se producen cotidianamente y que, a menudo, sólo afloran a la opinión pública en un escenario temporal limitado a las contiendas electorales. En esta perspectiva, leo también en la prensa una amplia gama de “rifirrafes” políticos en torno a problemas específicos de gestión del patrimonio ambiental, como el que, por ejemplo se viene protagonizando desde hace ya una larga temporada en Pontevedra, en torno a la factoría de la empresa Energía y Celulosa (ENCE).
Así, venimos escuchando y leyendo profusas e intensas diatribas entre las diferentes fuerzas políticas locales y estatales acerca del traslado de la factoría de ENCE ubicada en la ría de Pontevedra. En los epílogos de esta controversia conocemos que se nomina al Presidente del Gobierno en funciones de la nación como persona “non grata”, en razón de la prórroga concedida en su día para la continuidad, de momento, de las operaciones productivas de dicha factoría.
Observamos una simplificación excesiva que pone de manifiesto un problema que, en esencia, engloba el trilema señalado en el título del artículo (competitividad/empleo/medioambiente), como ocurre en otras múltiples y variadas situaciones que se presentan a diario en nuestro país. El debate en torno a estas cuestiones se banaliza y se presentan soluciones con enorme carga emocional para movilizar al ciudadano adscrito al discurso más efectista, pero que se sitúan lejos de la búsqueda de una solución más óptima al trilema presente.
La prórroga concedida por el gobierno a ENCE para operar en su actual emplazamiento se convierte en un arma electoral arrojadiza hacia los cuatro puntos cardinales, con preeminencia hacia la opción -sin duda con mucha mayor carga emocional que el resto de opciones- que propone el traslado de dicha factoría hacia otras ubicaciones alternativas (¿cuáles?) y la reutilización de los terrenos que actualmente ocupa para una mezcla de actividades turísticas (genéricas, no claramente especificadas) y de operaciones urbanísticas (más ladrillos). En suma, una vuelta a nuestras viejas tradiciones productivas de camareros y poceros (con perdón). Parece que ya se nos olvidaron nuestras viejas demandas de un país más industrial, de un país con empleo más cualificado, generando mayores cotas de productividad en nuestro tejido productivo (la “madre” de todas las batallas de la competitividad empresarial). Nada, vuelta a nuestro modelo ancestral de crecimiento económico, profundamente anticíclico y, como ha demostrado la Gran Recesión que padecemos desde 2007, obsoleto y, podríamos decir, ya acabado.
Veamos algunos de los planos de este tipo de debate. Si la susodicha factoría se instala fuera de Galicia, que es al parecer la opción impulsada por los grupos pro traslado, son muchos los recursos que se desperdiciarían. Se arrojarían por la borda las cuantiosas inversiones realizadas en estos últimos años para reducir de manera intensa y singular las emisiones contaminantes de esta industria (de hecho las playas del entorno gozan ya de calificaciones ambientales más que aceptables, con banderas azules en los últimos años). La pérdida de empleos industriales (más cualificados, permanentes y productivos que la opción del “ladrillo”) se extendería no solo a los directos, sino también a los cuantiosos que se vinculan como indirectos a esta industria. Y, en última instancia, tenemos ya abundantes operaciones de recalificaciones millonarias de terrenos industriales acompañando a grandes proyectos sin expectativas que nos han sembrado de terrenos yermos o urbanizaciones fantasmas, económicamente hablando.
¿No sería más razonable (económica y socialmente hablando) mantener lo que hay, una industria económicamente competitiva, con posibilidades de expandir su cadena de producción en vertical (industrias derivadas del papel y la celulosa, cultivo forestal sostenible, etc.) y en horizontal (generación de energía con biomasa) antes de emprender aventuras muy emotivas pero sin horizonte (ni en Galicia ni en otras Comunidades Autónomas) y con un requerimiento de importantes inversiones sin una clara definición de rentabilidad?
No es incompatible la continuidad de la producción industrial y el empleo de calidad con la exigencia de inversiones en materia de protección ambiental que impongan los criterios tecnológicamente más avanzados en este tipo de industrias. Es lo que se debería haber hecho de forma generalizada en los últimos años.