ENTREVISTA
Lola Lafon, escritora: “Convertir a Ana Frank en un icono nos ahorra leer su libro”

Lola Lafón

Alejandro Luque

Sevilla —

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Descendiente de una familia franco-ruso-polaca, Lola Lafon, 49 años, fue invitada a participar en un programa de visitas de escritoras a museos para pasar una noche en ellos. Ella eligió el de Ana Frank en Amsterdam, una experiencia que le hizo preguntarse muchas cosas de sí misma y de los suyos, y cuyo resultado es el libro Cuando escuches esta canción, que acaba de ver la luz en España de la mano de Alianza Editorial, y ya había recibido el premio Décembre y el premio Les Inrockuptibles.

Con anterioridad, esta novelista y músico –es miembro del grupo Leva– había publicado otros títulos como Una fiebre ingobernable, La pequeña comunista que no sonreía nunca y Zozobrar, que obtuvo el premio Landerneau, el France-Culture Télérama y el Choix Goncourt de la Suisse. Muy pálida de piel, con aire sereno y sonrisa contenida, recibió a los medios un rato antes de presentar su obra en la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo de Sevilla.  

Su madre vivió una situación afín a la de la familia de Ana Frank. ¿Por qué escribir un libro sobre ésta, y no sobre su madre?

Quizá más adelante pueda hacerlo, por qué no. Creo que es siempre más difícil escribir sobre nuestra madre; es necesario tomar una distancia para concebirla como personaje. Es algo que toma su tiempo. El paralelismo con Ana Frank no lo pensé inmediatamente, me vinieron a la mente recuerdos de mi madre, de mi abuela…

En cierto modo, Ana Frank se ha convertido en un éxito global de márketing, en una marca infalible. ¿Qué opina de ello?

Yo deploro eso. Por una parte, está el icono en el que, en efecto, parece haberse convertido, la marca; y por otra parte, esa chiquilla de 15 años que intenta huir de la muerte y la destrucción y deja una obra inacabada. Jamás tendremos su libro terminado. Y por eso es importante quitarle el estatus de icono, de marca, que es algo muy fácil y muy práctico… porque nos ahorra leer el libro.

¿Y a quién beneficia esa conversión en marca o icono?

Todos sacamos un beneficio, así no estamos obligados a pensar en el Holocausto. La de Ana Frank es una historia tan trágica de principio a fin, con su muerte en un campo de concentración, pero esa muerte está ausente del mito. Nos conviene a todos verla como una chiquilla, incluso como una mártir, pero ignorando que hay ahí una obra, esa lucidez con que analiza la guerra, el antisemitismo, el sexo, el mundo de los adultos… Su texto es mucho más de lo que creen quienes no se han asomado a él.

¿Ayudó Hollywood a reducir su figura?

Sí, la industria americana del cine jugó sin duda un importante papel, hubo muchas adaptaciones sobre ella y siempre con esa voluntad de Estados Unidos de formar un relato universal, “ni muy triste, ni demasiado judío”. Acercarse así a Ana Frank es casi una broma. Cuando se llevó a Broadway, la productora eliminó por completo el elemento judío y subrayó las discusiones de la autora con su madre para despolitizarlo, para reducirlo a un relato doméstico. Y esa Ana Frank de cine es también más conocida que sus Diarios.

Usted cuenta que en su adolescencia rechazaba su parte judía, y envidiaba a los amigos cuyas vidas transcurrían al margen de la religión. ¿Ha cambiado eso?

Cuando llegué a Francia, en plena adolescencia, aspiraba a una especie de banalidad, quería fundirme con el entorno y olvidar a mi familia con su historia de muerte. Para alguien de 13 años, todas esas pesadillas heredadas pueden ser demasiado pesadas, de modo que di la espalda a todo. Hoy las cosas son diferentes, se da mucha importancia a la posibilidad de acceder al estatus de víctima para poder salir adelante.

Sí, es cierto que las víctimas -de la guerra, de la discriminación, del colonialismo- han adquirido un notable prestigio, como las identidades religiosas, nacionales o raciales. ¿No va eso en contra del viejo sueño de ser todos iguales, sin que importe de dónde vienes o a quién rezas?

Creo que el sueño de ser todos iguales era muy naïf, con cierta educación política adquiríamos de inmediato otra visión. Desde adolescentes sabíamos que en Europa la herencia importaba mucho, y que el estatus social se perpetuaba de generación en generación. No todo el mundo es igual. ¿Usted sí tiene ese pensamiento?

Solo como aspiración, quizá.

Es complicado, hoy hay probablemente menos conformismo que antes, y eso está bien. Pero no creo que sea tan fácil ser diferente, no soy tan optimista sobre el hecho de que todo el mundo hoy quiera ser singular. Y, de hecho, muchos jóvenes sufren por ser o sentirse diferentes.

Volviendo a la casa museo de Ana Frank, ¿qué siente cuando ese espacio se llena de gente haciéndose selfies, como hacen también en los monumentos en memoria del Holocausto?

Le contestaré con una frase del director del museo, Ronald Leopold, que ve escenas como esas todos los días. Él cree que, sea cual sea la manera en que llega a la historia de Ana Frank, es válida. Y yo tengo tendencia a pensar como él. No hay mala forma de llegar a descubrir su figura, o ser impactado por su historia.

Hablemos de su obra anterior, La pequeña comunista que no sonreía nunca, sobre Nadia Comaneci. Para empezar, ¿por qué suele decirse que en la Europa del Este la gente no sonreía por la calle?      

Es falso, claro que la gente sonreía por la calle. El título hace alusión a los medios de comunicación, que siempre le reprochaban que no sonriera. Y eso se debía a que estaba muy concentrada, en primer lugar, y en segundo al hecho de que a la mujer siempre se le pide que sonría. Era un título irónico.

Me recordaba a algo que me contaban sobre Alemania Oriental, decían algo así como: “La ventaja de que nadie sonría es que si la cajera del supermercado lo hace, es que se ha enamorado de ti”.

[risas] Sí, comprendo. Es verdad que no había ese juego en las relaciones, esa necesidad de sonreír que existe en la vida cotidiana en Europa occidental.

Pensando en Comaneci, ¿no era un símbolo de esa obligación de ser perfectos, o al menos superiores a los demás, que pesó sobre los pueblos sometidos al comunismo para ser dignos del paraíso?

No estoy segura de que fuera así. Había un régimen, pero no una promesa de paraíso supeditada a esa perfección. ¿Fueron perfectas Nadia Comaneci y sus compañeras? Sí, porque el llamado equipo de oro fue la creación de una pareja, Bela y Marta Károlyi, que cogía a las niñas muy pequeñas para poder tener un poder total sobre ellas y darles un nivel técnico nunca visto. Cuando los americanos compraron a los Károlyi, empezaron a ganar con los mismos métodos.

Visto lo ocurrido en Rumanía desde la caída del régimen de Ceaucescu, ¿entiende que pueda haber nostalgia por el comunismo tras verse metidos en la vorágine capitalista, o eso solo les sucede a los que nunca han vivido realmente el comunismo?

No puedo decirlo con certeza, hace mucho que no vuelvo. En Alemania, adonde sí he regresado, no tengo la sensación de que nadie quiera volver atrás. El liberalismo es sin duda brutal. Quizá haya una generación que pueda comparar mejor lo que había antes y lo de ahora, pero no creo que pueda llamarse nostalgia al resultado de esa comparación.

Algunos defensores del comunismo relativizan el pasado, diciendo que la dictadura de Ceaucescu en Rumanía o de Hoxha en Albania tenían “sus pros y sus contras”. ¿Está justificado?     

Bueno, yo era niña en esa época. De Albania no puedo hablar, pero en Rumanía hubo una época de gran apertura hacia Occidente. La educación era gratuita, hubo una especie de deseo de abrirse… Yo relativizo también muchas cosas, se dice por ejemplo que todo el mundo estaba controlado, y es verdad, pero, ¿y ahora, no lo estamos? ¿No saben todo de nosotros a través de nuestros i-phones? No es un asunto de buenos y malos, y puedo decir que en Rumanía en los 70 no había solo cosas malas, por eso duró tanto el régimen. Todo el mundo trabajaba, aunque luego hubo una depredación total de las riquezas.

Su primera novela publicada en España, Una fiebre ingobernable, estaba protagonizada por una chica que se acerca a los grupos de extrema izquierda, que usted llegó a estudiar a fondo. Pero, ¿eran realmente grupos politizados, o tenían otras motivaciones?

Es complicado. Tratándose de una novela, a mí misma no me interesaba tanto la política real como crear personajes. Y metí muchas cosas autobiográficas. Sin duda, se trataba de grupos con una base política real, pero para mí significaban otras cosas, la empatía, la solidaridad. No veo la política como algo fuera de lo humano, en todo aquello había una voluntad de transformación de la vida diaria, de abordar problemas cotidianos o de exclusión.

Para terminar, cuando ve las escenas de la invasión rusa en Ucrania, ¿le remueve algo propio?

Todos deberíamos sentirnos muy afectados, sin duda. Tengo una tribuna en Libération y naturalmente me intereso por lo que ocurre. Y lo impresionante es que hoy lo sabemos todos, todo está documentado, y sin embargo, no por ello nos impacta suficientemente. Uno no sabe qué hacer, y hasta pareciera que saber mucho nos paraliza.

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