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Siete tesis sobre el fin del fútbol argentino

Miembros de la barra brava de Boca Juniors participaron en la despedida que se organizó en Buenos Aires antes de partir hacia Madrid.

Pablo Alabarces

Uno: la simplificación violentos-barras bravas 

El miércoles 21 de noviembre jugaron All Boys vs. Atlanta, dos equipos de la tercera división del fútbol argentino, ambos de Buenos Aires, clubes con cierta rivalidad clásica. Como ocurre desde 2007 (desde 2013 para la Primera División), sólo pudieron concurrir los aficionados del equipo local. Como también ocurre desde entonces, siempre hay alguna presencia de la visita: los jugadores, claro, pero también algunos familiares, directivos, periodistas de medios afines (en la Argentina hay por lo menos una radio de frecuencia modulada de alcance barrial que sigue la campaña de cada equipo).

Atlanta venció por 3 a 2 en un juego vibrante, con All Boys intentando igualar hasta el último minuto a pesar de haber estado tres goles abajo. Al finalizar el juego, los festejos de las pocas decenas de personas que acompañaban al equipo visitante “provocaron” la reacción de los locales, que comenzaron a insultar y amenazar, incluyendo cánticos antisemitas –Atlanta es tradicionalmente el equipo de la colectividad judía porteña–.

Algunos grupos de hinchas locales comenzaron a invadir el campo e intentaron ingresar al espacio ocupado por los “bohemios” –el sobrenombre de los seguidores de Atlanta–. La policía, escasa a pesar de que el partido se consideraba riesgoso por la rivalidad, comenzó a reprimir como hace siempre: mal, sin orden ni concierto, semejando otra parcialidad –otra “hinchada” – que disputa su condición de mayor o menor masculinidad. La trifulca se dispersó por las calles aledañas al estadio, con la policía “corriendo” (literal y metafóricamente) para escapar a las iras locales, dejando un saldo de algunos heridos, bastantes daños y un orgullo extendido en la comunidad: la “hinchada” había “corrido” a la policía.

Al día siguiente, el periodismo argentino explicó todo rápidamente a través de su simplificación favorita: “los violentos”, “los barras”. Pero era apenas All Boys-Atlanta, y nadie le prestó más atención pasadas las veinticuatro horas. Tres días después, en cambio, “los violentos” y “los barras” de River apedrearon el autobús con los jugadores de Boca, y eso fue primeras planas y un escándalo nacional.

Sin embargo, se trataba exactamente de lo mismo: una cultura futbolística estructuralmente organizada en torno de la violencia como mandato ético, en la que la policía participa alegremente demostrando que tiene tanto o más “aguante” que los hinchas. Y “aguante” significa masculinidad: los hinchas que no se pelean para defender “el honor de los colores” frente a una provocación o una simple derrota –o que no reivindican y consensúan la violencia de los que sí lo hacen– son, consecuentemente, “putos”. La policía, además, demuestra su ineficacia y su ignorancia, planificando operativos tan vergonzosos que alimentan todas las hipótesis paranoicas: el recorrido del autobús de Boca parece haberlo planeado un niño con un Google Maps. 

Dos: el principio del 'aguante' 

“Estructuralmente” significa que toda la cultura futbolística argentina está organizada por el principio del “aguante”. Un mandato ético, moral: hay que tener “aguante” para no ser expulsado del mundo masculino, y ese “aguante” implica –porque hay que contrastarlo con el del otro– necesariamente el combate, en última instancia. No se trata, entonces, de inadaptados, de sujetos excepcionales: la violencia es la norma que explica y produce las conductas, no la excepción.

Por supuesto, eso no implica que millones de argentinos y argentinas la ejerciten: significa que la comprenden y la justifican, aunque en ocasiones (las muertes, por ejemplo) consideren que “se les fue la mano”. Pero una paliza, o una “corrida” (hacer huir al rival o a la policía) no se le niega a nadie.

Tres: el dinero clandestino

Las barras son una resultante, no una causa. Se trata de asociaciones de sujetos (en masculino) especialmente portadores de habilidades para el combate que son traducidas en intercambios mercantiles al servicio del que las pague: generalmente, los dirigentes deportivos, sindicales o políticos que precisan fuerzas de choque. Eso incluye al actual presidente de la nación, que durante doce años “acompañó” a la barra de Boca. Los dineros proceden de fuentes diversas, y deciden el mayor o menor poderío económico de las distintas barras. Las de los equipos menores disputan solamente prestigio local, territorial, o pequeños favores; las de los equipos grandes participan en el reparto de ingentes sumas de dinero procedentes de los innumerables tráficos clandestinos que organizan al fútbol argentino, uno de los más corruptos del planeta.

Las barras son, entonces, simultáneamente deudoras de la legitimidad moral de la violencia en la cultura futbolística y de sus dineros clandestinos. Como se ve, no son sujetos excepcionales ni inadaptados: por el contrario, son los mejor adaptados a esa cultura.

Cuatro. Los cómplices

Lo que sigue es la mezcla explosiva de ignorancias, complicidades, groserías y estigmatizaciones de la que son capaces las dirigencias políticas, deportivas y policiales, sabiamente acompañados por buena parte del periodismo deportivo o generalista. Afirmar que la culpa de todo la tienen “los barras”, o la consabida invocación a una “sociedad” presuntamente violenta y “reflejada” por el fútbol, ya no es desconocimiento: quien lo afirma es, sin tapujos, cómplice. (Hay otro pliegue: el que mira a su ombligo y afirma “yo no soy así”. Luego vuelve a cantar su canción favorita: “Te fuiste a la B por puto y por cagón”).

Cinco. El fútbol como éxito del patriarcado

El “aguante” significa masculinidad; el fútbol argentino es el reducto más exasperantemente machista, misógino y homofóbico de la sociedad, de lo que es prueba la genitalidad de sus metáforas o el maltrato sistemático al fútbol femenino. Pero a la hora de las “explicaciones”, los hombres insisten en culpar a toda la sociedad, indiferentes a cualquier discriminación de género. La violencia en el fútbol argentino es otro éxito fulgurante del patriarcado.

Seis. La policía como generadora de violencia 

El jueves 6 de diciembre se jugó en Mendoza un partido entre Rosario Central y Gimnasia y Esgrima de La Plata, de las respectivas ciudades argentinas. Fue un juego final por la Copa Argentina, una suerte de sucedáneo de la Copa del Rey. Ganaron los rosarinos. Como se jugaba en una cancha neutral, se permitió la asistencia de los aficionados de ambos equipos. No hubo un solo incidente entre ellos. Pero la policía local maltrató a placer a todos los hinchas, todos sospechosos de ser pésimas personas: las aglomeraciones y golpes policiales, más el uso arbitrario de gases, provocaron un infarto en uno de los asistentes, Sergio Confalonieri, un rosarino de 56 años. No había desfribiladores en el estadio, las ambulancias no llegaron a tiempo. Confalonieri fue el muerto número 329 desde 1924 a la fecha. No hubo ningún atisbo de barras bravas en el incidente. Por ahora, tampoco hay acusados por el crimen, que lo fue.

Siete. El robo y el final

Y luego de todo esto, el River-Boca se jugó en Madrid. Que les aproveche. En lo que a mí respecta, se lo pueden quedar. Pero llévenselo todo: los futbolistas, los juegos, las copas; los dirigentes, los políticos, los policías; los hinchas “comunes”, los “barras”, el elenco completo de Fox Sports y algunos niñitos que están cantando “bostero puto/la puta que te parió”.

Estas semanas muchos argentinos defendían que al llevarse el partido a Madrid, nos robaron el fútbol. Nadie nos ha robado nada: o al menos, nos lo hemos dejado robar sin mayores problemas ni quejas.

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