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La ley de la patada en la calle

Jorge Fernández Díaz, ministro de La Mano Dura.

Iñigo Sáenz de Ugarte

No se puede negar que estábamos avisados. El ministro preconciliar del Interior había anunciado una batería punitiva de medidas para conseguir lo que denominó la “paz social”, y ya tenemos un adelanto de lo que se puede venir encima. Digamos que tras su poca puntería anterior, el Gobierno ha decidido lanzar un cañonazo en la línea del que Corcuera hizo famoso con la ley de la patada en la puerta, que luego fue muy rebajada por los tribunales.

Tanto Interior como la Delegación del Gobierno en Madrid habían fracasado en acallar las voces de la protesta. La prensa conservadora tampoco había sido muy efectiva en el intento de criminalizar las manifestaciones, relacionándolas de muy distintas formas con el terrorismo o la kale borroka. No siempre la propaganda consigue sus objetivos. Las encuestas revelaban que muchas de las razones de estas movilizaciones tenían un amplio apoyo popular, a diferencia, por ejemplo, de la valoración de los miembros del Gobierno.

Cuando la PAH elevó el tono de la protesta con las manifestaciones frente a domicilios de políticos o sedes de partidos, se alcanzó el límite máximo en la respuesta retórica del poder. Las comparaciones con el terrorismo ni siquiera eran ya suficientes. Hubo que recurrir a la mayor expresión política de maldad ofrecida por la historia contemporánea: los nazis. Y no una versión local o con edulcorantes: “Nazismo puro”, dijo Cospedal, catedrática de Historia y Ética por la Universidad de Génova, 13.

Si la opinión pública no había seguido obediente por la línea marcada por el Gobierno y sus medios, los siguientes en desmarcarse fueron los jueces, y eso sí que era un problema. La criminalización encalló cuando quedó claro que esa campaña contra los disidentes no tenía encaje en el Código Penal. Tampoco cuando se llevó a cabo una movilización para “rodear” el Congreso. La justicia decretó que no se podía perseguir penalmente a los autores, que ello vulneraría el derecho fundamental a la libertad de expresión, y que no se podía castigar a los convocantes de la concentración sólo porque un grupo reducido se comportara de forma violenta.

La campaña contra los escraches también acabó con un suspenso en Derecho. Tampoco sirvió de mucho la inclusión de un factor lacrimógeno muy trabajado cuando se produjo uno ante el edificio donde vive la vicepresidenta del Gobierno. Como tiene un hijo de corta edad, aparentemente se habían violado los principios más elementales de convivencia humana, y hasta las reglas del marqués de Queensberry.

“No era la casa de un político, sino de la madre de un bebé”, dijo Núñez Feijóo en una frase que bien podría haber aparecido en un telefilme basado en hechos reales y emitido por Antena 3 un domingo en la sobremesa.

Los jueces deben de ver poca tele porque no se sintieron muy impresionados con este y otros escraches. Por encima de la parafernalia ideológica que pudieran montar los convocantes de estas protestas y sus víctimas, al final sólo quedaban los hechos, que indican que los escraches son concentraciones normales y corrientes. Los jueces no estaban tan perturbados como para decretar que la acera situada junto al edificio en el que vive un político forma parte de su esfera privada. La calle no es propiedad de los políticos ni de la policía.

En la decisión con la que archivaba el caso de escrache contra la vice, el juez recordó lo que dice al respecto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos: “Los límites de la crítica admisible son más amplios respecto a un político en ejercicio que los de un individuo particular pues, a diferencia del segundo, el primero se expone inevitable y conscientemente a un control permanente de sus hechos”. Los políticos no tienen bien asimilado este concepto.

Ahora este anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana (sin ironías en la elección del nombre) que el Ministerio ha hecho circular es la última etapa en el intento de impedir las protestas contra el Gobierno –cuya gestión es considerada mala o muy mala por el 69,4% en el último sondeo del CIS– y su presidente, en quien el 87,8% tienen poca o ninguna confianza. Estos números son la mejor materia prima para las protestas, que, sin un único convocante ni una estrategia conducida por un único actor político, han tenido lógicamente sus altibajos en estos dos años.

Actualmente, o al menos desde el verano, no se puede decir que la movilización en la calle contra el Gobierno esté en niveles extraordinarios. Otros momentos de la legislatura han sido mucho más tensos. La diferencia es que vamos a entrar en la segunda mitad de la legislatura y la lluvia de globos sonda y mensajes amenazadores.

Las próximas elecciones están más cerca en el tiempo que las anteriores. Dejaremos de ver esa frialdad de algunos miembros del Gobierno, la tranquilidad de espíritu que provoca el hecho de que las urnas se ven desde muy lejos. Llegará el momento en que el gesto hosco de Jorge Fernández Díaz se convertirá en habitual y los argumentarios del PP pasarán a ser una elegía constante de la España, una (si los catalanes no la lían), grande (con permiso de Bruselas) y libre (sólo si lo autoriza la Delegación del Gobierno). Al otro lado, claro, está la antiEspaña, la España de los derechos humanos (escudo de los terroristas, según la doctrina AVT).

Pero, por mucho que la crispación se convierta en la principal baza propagandística del Gobierno, continuarán existiendo los jueces y la voluntad de la gente que quiere seguir haciendo política en la calle. Incluso cuando las leyes aparecen en el BOE (mucho tiempo después de que surgieran en modo embrionario/globo sonda), su principal fin es disuasorio. Y los ciudadanos pueden decidir que no tienen ninguna intención de ser disuadidos en el ejercicio de las libertades. Los jueces ya han demostrado que prestan más atención a las leyes que a las tertulias de TVE y las teles privadas.

Lo único que no hay que hacer bajo ningún concepto es tirar una tarta. Eso sí que sería el fin de la civilización tal y como la conocemos.

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