España se va a sepia
“La energía de la historia se malgastaba dando vueltas a la rueda de ascenso y caída de los imperios”
Neil Faulkner. Una historia radical del mundo
Allende los tiempos, cuando aún existían la verdad y la mentira, la decencia y la indecencia, la honestidad y la impostura, había un consenso democrático en la pérdida que suponía que una voz de la diversidad se desvaneciera en el éter. Todos entonaban el canto esperado por la muerte de un medio de comunicación. Nadie dudaba en dolerse cuando una televisión se iba a negro, ni siquiera a pesar de que nunca la hubieran gratificado con su audiencia o con su publicidad o con su dinero público.
Ahora es nuestra sociedad, nuestro país el que se va a sepia y nadie parece no ya llorarlo sino siquiera reparar en ello. Debe ser que la mayoría de nuestros líderes políticos no recuerda aquella España en blanco y negro. No les tocó ni de lejos. No saben hasta qué punto era triste aquella sociedad en sordina, llena de represiones y de prohibiciones, de caspa y de miedo y por ello no se percatan de cómo la fotografía de la España en colores que estábamos construyendo entre todos se está apagando, se va difuminando, pierde brillo y pierde color. La foto de la sociedad libre y abierta que habíamos fijado en nuestro perfil se está yendo a sepia poco a poco y a cada mirada nostálgica que le dirigimos nos devuelve un reflejo más diluido de la libertad que nos dijeron que sin ira podíamos conquistar.
Mientras dan la enésima vuelta a la estrategia envolvente o disolvente, que ya no hay modo de entender dónde estamos, en los platós que casi todos ellos abandonaron para regir nuestros destinos hemos tenido que volver a hablar sobre el topless. ¡El topless, virgen santa, el topless que en los ochenta era tan normal como las hombreras! Todo se vuelve más opaco mientras ellos discurren cómo defender sus intereses y los de sus partidos.
Mientras discuten quién tiene la culpa de que no podamos seguir hacia adelante, más lejos, más libres, más fuertes, en los platós que ya no pisan sino cuando sus asesores les envuelven, nos vemos defendiendo entre insultos que los menores que naufragan en nuestro país son seres humanos y que deben ser protegidos. Nos vemos forzados, algunos, a batirnos el cobre para dejar claro que los inmigrantes, los manteros, los refugiados, los extranjeros, los diferentes, están unidos a todos nosotros por los insolubles lazos de la humanidad, en un ecosistema en el que ya hasta los principios más básicos se diluyen entre polémicas estériles sobre si conviene ser libre para matar a un hombre para rescatar un bolso. Y ellos, que no sólo saben que llevamos razón, sino que llevaban en sus programas poner los medios para que todo esto no se olvide, ahora miran no se a qué ni a dónde pero no hacia donde deberían.
Mientras nos mantienen en vilo, en las redes sociales crece la actividad dirigida de los que quieren socavar los principios más básicos, de los que pretenden que el pobre tenga miedo del miserable, y que exija su aniquilación para poder conservar los risibles “privilegios” que ese estado de promisión que es el mundo liberal les permite lamer con la mirada.
Mientras pierden el tiempo en saber quién puede revestirse del alba sacerdotal de la verdadera izquierda, las víctimas vuelven a ser tomadas como rehenes de la manipulación política y, en esa confusión, hasta es pecado apartarse de la sacralización de la figura de quienes lo fueron aunque en vida se constituyeran en chivatos de la Gestapo o execrables torturadores.
Mientras discuten sobre la pureza de las ideas y la confianza que su ansia de poder merece a sus rivales, las mujeres van dejando de ser víctimas del machismo para volver a ser seres maltratados en la oscuridad de los hogares de los que sólo debe verse la imagen feliz de la opresión patriarcal. A las jóvenes que creen vivir en un cuadro brillante de Instagram y que no están dispuestas a retroceder, las siguen agrediendo sin que hayamos estudiado suficientemente las causas y las soluciones y dejando que la ultraderecha lo convierta en una cuestión de etnias malvadas que deben ser erradicadas para lograr nuestra seguridad y la paz de nuestras mujeres. A ser posible con nuestras propias armas, con nuestras propias manos y sin más ley que la de Lynch.
No sé cuánto tiempo puede aguantar el proceso, pero es seguro que una vez llegado a ese punto en el que los fijadores del color han empezado a fallar y el papel fotográfico ha perdido la capacidad de retener la impresión de las imágenes, la velocidad en la que el sepia se apodera del todo para devolvernos una estampa vacía es casi vertiginosa.
Mientras perdéis el tiempo, en este país decir la verdad implica pena de lapidación digital. Cualquier día en los platós nos vemos hablando de hogueras de libros o de agresiones a periodistas.
“El disimulado fascismo de hoy es la implosión de una sociedad ya completamente desarticulada. En la Europa de comienzos del XXI, el fascismo es un peligro claro y bien presente”, dice radical Neil Faulkner.
Mientras, jugad a vuestros juegos. Puede que cuando abráis los ojos nos hayamos ido ya a negro, o sea, al carajo.