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No seas un caballero

Ruth Portela

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La socialización tanto de hombres y mujeres sobre el amor romántico y toda su carga pesan aún en nosotras, por mucho que nos gustaría haber roto con ella. No es de extrañar, ya que uno de los rasgos fundamentales del poder es la construcción de cuerpos dóciles, de sujetos que se sometan a la norma marcada por el sistema.

Hablamos de un sistema que se sustenta gracias a la invisibilización, el sometimiento y el rol de cuidadoras que nos asignan a las mujeres. Neoliberalismo y patriarcado van de la mano, así como van de la mano del racismo, clasismo y capacitismo.

Hay que destacar que cuando se habla de este sistema no se está haciendo referencia al Leviatán de Hobbes, aunque a veces lo parezca, sino a una ideología y una teoría política, social y económica muy compleja, que juega con las relaciones de poder y con la vida de las personas. No se trata de una deidad ni de una mano invisible, sino de un conjunto de estructuras que privilegian a unas pocas personas y menosprecian al resto, privilegian al varón sobre la mujer, al blanco sobre la persona racializada, etcétera.

Por ello, no puede haber un feminismo capitalista. El capitalismo se funda en el trabajo invisibilizado de las mujeres. Y cuando las mujeres blancas occidentales burguesas nos hemos liberado de él, lo hemos hecho a costa de las clases más precarizadas, de las personas racializadas y migrantes.

A pesar de haber conseguido ciertos privilegios por nuestra blanquitud y clase social, seguimos cayendo en las redes del sistema. No solo por los machismos que vivimos todas en el plano social, sino también en nuestras relaciones afectivas. Estas están imbuidas de ese mandato patriarcal que nos lleva a tomar el rol de cuidadoras, de madres, de psicólogas y de objeto sexual. Y a ellos el rol de protectores, de machos alfa y de caballeros andantes. No es casualidad que los juguetes de los niños se relacionen con la violencia, con juegos en el exterior, con la competitividad; y los de las niñas con el cuidado, con el interior de casa y con la compasión.

Y si continuamos con este análisis en la adolescencia, estos estereotipos aumentan. Desde mi rol de profesora me he topado con clases, ocupadas en su mayoría por adolescentes varones, en las que se ponía en juego roles propios de una masculinidad tóxica que ya debería haber quedada obsoleta. Pero ellas, mis alumnas, a pesar de que suelen ser más conscientes del machismo imperante en la sociedad, retoman también los roles de cuidadoras, de madres. Sin embargo, aquí veo un rayo de esperanza, ya que percibo en ellas una conciencia feminista que yo habría querido tener a su edad.

Estos ejemplos son una muestra de lo que la sociedad nos ha enseñado, que es a fijarnos en esos hombres que más daño nos van a hacer, en esos que carecen de empatía y son solo unos niños caprichosos, de baja autoestima, que la esconden tras una apariencia de machos. También en aquellos que se creen el príncipe del cuento y que tienen que ir protegiendo a las mujeres, que buscan el reconocimiento por haber cumplido el mandato social patriarcal. ¿Y protegernos de quién? De otros machos que consideran que pueden ejercer sobre mí su deseo y capricho, que mi cuerpo es terreno de conquista, como lo es la tierra u otros seres no humanos.

Vemos de nuevo el hilo que ata el sistema patriarcal con el neoliberalismo, donde la mujer, la tierra y los otros seres no humanos son equiparadas. Ya marcó muy bien Silvia Federici como la apropiación originaria y la estigmatización de las mujeres y su sometimiento fueron de la mano al comienzo del capitalismo. El análisis de Federici en su obra Calibán y la bruja descubre perfectamente ese vínculo entre capitalismo y machismo.

Ser un caballero no es más que otro disfraz de este sistema de dominación, otra forma de mantenernos a las mujeres sujetas a este juego de sumisión, de dependencia ante el hombre. Es una manera de vestir con un traje de supuesto respeto el marcaje que nos hace este sistema a las mujeres. Y no seamos ingenuas, caemos en él.

Por otro lado, nos han enseñado que si nos revolvemos ante su violencia o dominación, que si alzamos la voz, que si somos bordes, no solo no es aceptable en una mujer, sino que puede ser peligroso, ya que a ellos les han educado para vernos como piezas que cazar, que conquistar. Y esto lo hemos aprendido muy bien, ya que nos hemos topado con situaciones donde nuestra integridad, nuestros derechos e, incluso, nuestras vidas corren peligro desde que somos niñas.

Soltar teorías y dar soluciones

En el nivel simbólico también se ve cómo el sistema ha generado una forma de controlar a las mujeres. Ya escribí un artículo sobre la legitimidad de la palabra que hablaba de esto. Pero no quiero ahora profundizar en este punto, sino en otro rasgo que se mueve en ese nivel, que consiste en cómo algunos hombres consideran que tiene que resolverte la vida.

Me ocurre con bastante frecuencia que, cuando le cuento un problema a un amigo varón cishetero, rápidamente me dice lo que tengo que hacer, a veces sin ni siquiera haber escuchado realmente. La escucha activa no es lo suyo. La sociedad les ha enseñado a hablar, soltar sus teorías a diestro y siniestro, pero no a escuchar, a evaluar cómo se siente el otro y a comprender sin juzgar.

Esto no quiere decir que no haya mujeres que no caigan también en este rol. Como apuntaba Simone de Beauvoir, la sociedad ha construido el rol masculino como la norma y lo femenino como lo Otro. De esta forma muchas crecimos pensando que lo normal, lo admisible si querías que te tomaran en cuenta, era copiar el modelo masculino.

Hay algo en el tema de la caballerosidad que me ha llamado la atención cuando he discutido con algún amigo sobre esto. Al momento en que le he achacado que esa conducta de protección hacia las mujeres era machista, su respuesta ha sido sacar a relucir los cuidados. El sistema neoliberal, machista, racista, etcétera sabe moverse muy bien. Su capacidad de resiliencia es innegable. Tomar los cuidados para justificar un comportamiento que lo que implica es someter a la mujer, ponerla en un papel de dependencia hacia el hombre, resulta solo otra forma de volver a lo mismo. Es caer en los roles asignados, esta vez con la infantilización de la mujer

No hay que olvidar que, desde la perspectiva dicotómica de este sistema, la emoción es lo propio de la mujer y la razón del varón. De ahí que cuando se trate de sentimientos ellos recurran a nosotras para que seamos sus terapeutas particulares y, cuando se trata de dar una repuesta racional, crean que van a darnos la postura más lógica.

Entonces, no, no son cuidados dar por hecho que no soy capaz de pensar, tratar de darme soluciones y consejos que yo no he pedido. Cuidados es escuchar, como suelen hacer mis amigas; es empatizar con la otra persona. Esperar que ella te pida el consejo o la ayuda, ya que no eres un caballero andante que va a resolver a nada.

Basta ya de caballeros que nos quieren proteger de amenazas que ellos mismos generan y basta de intentar arreglarnos la vida como si no supiéramos nada. Este cuento llega a su fin. Saldremos del condicionamiento social como Nora de la casa de muñecas, ya que no somos ese papel que la sociedad nos ha impuesto. Si los hombres quieren seguirnos, tendrán ellos también que desprenderse de su papel de caballeros y tomar el de compañeros.

La socialización tanto de hombres y mujeres sobre el amor romántico y toda su carga pesan aún en nosotras, por mucho que nos gustaría haber roto con ella. No es de extrañar, ya que uno de los rasgos fundamentales del poder es la construcción de cuerpos dóciles, de sujetos que se sometan a la norma marcada por el sistema.

Hablamos de un sistema que se sustenta gracias a la invisibilización, el sometimiento y el rol de cuidadoras que nos asignan a las mujeres. Neoliberalismo y patriarcado van de la mano, así como van de la mano del racismo, clasismo y capacitismo.