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Días de verano

Veraneantes en una playa en Andalucía.
3 de agosto de 2023 22:25 h

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No recuerdo la última vez que pasé unos días de verano en la playa. Quizá sería antes de la pandemia, en el verano de 2019, el primer verano de mi hijo. Todavía andaba recuperándome del parto y mi cuerpo no era exactamente mío, pues lo compartía con mi criatura todavía. Éramos uno solo. Lo llevaba a cuestas a todas partes, con sus pequeñas piernecitas rechonchas en torno a mi cintura y sus bracitos agarrados a mi cuello. Tenía apenas medio año ese primer verano y vio el mar por primera vez. Recuerdo que no quiso siquiera mojarse la punta de los dedos de los pies. Su inmensidad le asombraba y asustaba a partes iguales. De esos días recuerdo poco más, por eso visito con frecuencia un álbum de fotografías instantáneas que tomé: al mirarlas caigo por un agujero de gusano que me lleva exactamente a ese verano y puedo revivirlo con intensidad, con tanta intensidad que me tiembla el pecho y las lágrimas emprenden su lucha por desbordarme.

Después llegó la pandemia, el encierro y todas las restricciones que nos tuvieron un par de veranos quietos en el piso, por miedo, por seguridad, por prudencia, mojándonos los pies y el cuerpo a trocitos en una pequeña piscina hinchable en la terraza. Ahora comienzo a tener borrosos esos primeros años de mi hijo, mis primeros años de madre, tenía la impresión de que el tiempo pasaba lento como un día sin pan, y ahora los he visto volar, un año detrás de otro sin que me diera mucha cuenta. Quizá les suene a cliché, pero el verano es para mí un tiempo mágico –caluroso, agotador, infinito, sí, pero mágico–, un pequeño portal que me conecta con todos los veranos pasados y me hace ir hacia atrás en el tiempo hasta mi propia infancia. Mi hijo ha hecho que ese portal se haga más grande si cabe y conecta nuestras infancias como si las hubiéramos vivido al mismo tiempo. 

Acabamos de volver de pasar unos días en una playa gaditana, la playa en la que pasé parte de los veranos de mi niñez, arenas blancas y aguas azulísimas y miles de sombrillas de colores. No es una playa idílica ni una de esas calas poco transitadas que anuncian los especiales de verano en la prensa. La nuestra es una playa familiar, una prolongación del verano en el pueblo, con padres, madres, abuelos y abuelas, hijos, primas, nietos jugando a la pala, chapaleteando entre las olas, comiendo bocadillos de chorizo y bebiendo latas y latas de cerveza fresquita. No es una playa literaria que inspire a escribir grandes relatos ni una playa exótica a miles de kilómetros de aquí, es un cachito de paraíso cotidiano. Este año mi hijo y yo éramos dos, cada uno con su cuerpo y sus deseos, anhelando el juego o la lectura. Para mí la playa es leer en la tumbona hasta que al sol se lo coma el agua y la luna brille con las estrellas. Para mi hijo todo tiene que ser infinito: los castillos hacia el cielo, los baños, las volteretas, los cuentos improvisados que protagonizan rocas parlantes, tritones coléricos que manifiestan su descontento enviando malintencionadas olas a los bañistas o sirenas malvadas que se llevan los juguetes al fondo del mar. Lo de leer ha sido mucho más difícil que dejarse mecer por las aguas mientras flotábamos boca arriba con los brazos en cruz haciéndonos el muerto o ser enterraba en la arena por las manitas inquietas de mi hijo. Y, aun así, ese tiempo precisamente muerto, el tiempo de la nada –sin móvil, mirando al horizonte, sin nada que hacer más que estar allí, en ese lugar exacto, en la arena que se va volviendo fría a medida que la tarde avanza y el ocaso llega y el cielo se vuelve de un color imposible y hermoso, anaranjado y rojizo y violeta y la luna es blanca como la leche–, ha sido el más feliz. Porque estaba allí y no quería estar en ninguna otra parte, en ese día y en esa tarde que se vuelve noche y en esa playa con mi hijo al lado y el libro entre las manos y las gaviotas sobrevolando nuestras cabezas y la gente atravesando con sus siluetas negras el paisaje y la promesa de otro día de verano más, otro día igual, exacto. 

Esas tardes, en un silencio más imaginario que real, pues a mi alrededor todo era un bullicio de gente y espuma de mar, conversé con la mujer que siempre va conmigo, como en el verso de Machado, conversé como hace tiempo que no hago porque con la prisa y el trabajo y la algarabía política de nuestros días encontrar la calma para emprender un soliloquio es una tarea dificultosa, imposible casi. Conversé conmigo, sí, y también dejé que mi hijo me hablara y presté atención a sus palabras, a sus gestos, a sus argumentos, a todas sus preguntas y cuentos, algo que en el día a día me cuesta algunas veces porque me dejo llevar por un monólogo encarnecido que contiene advertencias sobre múltiples peligros y órdenes sobre la intendencia cotidiana y prisa, muchísima prisa, una prisa que nada tiene que ver con un niño de cuatro años y medio.

Y allí, en el agua azulísima del Atlántico, él con su flotador y yo con los brazos en cruz, los dos con la cara vuelta al cielo, hablamos de la muerte, del cambio climático, de las historias, de todas las historias que nos sostienen, del amor, de basiliscos y marsopas, de gaviotas y monstruos marinos, con curiosidad y asombro, sin conocer todas las respuestas, como dos niños, sí, él y yo, dos niños que no quieren que los días de verano terminen nunca. Y luego, una vez en la casa, con alguna nota mental sobre todas esas conversaciones de agua, me senté a escribir porque, a veces, pienso que la única manera de atrapar los recuerdos y crear pequeñas cápsulas de tiempo que puedan visitarse como si fueran habitaciones de una casa es escribir. Escribir es recordar, es ordenar toda esa memoria y traerla de nuevo al presente como si el tiempo pasado no hubiera dejado nunca de existir. 

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