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Breve historia cannábica de España

En los 70, el hachis comienza a sustituir a la marihuana

Fidel Moreno

Ahora que muchos hablan de los beneficios millonarios que el cannabis puede dar en un país soleado como el nuestro, que decenas de miles de pacientes que usan cannabis por sus virtudes terapéuticas reclaman no tener que acudir al mercado negro para comprar su medicina, que, en fin, varios millones de aficionados disfrutamos de la infinita variedad de marihuanas y extractos que la revolución verde nos brinda desde hace unos años, habrá que intentar explicar de qué manera hemos llegado hasta aquí. En este artículo, se resume la historia cannábica de España siguiendo el hilo de las canciones populares, una manera rumbosa de intentar entender cómo los fumetas hemos pasado del estigma al reconocimiento y cómo un hábito minoritario y contracultural se ha convertido en masivo y 'mainstream' en apenas unas décadas.

Los cigarritos de la risa

La sustancia prohibida más consumida a día de hoy en España tuvo como primeros importadores a los tercios de la Legión radicados en Marruecos y a las tropas de Regulares que lucharon en el bando de los sublevados durante la Guerra Civil. Desde el siglo XVI hasta el comienzo de la guerra de Marruecos en 1860, no fueron pocos los aventureros y viajeros que probaron y disfrutaron del kif; sin embargo, las trágicas dificultades en la colonización cambiaron la percepción hacia aquellas hierbas que se empezaron a ver de forma despectiva, como un hábito tribal. Según Juan Carlos Usó –el historiador que mejor ha estudiado el asunto– cuando las relaciones entre “protegidos y protectores” se normalizan, el hábito de fumar kif comenzó a extenderse entre los españoles vinculados a la colonización. Entonces se le empieza a llamar grifa, y son los lejías los que la traen de matute a la península, sin que tampoco llame mucho la atención su consumo. Durante la Guerra Civil, los Regulares –“los moros que trajo Franco”, como se les llamaba en algunas versiones de la canción Si me quieres escribir– llegaron bien surtidos y el trasiego de grifa desde Ketama a los frentes de batalla estuvo perfectamente organizado, incluso permitido por el Alto Mando, que llegó puntualmente a pagar con cannabis parte del salario de sus tropas mercenarias.

Fueron los legionarios los primeros en España en dejar constancia en una canción de la grifa como una afición placentera, esgrimido como razón de peso para que un inglés se alistara en la Legión. Dicen que Un inglés que vino de London ya se cantó en la División Azul, así que sería compuesta en la primera mitad de los años cuarenta.

Durante esa década de dura postguerra el consumo se propaga no solo por ambientes marginales. Los cigarritos de la risa, o los petardos, como también se les conoce por los estallidos de los cañamones al arder, se venden en la madrileña plaza de Lavapiés, en la sevillana Alameda de Hércules o en la calle de Las Tapias del barrio chino barcelonés. Pese a la tolerancia que había, en los cincuenta empieza la represión del fenómeno: se descubren con escándalo mediático algunos fumaderos de grifa, se juzga y se pena el comercio y el consumo, se intenta frenar el tráfico desde Marruecos y se decomisan las primeras plantaciones en suelo español.

De los 'grifotas' a los hippies

La represión seguirá en progreso intentando frenar la inevitable expansión del consumo que traerán los sesenta entre jóvenes díscolos que, en palabras de Usó, hicieron “de este uso un símbolo contrario al convencionalismo”. En los márgenes se encuentran los grifotas con los primeros hippies autóctonos, un encuentro intergeneracional e interclasista que añadirá al consumo del canuto en España una dimensión cultural propia, en sintonía internacional con los movimientos de emancipación y con la revolución psicodélica que tienen en la música uno de sus mayores propagadores. La veneración a un difuso pasado andalusí lleno de volutas de humo cannábico se mezcla con la fascinación orientalista hacia la India y el Nepal y su famoso charas. Si los legionarios pillaban un buen vacilón, los hippies y los jóvenes intelectuales que buscan experiencias de liberación personal más allá de la revolución colectiva empiezan a distinguir el globo, que te lleva lejos, del simple colocón que te aturde. Sin embargo, las alusiones directas al porro en la canción popular habrán de esperar un poco a que los gitanos entonen sus rumbas del extrarradio; los cantautores y los grupos pop no parecen querer mancharse las manos tomando partido por algo que sigue cargado con el estigma de lo marginal y delictivo, aunque les reporte grandes momentos de creación y forme parte de sus rituales iniciáticos.

También es verdad que algunos de los modernos sufren los golpes de la recién creada Brigada Especial de Estupefacientes y acaban en el psiquiátrico de la cárcel Carabanchel, como Miguel Ríos, Iván Zulueta, Eduardo Haro Ivars, Leopoldo María Panero, Mariano Antolín Rato… Hasta el bueno de Henry Stephen, que se había hecho famoso el verano del 68 con Mi limón, mi limonero. Eran estancias cortas, pero para algunos resultaron muy traumáticas.

Los hijos de la burguesía descarriados entienden el porro como un hábito íntimo llevado con discreción y públicamente solo mentado al amparo de metáforas y guiños para iniciados, sin embargo, los gitanos –que en los setenta, por cierto, se han hecho con el negocio de la grifa y el chocolate– empiezan a cantarle. Por Andalucía circula aquella rumba que todavía hoy se canta, la de Eso que fuman los moros, y los primeros en grabar un éxito cannábico son Los Chichos en 1973. Con La Cachimba, se abre la veda a la apología del consumo de cannabis en el repertorio nacional el año en que España adapta su Código Penal a la Convención Única sobre Estupefacientes, y un año antes de que el Tribunal Supremo dictamine que el consumo personal no entra dentro de los llamados “delitos contra la salud pública”. Esta decisión del Supremo convirtió a España en 1974 en el primer país europeo en despenalizar el consumo: las drogas seguían siendo ilegales, y si te pillaban tomándolas en público podían aplicarte la ley de Peligrosidad Social, pero si te sorprendían consumiéndolas en privado no te metían en la cárcel. Aunque el estigma social seguía pesando, identificarse como porrero ya no tenía consecuencias legales y el carácter anticonvencional, comunitario y generacional que implicaba fumar hachís para una juventud desbordada ya de los cauces de un franquismo moribundo, sumado, en fin, a sus efectos de intensificación de la experiencia sensible, dio a la mandanga protagonismo en el cancionero rumbero. Ahí están por ejemplo Los Chunguitos presentándose en sociedad en 1974 con el acelerado single de Me sabe a humo, que como La cachimba coincide en situar los porros en medio de la guerra de los sexos y como trampolín para la placentera evasión de la realidad inmediata.

La hegemonía del hachís

La densidad noticiosa del comienzo de la Transición no deja mucho espacio a las drogas, que a partir de los ochenta tendrán gran protagonismo en los medios. La tolerancia y la inocencia ante las sustancias psicoactivas de finales de los setenta tienen su reflejo en un tema interpretado por Micky, En el rollo está la solución, apología del hachís y de la cocaína como herramientas de moda para vencer la depresión. Es una canción que no tuvo demasiada trascendencia, pero que sonó acompañado por una colorida coreografía en el programa televisivo Aquí Radio Sardina (1978) de Valerio Lazarov, en horario de máxima audiencia.

Los “caramelitos” de grifa y los petardos que se vendían liados han dado paso a los porros de hachís. A mediados de los sesenta, unos dicen que unos hippies, otros que unos espabilados relacionados con el hampa de Marsella, enseñan a los cultivadores del Rif a elaborar hachís como lo hacen en el Líbano, un acto de enorme trascendencia que acabará haciendo de Marruecos, un país políticamente más estable que el resto de productores, el principal exportador mundial del concentrado. Aunque se había despenalizado el consumo, en paralelo a su popularización, la policía fue incrementando exponencialmente sus efectivos para la persecución de la venta, lo cual hizo más conveniente para los traficantes importar desde Marruecos la sustancia concentrada en tabletas de costo que voluminosos fardos de grifa. Desde entonces hasta finales de los noventa será raro ver en España un cogollo de marihuana. La hegemonía del chocolate marcará a varias generaciones de fumetas españoles.

Ahí está la portada censurada del primer disco de Veneno (1977) o Los manager de Huelva a los que les cantan los Pata Negra, aquellos desastrosos representantes cuyas pifias se explicaban en el pasodoble como fruto del ciego provocado por el alcohol y la resina cannábica: “Será de tanto cubata y tanto polen, y tanto polen”.

Algunos despistados atribuyen al Fary el mérito de haber hecho la primera canción sobre el porro en España, pero La mandanga, que así se llama esta rumba, es del año 1979, y más que dar aviso de la novedad retrata la extensión del vicio del fumeque en la juventud de esos años.

Con el desarrollismo franquista la grifa da paso al hachís, y los hippies y modernos que habían sustituido a los grifotas como arquetipo del fumeta, con la democracia, comparten con los pasotas su lugar en el imaginario colectivo. También entran en escena los quinquis desarraigados que abusan del porro desde primera hora de la mañana, como los chavales de la película de Carlos Saura Deprisa, deprisa (1981), o como el Jaro, el macarra de ceñido pantalón retratado por Sabina en Qué demasiao (1980), que se lo monta “de guapo y de matón, de golfo y de ladrón y de darle al canuto cantidad”.

La popularización del porro en los 80

En los 80, el porro se populariza, aunque su representación mediática sigue abundando en una visión alarmista y propia de ambientes marginales, hay algunas excepciones más acordes con su realidad masiva y transversal, que contribuyen al proceso de normalización de su consumo. Así, no será la del delincuente juvenil la única referencia cannábica que se cuele en el repertorio de Sabina, donde los amantes clandestinos se esperan en habitaciones de hotel con canutos bien cargados –Hotel, dulce hotel (1987)–; donde una pareja de okupas encuentran el paraíso terrenal en un piso de Moratalaz en cuyo balcón plantan cañamones de Ketama –Eva tomando el sol– ; donde un pasado juvenil de risas y besos se recuerda a golpe de pareado porrero –Con la frente marchita (1990)–, y donde aparece hasta una antigua amante que trapichea con hachís –Tiramisú de limón (2009)–.

Si hablamos desde una perspectiva de género, le cabe al de Úbeda haber dado entrada en la canción popular a la mujer cannábica. Porque hasta ese momento, si la memoria no me falla, las mujeres brillan por su ausencia; algo que, a excepción de los hipnosedantes, responde a la realidad de la menor prevalencia en el consumo de drogas de la mujer respecto al hombre. No es que las mujeres no le den al canuto, sino que lo hacen en menor número que los hombres –actualmente la diferencia es al menos de dos porreros por cada porrera, según la encuesta Edades del Plan Nacional sobre Drogas–, un hecho que se puede explicar por cuestiones socioculturales, aunque algunos recurran a razones biológicas, apelando al menor amor al riesgo que tienen las mujeres. Sabina, como quien dice, les pasa el porro de igual a igual. Como también hará Javier Krahe, al que corresponde el hallazgo de la primera cannabicultora en la canción popular española, la protagonista de Paréntesis (1987), en cuya buhardilla hay un hermoso invernadero y “entre sus plantas, dos o tres de fumar”.

De los ochenta era una canción paródica de Oh, Carol que muestra a las claras la mayor crueldad en el reproche que han soportado, respecto a los hombres, las mujeres usuarias de cannabis. No sé quien fue el autor de dicho contrafactum, pero decía algo así: “Oh, Carol, eres cómo todas, / llegas borracha y luego me violas. / Una niña mona nunca debe / hartarse de hachís; / oh, oh, oh, Carol: déjame vivir”.

El estigma también se deja sentir en la censura. La canción El hombre y el oso y el madroño (1985) de Krahe, se publica en su disco Corral de cuernos sin su última estrofa, mutilada con alevosía por CBS. Los versos decían “Tú pásame esa china, china, que vamos a fumar aquí en la capital”, y su censura llevó al insobornable cantautor a dejar dicha discográfica. Krahe es importante en esta historia, pues fue uno de los integrantes de la Lista Antiprohibicionista, la filial española del experimento electoral por la legalización de las drogas nacido en Italia a iniciativa del Partido Radical, que llegó a sacar 3330 votos en las generales de 1989.

El verano de aquel año, el grupo de agropop No me pises que llevo chanchas se hizo famoso entre otras canciones con Bolillón, la historia de un tipo que se coge un buen bolillón al fumarse varias piedras de hachís caídas o robadas de bolsillos de camellos con los que se cruza por el laberíntico barrio sevillano de Santa Cruz. Su fácil estribillo, “bolillón, bolillón, bolillón” se corea con complicidad en toda Andalucía y el localismo, sinónimo de morao y de colocón, se populariza en España entera.

El activismo cannábico

La década de los noventa traerá el despegue del activismo cannábico hispano, una fuerza dispersa que irá en paralelo al proceso de normalización social del uso del cannabis y que tiene en 1991 su acto fundacional en la creación de la Asociación Ramón Santos para el Estudio del Cannabis. Desafiando las políticas antidrogas, la ARSEC llevó a cabo el primer cultivo colectivo y fue el origen del movimiento asociativo que, andando el tiempo y aprovechando las grietas legales, ha llenado España de espacios liberados como son los Cannabis Social Clubs (CSC).

Supongo que algo de razón tienen los sevillanos que dicen que la ley Corcuera fue un intento de que los fastos del 92 no quedaran afeados con el perfume a porro que tenían las calles y no pocos bares de la capital hispalense, un detalle impensable en el resto de Europa. El caso es que ya un poco antes, pero con más propiedad a partir de la dichosa ley, los camareros te echaban la bronca si, en medio de la humareda de tabaco que eran los bares entonces, te daba por encenderte un porro. La represión dejará su huella en la excelente Aquí no podemos hacerlo (1995) de Los Rodríguez. A ritmo de reggae, esta es ya una canción reivindicativa en contra de la persecución y es también una canción de amor eterno al hachís, donde las caladas son besos y el hábito se eleva con la fuerza de los amores prohibidos frente a los moralistas que dictaminan lo que se debe o no hacer.

Después del fin de Los Rodríguez, Andrés Calamaro se despachó con Alta Suciedad (1997), uno de sus mejores discos, donde estaba la canción de Loco (“Voy a salir a caminar solito,/ sentarme en un parque a fumar un porrito”), que le traería problemas en la Argentina, y la de Nunca es igual, otro reggae de temática cannábica, con un gaucho que no duerme por haber perdido “una china de rojo libanés”, varias alabanzas al poder de la maría y un errático discurso final de Antonio Escohotado.

Con menos finura, pero más popularidad, el que vino a ser el gran himno prolegalización de los noventa fue obra de Ska-P y se tituló Cannabis (1996), un término más botánico que habitual. El grupo vallecano a ritmo de acelerado ska hizo una canción que retrataba la ansiedad de no tener una china con la que aliñar el cigarrillo, y, tras recorrer en vano los barrios de Madrid buscando costo, se lanzaba al coreado estrambote de pedir la legalización, el fin de la prohibición y que el cannabis fuera de calidad y barato.

En el año 1997, unos cuantos socios de la ARSEC crean Cáñamo, la revista de la cultura del cannabis, el principal altavoz antiprohibicionista que ha concienciado a cientos de miles de lectores y ha contribuido decisivamente a extender el autocultivo en España. Cáñamo se convierte en un agente fundamental de la revolución cannábica que se produce en estas dos décadas: la gente descubre que lo que se fuma no es la hoja sino el cogollo y muchos fumetas se vuelven jardineros, con lo que el hachís empieza a perder relevancia, cediendo poco a poco su hegemonía a las mil variedades de marihuana que surgen, aportando infinitos sabores a la verde ebriedad.

Del estigma al reconocimiento

Si en el 98 el cancionero de Manu Chao se hacía eco de la lucha por la legalización en Clandestino, equiparada a la lucha de los sin papeles “en la grande Babylon”, y ponía a los antiglobalizadores a bailar y a cantar aquello de “Wellcome to Tijuana: tequila, sexo y marihuana”; en el 2001 conseguía conquistar a las masas con el hit de Me gustas tú, haciendo que el verso más coreado del verano en España fuera aquel de “Me gusta marihuana, me gustas tú”. El verso es muy simplón, sí, pero refleja la afirmación sin necesidad de mayores excusas de los fumetas del nuevo siglo: fumamos marihuana porque nos gusta, como nos gusta el mar, viajar, la lluvia o soñar.

También en estas décadas se produce un interesante movimiento de desobediencia por parte de enfermos que encuentran en el cannabis alivio a sus dolencias, en paralelo a la investigación científica que va descubriendo que efectivamente los cannabinoides tienen no solo aplicación terapéutica para dolores y enfermedades como la epilepsia refractaria sino un enorme potencial antitumoral. Mi primo Juan, los tanguillos que abrían el disco Pokito a poko (2005) de Chambao, retratan la complicada realidad de la marihuana medicinal en España, donde a un enfermo de cáncer se la pueden recetar para los dolores o para las náuseas de la quimioterapia y tiene que optar por plantar o ir al mercado negro para proveerse de su medicina, con cuidado de que la policía no le sorprenda.

En este nuevo siglo estamos emplazados a repensar la relación que tenemos con el placer y con el dolor, un desafío que afecta de lleno a la cuestión farmacológica y obliga a terminar de una vez por todas con la prohibición y con la mal llamada guerra contra las drogas, que, en realidad, es una guerra contra las personas, con especial crueldad hacia los pobres del mundo. El nuevo escenario exige unas leyes que garanticen nuestra libertad personal y protejan nuestra salud, con información basada en la evidencia científica y un control de calidad que nos libre de intoxicaciones accidentales.

Del estigma al reconocimiento, paso a paso, calada a calada, canción a canción, la historia cannábica avanza en este país hacia la inevitable regulación. Ya no se pide la legalización a secas del cannabis, sino que se permita el autocultivo y sea el Estado el que regule su acceso a los mayores de edad, impidiendo el consumo a grupos vulnerables, como menores o personas con problemas psiquiátricos. Mientras ese momento llega, seguirán poniendo multas abusivas por tenencia y consumo, metiendo a cultivadores y traficantes en la cárcel y la vida será más incómoda para los aproximadamente tres millones de españoles, entre un 9% y un 11%, que hacemos uso de la planta.

La represión poco puede hacer ya frente a un uso normalizado como el que hay en España, donde un 35,2% de la población entre 15 y 64 años sabe por experiencia propia lo que es fumarse un porro. Además de que muchas de nuestras calles huelen a cannabis, somos el gran productor de marihuana ilegal que surte a media Europa; raro es el pueblo que no cuenta entre sus huertas con un bancal donde florece la maría, y no es extraño encontrase en la ciudad balcones floridos llenos de cogollos, por no hablar de los invernaderos de interior que con gran discreción se reparten por todo el territorio. Ahí está para festejarlo La rama de Barcelona (2010), una alegre rumba de Kiko Veneno que celebra la infinita variedad y la gran potencia del cannabis con denominación de origen español. ¡Que siga la música!

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