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Las universidades sin cabeza

Campus de la Universidad Rey Juan Carlos

José Carlos Bermejo

Catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Santiago de Compostela —

Todas las instituciones se rigen con sistemas de normas. Si las normas son correctas, las instituciones funcionarán normalmente bien, pero si son malas acabarán por destruir a la institución y perjudicar seriamente los intereses de sus propios miembros. En todas las instituciones hay personas más o menos inteligentes, más o menos decentes y más o menos hábiles, y cada una de esas personas es plenamente responsable de sus acciones, pero si la institución a la que pertenecen está incorrectamente regulada puede resultar casi imposible seguir en ella una conducta adecuada y correcta. Los sociólogos del siglo XIX creían firmemente que el progreso de la humanidad había sido básicamente el progreso de sus instituciones, o lo que es lo mismo, de sus leyes. Y ello habría sido así porque a lo largo de la historia la humanidad siempre ha tenido la misma propensión a hacer el mal y a anteponer los deseos e intereses de cada cual a los intereses de la colectividad. Por eso dijo en su momento I. Kant que las mejores leyes son aquellas que consiguen hacer buena a una sociedad de demonios.

Nadie puede vivir al margen de su época y de su medio social, y por eso a nadie se le puede exigir lo imposible. Pero también es cierto que si podemos exigir a los demás que no se recreen en el fango. Y veremos a continuación un caso práctico en el campo del gobierno de las universidades españolas de las que se puede decir, según aforismo de un célebre torero, que en ellas “lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible”, pero también que quienes dictan lo que es posible y lo que es imposible son ellas mismas.

Lo que define al estado de derecho es que en él los poderes legislativo, ejecutivo y judicial solo pueden actuar dentro del marco de las leyes. El Congreso, el Senado y el Gobierno son quienes tiene capacidad de dictar leyes, pero deben hacerlo de acuerdo con los procedimientos que las propias leyes establecen y respetando el conjunto del sistema jurídico, que exige que las normas de menor rango se subordinen a las de rango mayor y que no pueda haber contradicciones entre diferentes leyes. De acuerdo con este mismo principio, quienes gobiernan deben hacerlo únicamente dentro de los marcos que sus competencias les otorgan y respetando las de los demás órganos de gobierno y los derechos de sus administrados, o gobernados. Y, por último, es evidente que los jueces han de dictar sus sentencias de acuerdo con las leyes en vigor y siguiendo únicamente los procedimientos que esas propias leyes establecen.

Cuando se legisla, gobierna y juzga según la ley se actúa legalmente. Pero a veces la legalidad es diferente que la legitimidad, porque puede haber leyes en vigor que sean injustas o que contradigan a otras leyes. Sin embargo, el juez, el gobernante y el legislador no tienen más remedio que respetarlas, mientras quien tiene capacidad para modificarlas no las cambie. Un juez puede poner en la calle a una familia por unos meses de impago de su hipoteca y además embargarle la nómina, o por lo menos podía hacerlo hasta hace muy poco, y se así se hizo miles de veces. Su sentencia era legal, pero injusta y de dudosa legitimidad, si se hubiese enmarcado en los principios constitucionales y del derecho en general. Por la misma razón las sentencias del Tribunal de Orden Público del franquismo eran legales, pero no legítimas, ni justas. Como veremos algo similar está ocurriendo en nuestras universidades.

En la universidad hay tres principios diferentes de legitimidad y jerarquía: el académico, el administrativo o jurídico y el económico y fáctico.

La jerarquía académica en todo el mundo debe ser la jerarquía de saber. Debe impartir clase quien esté capacitado para ello por sus conocimientos y sus méritos. A eso se le suele llamar plena capacidad docente e investigadora y la ley orgánica que nos rige se la otorga a diferentes grupos de profesores: catedráticos y titulares de universidad y por debajo de ellos otras categorías. Un catedrático o titular tiene plena capacidad docente e investigadora y está amparado por la libertad de cátedra. Una libertad que va unida al principio de autonomía universitaria y debería salvaguardarlo de las injerencias políticas y presiones económicas en el ejercicio de su labor. Esa capacidad solo se le puede retirar mediante un procedimiento legal, como por ejemplo un expediente disciplinario. Sin embargo, de hecho sistemáticamente se la está limitando con normas de rango inferior, dictadas por diferentes organismos cuyas competencias se solapan.

Algunos como la ANECA están, por ejemplo, imponiendo ideologías políticas, pedagógicas y económicas, basadas en el culto al mercado y en la psicología cognitivo-conductual, que quiere reducirlo todo al juego de unas competencias y habilidades que se quieren vender como realidades inapelables, pero que no son más que normas coactivas y disciplinarias de ajuste de los ciudadanos a las leyes del mercado. Otros organismos académicos limitan la plena capacidad docente de catedráticos y titulares impidiéndoles juzgar tesis doctorales si no tienen un número de sexenios que cada universidad fija a discreción. Este control ideológico se complementa con una arbitrariedad administrativa que permite formar comisiones de plazas sin expertos en la materia y meter en el mismo cajón académico a todas las ciencias económicas, el derecho, la psicología, la sociología, la geografía y las ciencias políticas, obrando así el milagro de que a un experto en psicopatología se le otorguen conocimientos de econometría o derecho romano.

La jerarquía académica exige en todo el mundo que haya diferentes niveles en el profesorado y que los profesores de mayor nivel tengan más capacidad de gobierno académico y organización de la investigación que los inferiores. En España esto no es así, ya sea porque se supone que la jerarquía académica carece de valor y un becario posee más conocimientos que un catedrático, lo que, de ser verdad, obligaría a revisar todo el sistema, o bien porque todo el sistema padece un mal muy profundo.

La jerarquía administrativa regula los órganos de gobierno de las universidades y se rige por las normas del derecho administrativo. Ella establece lo que es un rector, un decano, un director de un departamento y todos los órganos de gobierno colegiados. Debería corresponderse de algún modo con la jerarquía académica y las competencias de quienes gobiernan deberían siempre ser respetadas. Esto no es así, porque esas competencias son torpedeadas cada día por normas inferiores que cortan la hierba por debajo de los pies de las autoridades académicas. Por eso, y por el desinterés de quienes tienen mayor jerarquía académica, los departamentos y facultades son gobernados, a veces, por las únicas personas que están dispuestas a asumir unos cargos que solo sirven para ejecutar trámites impuestos desde arriba. Unos trámites que casi todo el mundo considera como ficticios porque sabe que son manipulables.

¿Quiénes son los manipuladores? Pues los que tienen el poder económico basado en el dinero de los proyectos y el control de las evaluaciones. No tienen más jerarquía académica ni más poder legal que los demás, pero eso no quiere decir que no deseen acaparar esos poderes. En EE UU los sociólogos de la ciencia han demostrado que en las universidades el dinero de la investigación se reparte de acuerdo con el “efecto san Mateo”, así llamado por el célebre aforismo de Jesús que decía: “en verdad, en verdad os digo que al que tiene se le dará y al que no tiene, incluso eso se le quitará”. Son esos grupos privilegiados de investigadores-evaluadores y de evaluadores-investigadores los que están acumulando un capital que ni crea empleo fuera de la universidad, ni produce conocimiento científico real, ya que solo se rige por el principio de dinero crea dinero. Y es ese capital el que más reclaman los rectores.

Esos grupos perecerían en el mundo real y por eso necesitan lograr el control casi total de la universidad. Su estrategia para conseguirlo consiste primero en lograr el control de los procedimientos de evaluación y reparto de capital. Segundo, en conseguir que casi todas las plazas estables de profesor se vayan creando para quienes ellos mismos acreditan que son investigadores, y por último en someter a departamentos, facultades y rectorados a su albur. De este modo poco a poco consiguen fagocitar a las universidades y clonarse como hacen los virus. Una gigantesca trama de normas torcidas facilita esta infección. Una infección que solo un cambio global de las leyes y los sistemas de gobierno podrían atajar de un modo radical.

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