Un ibuprofeno 600 y a seguir
De las múltiples enfermedades inducidas por el trabajo la más frecuente es la hipocondría. Normalmente justificada porque en la oficina, redacción, cubículo o espacio en el que trabajas se concentran todo tipo de gérmenes y virus. No los ves, pero sabes que están ahí. No los ves, pero a veces los puedes escuchar. Te hablan a través de la sinfonía de toses secas, toses flemáticas, toses casi mortíferas, estornudos estruendosos, cleenex encima de escritorios, cleenex asomando en papeleras, plañidos, sudores, quejidos, secreciones y serosidades. “Si te encuentras mal vete a casa”, dice alguien. “No, qué va, es solo un resfriado. No tengo fiebre”, contesta ese alguien con aspecto de llevar cinco días alternando con Charles Baudelaire en una buhardilla sin calefacción.
Un día te levantas con un picor intenso en la garganta que no sabes identificar si irá a más, aunque lo intuyes porque el picor en la garganta casi siempre va a más, pero te duchas, te vistes, desayunas, te tomas un ibuprofeno y a trabajar. Yo tuve una compañera de trabajo que pedía ibuprofenos como si tuviese una orden de alejamiento de las farmacias, como cuando te vetan la entrada a los bingos. Era tal su exceso farmacológico gratuito que un día un compañero de redacción tuvo el valor de decirle que podía comprarlos alguna vez. “Sabes que no necesitas receta para eso, ¿no?”, añadió. A veces la ironía es más letal que los virus.
Todos hemos ido a trabajar enfermos. Todos hemos coincidido con compañeros enfermos, incluso muy enfermos, virus andantes en traje y corbata. Todos conocemos a más gente que ha ido a trabajar enferma que personas que se ha quedado en casa fingiendo una enfermedad. Los primeros son la norma, los segundos la deshonrosa excepción. Es parte intrínseca de nuestra cultura laboral regada por el presentismo. Pensamos que quizá con la pandemia eso cambiaría, pero no lo ha hecho. Por un sinfín de motivos: la presión, la percepción de que tu ausencia te puede pasar factura, el afán de productividad y superación, el trabajo acumulado, las plantillas mermadas, los deadlines, etc. Uno va a trabajar enfermo por un sentido de responsabilidad convenientemente inculcado desde siempre, pero también por motivos de inseguridad laboral. Es un entendimiento tácito. Tu jefe no te va a decir que necesitas estar en la oficina sí o sí, pero si eres el tipo que se ausenta por enfermedad con frecuencia, o que cumple las horas justas, probablemente termines cuestionado, si no despedido. Por supuesto, esto es todavía más frecuente en trabajos parciales o precarios.
Hay empresas que incluso incentivan el presentismo con regalos. Royal Mail llegó a ofrecer a trabajadores que consiguiesen no cogerse una baja por enfermedad durante seis meses la oportunidad de ganar un Ford Focus y 2.000 libras esterlinas en vales de vacaciones. El sindicato de trabajadores tenía una sugerencia más anticuada para hacer caer el ausentismo: mejores salarios y condiciones, pero qué mejor que el sorteo de un coche.
Todavía recuerdo cuando la reforma de la baja por dolor menstrual incapacitante iba a provocar un torrente imparable de holgazanería, hordas y hordas de mujeres beneficiadas por la positiva discriminación de tener la regla. Lo cierto es que poco más de mil mujeres se han acogido a esta baja desde la reforma de la ley. Y miles de ellas siguen yendo a trabajar con dolores, no sé si incapacitantes, pero desde luego sí limitantes. Yo misma lo he hecho.
No creo que de salir adelante la autoasignación de una baja laboral de tres días nada de esto fuese a cambiar. La medida tiene encaje legal difícil, no cuenta con consenso y quizá nunca vea la luz, pero los que se llevaron las manos a la cabeza considerando que supondría un festival de simulaciones, engaños y embustes, se equivocan. El que engaña a la empresa con enfermedades ya lo hace y lo seguirá haciendo. Los farsantes no necesitan legislaciones. Del mismo modo que los que van a trabajar enfermos y dopados, con ibuprofenos y paracetamoles en bolsillos y bolsos, lo van a seguir haciendo. Quizá habría reflexionar sobre por qué lo segundo sigue tan normalizado. Por qué “calentar la silla” es una expresión asumida y recompensada.
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